ATRACTORES EXTRAÑOS: El viaje de Petrarca
Se ha repetido hasta el cansancio, quizá como una triste ironía, aquella frase de Borges de que la historia universal no es más que la reiteración de unas cuantas metáforas. Borges mismo no se cansó de repetirla y de ensayar variaciones, de buscar aquí y allá, en los más diversos autores y literaturas, a los precursores de esa idea. La sentencia, quién sabe si descabellada o ella misma metafórica o simplemente imposible de demostrar, es, sin embargo, un desafío que siempre me ha inquietado, llevándome a aguzar la mirada incluso frente a las metáforas más desternillantes o más anodinas que me ha tocado en suerte escuchar, no tanto con la esperanza de rebatirla o de encontrarle excepciones, sino con la más elemental de determinar cuáles serían esas metáforas y, ya entrados en materia, a cuántas se reducirían.
Desde la primera vez que leí a Petrarca (en una época lejana en que ciertas cuitas de amor —ahora risibles— me llevaron a buscar en los libros a los precursores de mis emociones), me llamó la atención que más allá de los tópicos sobre la pasión amorosa y la ascensión espiritual, la idea del viaje ocupara un lugar central en sus escritos. Descubrí, no sin cierta perplejidad, que incluso esos tópicos célebres eran tratados, a su vez, conceptual y poéticamente, en función de la metáfora del viaje.
Quizá porque el viaje es una situación vital que todos enfrentamos al menos en alguna ocasión —así sea como posibilidad siempre pospuesta y anhelada—, o quizá porque la mente encuentra asociaciones más vívidas y duraderas en las situaciones dinámicas, a las que puede dividir en etapas para hacerlas asibles, mientras leía “La subida al monte ventoso” de Petrarca advertí que el viaje debía constituir una de las metáforas fundamentales que están en la base de la imaginación humana, al menos una de esas “cuantas” a la que hace referencia la frase de Borges.
La metáfora del viaje en Petrarca adopta un sinfín de formas y variaciones, algunas incluso discordantes, y no es mi intención abarcarlas todas ni hacer un recuento general de ellas. Pero si alguien se tomara el trabajo de rastrear en los escritos de Petrarca la evolución de la idea del viaje como tema y como impulso retórico, esa línea seguramente comenzaría con una primera etapa en la que el motor del viaje es el deseo, la inquietud amorosa que lo hace atravesar bosques y escalar montañas henchido de entusiasmo y bien dispuesto, y en donde la temperatura anímica es la terquedad, la imprudencia y aun la locura que implica el deseo, incluso bajo la forma del sacrificio ciego. Copio del Cancionero:
Tan loco y tan perdido está el deseo
por perseguir a aquella que se escapa,
y de lazos de Amor ligera y suelta
vuela delante de mis lentos pasos (VI)
Entre bosques inhóspitos, salvajes,
donde van con gran riesgo hombres [armados,
yo voy seguro, porque no me asusta
mas que el sol que de amor tiene sus [rayos;
y voy cantando (¡oh locos pensamientos!)
a quien el cielo no podrá alejarme,
que en los ojos la tengo, y veo con ella
doncellas donde están hayas y abetos. (CLXXVI)
El signo general de esta primera etapa sería el anhelo y la insatisfacción que subyace al peregrinaje y la búsqueda, en especial cuando es de tipo amoroso; un peregrinaje en el que están presentes la avidez por la novedad y la aventura, pero también ese descontento si se quiere jovial que pone en movimiento la rueda de la mudanza, y que le impide quedarse quieto en un solo lugar, siempre ardiente y siempre con pensamientos ardorosos.
Una segunda etapa, dominada por la experiencia a la vez deportiva y espiritual del ascenso al Monte Ventoso, la constituiría la concepción del viaje como excursión a sitios que hoy llamaríamos extremos, lejos del contacto con los hombres, donde el poeta buscaría encontrarse ya no con la amada o con la gloria, ya no con Laura o con la corona de laurel, sino consigo mismo. El viaje como alegoría de la vida interior, e incluso el símil de la escalada de un monte con la conquista de territorios espirituales por mucho tiempo anhelados y que se antojaban inaccesibles, reaparecen una y otra vez en sus escritos, a veces con plena conciencia y a veces con cierto énfasis machacón acaso involuntario. Se trata de una etapa de introspección y recogimiento, pero también de autopunición y sarcasmo, que aparta y condena en un gesto de hastío a todos los hombres, incluido al propio Petrarca, a ese Petrarca que hasta ahora ha creído neciamente “alcanzar las alturas descendiendo”, y ha dado rienda suelta a sus apetitos, y se ha extraviado en los espesos bosques de “la inmundicia terrenal”. Aun cuando lo presenta como un capricho del azar, no parece casualidad que justamente a la mitad de su experiencia alpinista Petrarca lea un fragmento de Las confesiones de san Agustín, y que este fragmento sea ni más ni menos el siguiente: “Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos”.
El signo de esta segunda etapa sería el desasosiego de quien aborrece la propia inconstancia y disipación, y se lamenta y hace penitencia como un eremita; de quien ha comprendido que la travesía de la vida espiritual es en última instancia solitaria, además de escabrosa, y se aparta en consecuencia de los demás mortales.
La vida solitaria busqué siempre
(lo saben las orillas y los bosques)
para huir de la gente torpe y necia,
que el camino del cielo ha equivocado (CCIX)
El viaje como hazaña interior también supone una buena dosis de insatisfacción, pero esta vez no dirigida hacia un objeto externo de deseo, ni expresada con ansias irrefrenables. Es más bien la insatisfacción de quien no ha sabido elevarse por encima de sí mismo, de quien no ha logrado ver desde las cimas de la serenidad y la amplitud de horizontes, lo fútil y atropellado de sus anhelos. La insatisfacción que impulsa y da lugar a esta modalidad del viaje cabría considerarla entonces como una meta-insatisfacción —o una insatisfacción reflexiva—, desde la cual el movimiento perpetuo y la fluctuación de las emociones que caracterizaban una vida propensa a la aventura y siempre errante es motivo de pesar, pero también de una renovada confianza en las propias potencialidades: a la vez el látigo y la rienda de un viaje intransferible y sin duda borrascoso al interior de uno mismo.
Una tercera etapa estaría conformada ya no tanto por el ansia amorosa o la autocondena en el plano espiritual, sino por cierto desengaño al final del trayecto, cuando sintiéndose cansado se detiene a contemplar lo duro que ha sido el camino (CLXIII) y descree de tanta sed de mudanza y tanto afán, así como de la inestabilidad de pensamiento que distingue el alma del viajero. Por supuesto buena parte del malestar y del sufrimiento en las postrimerías del viaje tiene que ver con el duelo amoroso, con la pérdida del ideal, que vacía de sentido a aquellas excursiones campestres en las que en cada rama y en cada piedra creía reconocer a su amada; pero Petrarca logra que esos acordes de dolor suenen más profundos por el sonido grave del desencanto, un desencanto ya no sólo meditabundo y misantrópico, que busca la huida solitaria; esta vez se trata de un desencanto agudo ante la concepción misma de la vida como un viaje y que, en sentido contrario a su habitual impulso peregrino y a su talante vagaroso, pide detención y freno.
¡Oh ansioso pensamiento, oh pasos [vanos!
oh memoria tenaz, oh fiero fuego,
oh potente deseo, oh débil pecho […]
¡Oh amorosas y gentiles almas,
si existís, y vosotras sombra y polvo,
deteneos a ver cómo es mi daño! (CLXI)
Como si la insatisfacción se hubiera vuelto de nueva cuenta contra sí misma, con fuerza redoblada, y ahora le repugnara su inclinación por la huida y el peregrinaje, Petrarca sigue cantando a los valles desolados y los montes, pero su canto es ya amargo y hosco, dominado por el desasimiento. Esos parajes a la intemperie que antes le fueron tan caros y significativos, hoy son escenarios huecos en los que se detiene a contemplar lo adverso de su suerte; en ellos su ánimo casi siempre inquieto y anhelante ya no encuentra ecos y resonancias.
Solía de la fuente de mi vida
alejarme, y buscar tierras y mares,
persiguiendo mi estrella, no el deseo;
y de Amor ayudado, siempre anduve,
por los duros exilios que él veía,
viviendo de recuerdos y esperanzas […]
así, faltando a mi cansada vida
el querido manjar que fue mordido
por quien desnuda al mundo y me [entristece,
lo dulce amargo, y el placer molesto
continuo se me vuelven, y la senda
tan breve no cubrir espero y temo.
O niebla o polvo al viento,
huyo por no ser más un vagabundo,
y sea así, si es éste mi destino. (CCCXXXI)
Los últimos versos de este fragmento del Cancionero no sólo son hermosos en su paradójica desesperación, sino que parecieran cerrar un ciclo. Petrarca, el poeta laureado que hizo de su vida una forma de la errancia, el eterno insatisfecho que no aceptaba para sí la vida sedentaria y se hacía llamar Peregrinus ubique, aquel que “se ha propuesto conducir su vida / sobre falaces ondas y entre escollos”, se enfrenta al callejón sin salida de querer huir de su constante huida. El viaje muestra entonces su perfil terrible. Si hasta en la mudanza habremos de encontrar monotonía y hastío, ¿cómo escapar de ese acto vital que ya en sí mismo era un escapismo? ¿Adónde huye el que está cansado de huir?
Petrarca atisba que ha fatigado los montes y llanuras a causa de la insatisfacción, impulsado o aguijoneado por un ideal, pero que al mismo tiempo no ha dejado atrás esa insatisfacción, no ha podido perderla en el camino con sus pies afiebrados y su deseo vigoroso, pues descubre que las huellas del perseguidor coinciden con las del que huye, descubre que tal vez esa insatisfacción no sea sino otro de sus nombres propios.
Ahora que termino de escribir estos breves apuntes advierto que, sin proponérmelo, me he valido también de una retórica del viaje, trazando una línea que empieza por la errancia y la curiosidad y culmina en el hastío y el cansancio, y que atraviesa, como en todo viaje, distintas etapas. Mi estrategia podría parecer así un tanto mañosa, pero a mi favor diré que quizá concebimos la argumentación precisamante así, como un desplazamiento no sólo lógico, sino también espacial, en el que constantemente nos preguntamos a dónde queremos llegar, y enfrentamos obstáculos, y en ocasiones hay que desandar el camino, pues no parece que nos conduzca a nuestra meta. Después de todo, la historia universal, como gustaba de repetir Borges, es la reiteración de unas cuantas metáforas. EP
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Luigi Amara es poeta, ensayista y editor. Desde 2005 forma parte de la cooperativa Tumbona Ediciones. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1998, el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2006 y el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su obra más reciente es Nu)n(ca (Sexto Piso, 2015).