CORNUCOPIAS: Oda a las gorderas
Hagamos un homenaje, como la cultura manda, a nuestras gorderas. A esas mujeres que a lo largo y ancho de nuestro territorio, desde tiempos inmemoriales, han dado de comer a nuestro pueblo hambriento. Por los méritos de hacer de comer a su gente, rico, caliente y a bajo costo: por su comida de verdad. Y es que habría que verlas para reflexionar que, en nuestro país, en el centro y en su periferia, esos puestos con su anafre al centro, con su comal del tamaño de un planeta, son verdaderos surtidores no sólo de placer, no sólo de alimento. También (verlas ahí de mandil con su pelo recogido, acompañándose entre sí, sentadas en su banquito, amasando y dando forma a sus sopes, sus quesadillas, sus tlacoyos, sus gorditas) de sustrato cultural e imaginario popular.
¿Quién ha podido pasar de largo sus manjares exquisitos? ¿A quién no se le ha “reventado la hiel” o mejor dicho “hecho agua la boca”, o para ser más exactos, regado toda la baba, con ese hoyo de hambre en la panza, al toparse de pronto con ese carrito del supermercado, ese anafre con tapa de tambo, ese perol en plena esquina de tal o cual plaza, justo en hora de la comida, en medio de la jornada? ¿Quién sin alma y sin deseo, quién con el estómago chiquito, ha dejado ir una fritanga luego de ver, oler, oír el maíz frito relleno de guisados exquisitos?
¿No será que a partir de estos puestos, estas islas que se esparcen como archipiélagos, veámoslo bien, se ordenan los ritmos de las colonias, los tiempos de las familias, el flujo de la gente en el espacio público y hasta las economías? Habría que ver. Porque cada antojo que se despacha en el país, y recordemos que cada barriga llena significa un corazón contento, bien pudiera ser visto, a la luz de nuestra más profunda antropología, como uno de cientos de miles de electrones rampantes, una de millones de partículas desprendidas (imaginemos cuántas por cada día, cuántas por tantos años de nuestra historia) en rimbombante ejercicio de recreación, tal cual la vemos y vivimos ahora, de nuestra manera de entender los alimentos, de entendernos a través de ellos, de nuestra manera de ser y por ello de vivir.
Porque si la gente prefiere esos soportes de maíz blanco, amarillo o morado, frito o sólo comaleado, con semejantes guisos por todo lo alto, si tal gusto sigue cundiendo a lo largo y ancho de nuestras latitudes, no sólo es porque sean fritangas rápidas y baratas, no sólo porque sean grasosas o sanas, sino porque es ahí, de pie, casi en la calle, como enjambre que obstruye el paso, en silencio sepulcral y disciplinado o con el desquiciante barullo de cualquier tumulto, que nos relajamos, unimos, cohesionamos. Y claro, comemos de lo más rico. Por un momento pareciera que no nos falta nada (y es que ya pocas cosas nos quedan como lujo o como mimo en este mundo de sacrificios) si comemos tal y como nos gusta: en abundancia maíz frito, acompañado de dos docenas de guisos. Y ésa es una señal, una prueba —tan visible o invisible como se quiera— de lo potente que es la comida para nuestra cultura. Tanto como la música, la pintura, la literatura o la arquitectura. Es más, ¿no será esta escultura social y en constante movimiento el más alto y activo patrimonio vivo de nuestro pueblo y lo que termina muchas veces por definirnos frente a otras tradiciones, idiosincrasias, estilos o temperamentos nacionales? Ya lo creo: ahí reflejada una de nuestras gracias, nuestras alegrías y, espejo negro de obsidiana, también de nuestras máscaras, nuestra pobreza, nuestra miseria. El verdadero retrato, agridulce, de nuestro paso por esta tierra.
Por eso esta oda, como la historia y la cultura obligan, a nuestras gorderas, a nuestras quesadilleras, a las insignes mayoras callejeras, a esas mujeres inmensas que trabajan toda su vida para hacernos el día. Las que muelen el nixtamal, las que preparan en la víspera todo eso que habremos de comer al día siguiente, para no desfallecer, para el goce de su gente. Porque ellas hacen lo mismo de ejecutantes de un artesanado, de un oficio (el de hacer y servir de comer, hartamente complejo y absolutamente digno), que de cancerberas y continuadoras de este saber, ese sentido constituyente de lo que somos y hemos sido, de lo que, profundamente, sentimos.
A todas esas mujeres, todas las gracias. A las jovencitas, señoras y ancianitas que desde la madrugada ya han fincado su reino calórico, calorífico y humeante, llueva, truene o relampaguee, para oficiar su servicio de atención al otro, el que se ponga enfrente, y desde que amanece hasta que anochece, y con una noción bastante vanguardista de arquitectura: la integración del espacio privado dentro del público. Una sofisticación, una hermosura. ¡Cuántas maneras de levantar un tinglado, de disponer fuego en su centro y desde ahí plantar la mesa de los guisados que no es otra cosa que el tablero, la frontalidad de su escenario! ¡Cuántas de poner la pica y levantar el changarro, sea semifijo o improvisado, de darle tan particular tridimensionalidad al embonarlo o sacarlo de baldíos y vecindades, de edificios y mercados, por debajo de los techitos de las casas, entre los carros, libre de sol y lluvia, recubierto por sus enormes velas de plástico!
Ahí están. Lléveselas. Según el gusto y cuidado del comensal, estas sendas obras maestras: de tinga de res o pollo, chorizo, pancita, sesos o picadillo, y para los vegetarianos una amplia variedad de quecas perfectas: de requesón, hongos o huitlacoche, papa con rajas o flor de calabaza, en fin, flautas y huaraches, sopes y pambazos para bajárselos con Boing o Jarritos, cualesquiera refrescos fríos. Ahí están, lléveselas puestas, en la esquina de la plaza, al pie de la escalera, en el portón, estas bellas obras fritas para curar mentes y cuerpos, alejar la depresión.
Porque no habrán de ser vistos estos puestos como meros negocios ambulantes, como focos de informalidad y suciedad para el desprestigio de un entorno, sino, por el contrario, como islas de diversión, zonas para el abasto simbólico: para el restauro de lo físico y lo metafísico, para frenar el cansancio del ser tapando el hoyo del estómago.
Por ello no más melindres, no más escrúpulos, reparos, recelos. No más de lo que llaman “tiquismiquis”. Llevémoslas siempre. Para comer ahí o para llevar, pero, sobre todo, para pensar. La experiencia de comer así es vivir la pura educación sentimental. Vamos, que ahí estará siempre el carbón prendido, ahí siempre los tizones tanto de pobres como de ricos. Porque ¿a quién le dan una garnacha que llore? Y si no se le niega a nadie un vaso con agua, ¿habrá nacido el temerario que se niegue una garnacha? No lo creo. Y si hasta el comal le dijo a la olla, vamos a echarnos una gorda, dejemos un rato la oficina y vamos por una quesadilla. Si el trabajo nos tiene hartos: paremos largo rato con el pretexto de un pambazo.
A las gorderas, a las quesadilleras, a todas las que “manean”, todos nuestros lauros para ellas. Gracias por todo y por tanto. A todas esas mujeres trabajando, cocinando, haciendo patria con las manos, todas nuestras fanfarrias. En cada vianda sumergida, cada cápsula de maíz frita en semejante mengambrea, una ablución profunda en nuestra más profunda ralea. La de hedonistas prácticos, la de enfermos gástricos, la de un pueblo que se levanta y anda sólo con tal tragadera. Gracias les propinan nuestros bolsillos, gracias nuestras gargantas y nuestros intestinos. Jamás soñaremos un mundo mejor para nuestro pueblo que atragantarnos vorazmente de sus cuencos.
¿No son ellas las versiones humanas de la Coatlicue, las nuevas Venus de Willendorf o la Alameda, la Doctores, Polanco o donde sea? ¿No son ellas las modernas Cibeles, la forma en que se representa ahora a las madres primigenias como Rea? ¿No son ellas también como madres primeras asociadas a la fertilidad, la naturaleza, las protectoras del pueblo contra las enfermedades y la guerra? Eso: señoras de la vida en este mundo del abismo que es el infierno capitalista, señoras proveedoras de vida desde las montañas y las milpas, señoras que nos salvan de la muerte en la cruda, cuando todo es una ruina al final de la quincena.
Y más arriba de todo, más caro a nuestro destino como seres arrojados al mundo, seres de luz, salvíficos al posibilitarnos la resurrección cuando ahí, ya con el gañote inflamado por el paso de los manjares, retacado el odre con sus maravillosas provisiones, apartados de la aflicción, nos hacemos de nuevo a la avenida, de nuevo al tráfico rumbo a casa, al paradero del camión, mucho menos dormidos, menos olvidados, menos ínfimos.
Eterna vida a las damas de fuego, benditas sus manos y sus dedos, se abran los caminos de la felicidad para ellas y los suyos, se les multiplique en lo que quieran (por qué no un cielo de chicharrón prensado, quelites y nopales, carne frita con ajo). Sean dichosas con los suyos las mujeres de los comales, los anafres, los contenedores de plásticos multicolores, por darnos de comer a cientos de miles de pelados, por saciarnos la perra hambre de las dos de la tarde, abrirnos ese espacio mágico, ese aleph de triglicéridos en el mero apogeo del tránsito. Larga vida, pues, a aquéllas que mezclaron el agua y el aceite, las majas de la tostada, del ajedrez hirviente, el tortillero y la pala. Vaya un abrazo sincero por avivar, con su azúcar y su sal, su maíz ancestral, la llama casi extinta de nuestro adentro. EP
______________
Antonio Calera-Grobet es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.