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Cornucopias: Oda al tomate

Antonio Calera-Grobet | 01.05.2018
Cornucopias: Oda al tomate

En la magnificencia de nuestra comida mexicana (la que fija su domesticación por los años quinientos antes de nuestra era), los jitomates se cargan, más que con las manos, con la memoria. Nos acompañan así nuestros cuates los tomates (para diferenciar su nombre del tomatillo verde o del miltomate), a un lado de los chiles y el maíz, más que como amigos predilectos, como verdaderos reyes, ingredientes de nuestro ser más profundo y verdadero, casi genéticamente, celularmente, mucho antes de haber nacido como nación.

Y cómo no habría de ser así si una de nuestras tantas banderas —como la ensalada de nopales, el guacamole verde, blanco y colorado—, la salsa mexicana (ésa que suele mal nombrarse como “Pico de gallo”), da cuenta de ello para comérnosla, llevarla con nosotros para nuestro beneplácito. ¿Qué sería de nosotros sin nuestros queridos tomates, sean guajes, de bola o pequeños como cerezas? ¿Qué de nosotros sin estos lunares de la inteligencia, nuestros queridos puntos rojos esparcidos por el planeta? Pues poco.

Salivemos con nuestros fondos rojos, los suaves caldillos hechos de tomates recién hervidos y escalfados, en las mesas de las fondas infestadas por nuestro pueblo hambriento, para dejar caer como quien no quiere la cosa unas manitas capeadas de cerdo, unas albóndigas con huevo, un chile relleno de queso. ¡Oh, tomate querido, oh, querido y redondo amigo! ¡Gracias por tus semillas mágicas! ¡Gracias por los siglos de los siglos!

Porque, ¿qué sería sin tomates en nuestra sopa de pasta que, aunque haya venido de Italia, fuimos transformando poco a poco hasta convertirla en mexicana? ¿Y de esa mezcla de tomate ácido pero dulce con queso Cotija o de Chiapas, un poco de crema ácida o plátano, aguacate o chile serrano? Pues nada. No. El tomate pinta la vida, la chapea, la torna en cosa de salud, de dicha. Porque, ¿no acaso el tomate pudiera ser el colorete, el fruto mágico que aporta lo rollizo, lo rojizo de nuestro interminable apetito? Ya lo creo. Para las quesadillas, los chilaquiles, infinidad de guisos, es que invitamos al jitomate a hacerla de nuestro invitado preferido. Y es que eso que llamamos sofrito, eso que muchas veces guardamos en el refrigerador para luego solamente calentarlo y poner ahí a nadar a nuestros platillos, pudiera ser visto como una suerte de líquido amniótico, de caldo de cultivo para el desarrollo del ser mexicano. Ya sin hablar de otras latitudes, de lo que han hecho otros pueblos con infinidad de sus virtudes, las potencialidades de un tomate. Los tomates españoles con pimientos y ajos, los tomates de Sicilia con unos alcaparrones y oliva, los tomates mexicanos con sus guisados y tacos. Tomates en ensaladas y salpicones, pero también enlatados, horneados, salteados, tatemados, convertidos en salsas y jugos para cada cultura y sus gustos. ¿Qué sería de las pastas, pizzas y calzones sin el tomate, qué del pisto manchego, del asadillo, del gaz­pacho tan bello? ¿Qué, incluso, del Bloody Mary o del clamato, un zumo de tomate para el humano acalorado? Y es más, hasta brilla por su ausencia el jitomate, porque muchos acabados blancos nacieron sólo para recordárnoslo, por ejemplo, las salsas machas que, si bien no son malas, se inventaron por falta de tomates, de su azúcar, de los jugos de estos redondos y bellos frutos.

Los tomates como los soles, como sus amaneceres, sus mañanas de almuerzos y placeres. ¿Cómo salir del estado zombi sin un chilpachole, retomar crudos la alegría sin su “Vuelve a la vida”, reanimarse de un reventón sin un enorme coctel de camarón? Y ahí siempre el tomate. Tomates en rodajas o en cubitos, tomates crudos, asados o hervidos, tomates triturados, deshidratados o enlatados, tomates en salsas, chutneys o mermeladas. Purés de tomate, pasta de tomates, concentrado de tomates, tomates a mordidas con su sal de mar, chorritos de aceite o de vinagre, pero siempre sobre la mesa nuestros leales amigos los tomates.

Tomates ayer, hoy y mañana, porque al parecer son el aliño fundamental no sólo para dar sabor sino para sanar. Los tomates “tecnicolor” son los enemigos naturales contra el cáncer, incluyendo el de próstata, el de colon y el del cuello uterino. Por su licopeno, los jitomates “policromáticos” son un potente antioxidante que previene enfermedades degenerativas y cardiovasculares, además de la demencia y el envejecimiento. Gracias a su vitamina C, consumir tomates de un “rojo detonante” reduce el colesterol en la sangre, aumenta las defensas y combate las infecciones, protege el hígado y el intestino. Éstos y muchos más beneficios nos acarrea el comer tomates de cualquier tipo, como si no fueran suficientes su sabor y semblante.

En fin que, tanto para los que les llamen pomo d’oro (o “manzana de oro”), como para los que aún les dicen tomatl o xictomatl (que viene de la suma de xictli, que en náhuatl significa ‘ombligo’, de tomahuac, que quiere decir ‘cosa gorda’, y de atl: ‘agua’; es decir, algo así como “ombligo de agua gorda”), e incluso para los que lo pronuncien como “tomeito” o “tomato” (como en aquella canción de George e Ira Gershwin de 1937), este fruto lleno de vida y del color de la sangre misma que hallamos a la mano en cualquier mercado y con todas las maduraciones, costos y tamaños, es realmente un poema con el que fuimos bendecidos, un alimento realmente mágico.

Que haya tomates, pues, por todos los lares. Porque nos sientan bien, nos asientan la panza y la cabeza nuestros queridos tomates, somos absolutamente felices tomateándonos. ¿Qué mayor ternura culinaria podría hacer un pueblo a uno de sus elementos más importantes que la de hacer un salero con forma de tomate? ¿Habrá un mejor homenaje? Ése quizá sea el monumento más grande, la condecoración más hermosa que se le ha hecho al tomate. Bien merecido. Porque vaya que se ha jugado el pellejo de lo lindo. Porque no hay que olvidar su enorme función, queridos amigos, ahí en el centro de nuestra mesa, como fondo o protagonista, brillando con su labor por todo lo alto o bien sigilosamente, de manera discreta. Reconozcámoslo, siempre ahí, siempre fiel, nuestro amigo el tomate es absolutamente fundamental para la comida mexicana, la europea, la americana, vamos, hasta para la comida chatarra, porque, ¿qué sería de una hamburguesa sin cátsup, una pizza o un espagueti sin salsa? Nada de nada. Reconozcámoslo, siempre ahí, siempre fiel a nuestro corazón, que quizá sea rojo por tanto tomate querido y comido en nuestra vida. De todas las maneras posibles. Tomate dulce, tomate de pulpa fresca en tremenda explosión, eureka. Tomate matón. Tomate ácido bañado en vinagre, tomate con pimienta, orégano, albahaca y ajedrea, tomate en tacos con sus primos los aguacates. Delirantes jitomates grandotes y bien marcados, pulcros tomates firmes como cuerpos de gimnasio, pelotas playeras o narices de payaso, planetas rojos suspendidos en el espacio. Los tomates Campbell’s de Warhol, los tomates entre los que muere “El padrino”, Marlon Brando, los tomatitos en los anuncios de Del Fuerte, que vivieron tan contentitos hasta que llegó el verdugo a hacerlos jugo. Es más: deberíamos exigir a los presidentes de todos los pueblos que instauraran una “Tomatina” como se hace en Buñol, Valencia: ¡veinte mil personas que se lanzan ciento cincuenta toneladas de tomate! Cañonazos de jitomates, maquillaje de tomate, ríos y albercas y toboganes de tomate. Imaginemos, queridos amigos, convertirnos al fin en una salsa roja de tomate: caminar como un tomate con la mano en la cintura por un pueblo entero hecho de tomate, en santa paz, tomatísimamente, y celebrar así la cultura sobre el planeta, la cultura de la comida sobre la Tierra, en un ritual de color y magia absolutamente reconstituyente, rebosante de energía. ¿Lo imaginan? Un mundo color de rojo pero no de cruces, no por derramamientos de sangre, no por bombazos de ejércitos enfermos, sino como un símbolo de lo que religa la cocina: el amor entre los hombres.

Paremos entonces los discursos e imaginemos, de pronto ahí, con su hambre descomunal, a todo lo que da, cuando llega a su mesa un comensal. Sabe que tiene hambre pero no sabe exactamente de qué, se le antoja algo pero no sabe lo que es, hasta que llega ese guiso hirviente, ese plato humeante con su salsa espesa de jitomate. Vedlo ahí rebañar su carne, rellenar una y otra vez su pan o sus tortillas, chorrear y volver a hacerlo, con toda la alegría, su cascada colorada, su fuente revoloteante de jitomate. Es feliz, profundamente, y por ello se atreve a negar el babero, no le importa mancharse la camisa o el traje, cometer un atroz salpicadero de jitomate. Ver cómo él o ella se hunde ahí, se pinta del color de los atardeceres, de los rojos que abren y cierran los cielos de todos los días. El mismo rojo de los labios pintados, de los peces en sus oasis paradisíacos, de los gallos con sus crestas por todo lo alto. Vamos, el color del rubor, del furor, el color de las franelas, ponchos y gabardinas de los más hermosos, románticos y suicidas, el de las capas de los más valientes para vivir la vida. Miradlo ahí: el color del corazón en una sopa, en un arroz, el color del amor y de las rosas: es el jitomate, símbolo del amor de una familia cuando se sienta a la mesa. EP

 

Antonio Calera-Grobet es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.

 

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