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Prohibido asomarse: Crónica de viaje 

Bruce Swansey | 01.05.2018
Prohibido asomarse: Crónica de viaje 

La única manera de conocer una ciudad es abandonarse a la deriva. Y en Ámsterdam basta descender cuatro pisos para emprender un paseo que no terminará en el Rijksmuseum para admirar los retratos de boda tamaño natural que Rembrandt pintara de Marten Soolmans y Oopjen Coppit, cuya fortuna principesca los haría hoy protagonistas de la revista ¡Hola!

Hoy, en cambio, toca el turno de disfrutar esta avenida en la colonia Condesa, aunque al cruzarla las bicicletas recuerden calles que corren paralelas a los canales, ya que los ciclistas pasan a toda velocidad. Una vez en el camellón todo es distinto. Los árboles trazan un túnel vegetal y las plantas sembradas a los lados, donde antes hubiera césped, crean una tupida celosía. Para distinguir lo que está detrás de la vereda exuberante es necesario detenerse, entornar los ojos y espiar las fachadas, muchas de 1928. Son casas y edificios que en su momento fueron el último alarido de la moda arquitectónica y que marcan el primer arranque con pretensiones urbanas que soñó la capital. El óvalo donde fueron acomodados facilita un contexto coherente con la arquitectura, proporcionado a su escala y que ofrece un modelo de ciudad que se distingue por ofrecer a las clases medias la experiencia de un jardín inmediatamente accesible. A eso responde el máximo lujo del espacio: su “inutilidad” recreativa. Lo confirman las pequeñas glorietas en cuyo centro se alzan palmeras, mientras que otras tienen fuentes porque un paraíso no estaría completo sin el murmullo del agua. El parque es el radio vegetal del que parten las calles hacia un segundo anillo arbolado y —en su momento— silencioso. La estatua de una mujer indígena desnuda le sirve de centro, una representación de la Patria abundosa y del orgullo por las raíces de la nación. Detrás de la fuente sobre la que se alza la mujer se abre un círculo flanqueado por una veranda sobre la que crecen desordenadas las buganvilias. Hay confianza para sentarse a leer un libro, y también la hay en el destino. Hay un proyecto nacional que se refleja en la educación, en la incipiente industrialización (siempre fallida), en la continuación de una ciudad capital que abraza la modernidad, en la justicia del reparto agrario, en la voluntad de llevar adelante un proyecto inclusivo.

Las casas que flanquean el parque anuncian una modernidad que no separa el estilo de la función. Suelen ser cómodas y bien proporcionadas. Los materiales de los que están hechas confirman su voluntad de durar. Aparentemente pequeñas por sus fachadas seductoras pero discretas, son espaciosas y contienen más habitaciones de las que se acostumbra en nuestra época, amante de los planos abiertos. Una retícula interna distingue claramente el propósito de cada habitación, privilegiando la vida social sobre la privada, en general confinada al piso superior y por comparación modesta. Las habitaciones son funcionales pero espartanas, y los armarios reducidos. Un solo baño es el promedio.

Los edificios, en cambio, con pesadas puertas de caoba, hierro forjado y cristales, se alzan como acantilados, fragmentados por detalles ornamentales que les confieren cualidad escultórica. Erizados, neogóticos, riscos que desafían el cielo, afirman algo primordial: la esperanza. Su despliegue anuncia un futuro promisorio y por esta confianza se permite una idea del lujo que se ha independizado de París y de Madrid —cuya influencia define el déjà vu de una clase social jubilada.

En los tiempos de la esperanza el parque se destinaba primordialmente a la niñez. Desde 1928 las cosas han cambiado radicalmente y hoy esa presencia infantil ha sido reemplazada por los perros que, al igual que las criaturas de antes, van custodiados por “nanas” que, como sus predecesoras, tienen cierta experiencia en el arte de la domesticación. Presa de un ataque de entusiasmo, la gente compra una mascota (los bulldogs están muy en boga), y luego le paga al entrenador para que saque a Ortega y Gasset a caminar y a “socializar” —así se dice—. Los perros permanecen echados como esfinges o sentados a la espera de una recompensa, agarrotados como si estuvieran de visita. Se cuenta que una anciana, desesperada al ver cada día el parque arrasado y cubierto de mierda canina decidió exterminar a los odiosos chuchos, cuando en realidad tendría que haber procedido con sus dueños.

La utópica ciudad-jardín no ha permanecido intocable. Más adelante todo lo que sobrevive de un edificio es la cochera. Simultáneamente aparecen dos imágenes: la de la casa original, donde la familia montaba un nacimiento espectacular, y la del edificio que la sustituyó, hoy reducido a escombros. Da vértigo pensar en todo ese tiempo anulado en unos minutos.

En otra esquina, un edificio está a punto de desplomarse, como quien agita los brazos circularmente para no caer. Allí hubo fiestas que destellaban, las ventanas abiertas al parque. Los brillos imaginarios se apagan sobre las ventanas ciegas.

Los restaurantes siguen llenándose y durante el día los cafés están abarrotados de personas, pero algunas de ellas sólo están de visita en la colonia. Gravitan en torno de una ciudad a la que acaso no den mayor valor que el de la moda. Desde que el “Bul Mich” (avenida Michoacán) fuera inventado, la Condesa es el sitio al cual acudir aunque haya cuadras acordonadas que alertan sobre el riesgo de que se desprendan pedazos de las construcciones dañadas. Al ver tres edificios de la misma época recostados uno sobre el otro da la tentación de condenar la arquitectura funcionalista que desde fines de los cincuenta hasta una década después demolió joyas que habrían resistido mejor la prueba del tiempo —y de los terremotos—. Las grutas art déco fueron sustituidas por lobbies marmoleados y niquelados y por enormes palomares para las cartas. Lo que llama la atención es que esos edificios fueron construidos después del temblor de 1957. Muchos de sus predecesores —excepto el Edificio Basurto, que fue muy afectado por el terremoto y el “terremato” o réplica del 85— siguen en pie.

La elipse del paseo corresponde al tiempo.

El circuito invita a continuar caminando hasta llegar a donde una fachada protegida se sostiene como escenografía. Detrás del portón brilla la luz desnuda y algunos escombros de lo que fueron los cuartos de servicio. Lo demás es polvo. Pero encima subsiste el ventanal rematado por el tejado que albergaba la enorme jaula de la cotorra que dormitaba en el sosiego de la terraza. Se dice que había sido un manicomio privado. Detrás de la fachada se erigirá un edificio elegante de departamentos con acabados de concreto pulido, de alguna forma derivados de la estética de algunos edificios de Teodoro González de León que ya completan en el redondel de la avenida la muestra de la arquitectura mexicana del siglo xx.

La elipse del paseo que sigue el trazo del hipódromo se muerde la cola. Hay, sin embargo, notables diferencias. Allí, donde hoy hay una chocolatería con cacao cien por ciento ecuatoriano, antes hubo una tintorería que expelía pequeñas nubes de humo hacia los pies de los paseantes. Donde había banqueta ahora hay restaurantes que despliegan mesas y sillas y comensales. Alguno de ellos, envalentonado por los tragos, reacciona heroicamente ante un criminal y, como en las series de televisión, saca la fusca y dispara, primero al estómago de una cliente que se disponía a saborear la pasta al dente bañada en crema de trufas, y luego al asaltante.

La voluntad estética del proyecto no está separada de una propuesta ética. La estatua art déco de la indígena que alza su desnudez frontal sobre el estanque de una fuente es audaz. Afirma una rotundidad con aspiraciones. Es una imagen nutricia que promete que a nadie le faltará lo esencial. Es la patria ubérrima, aunque el país que representa tampoco cumplió sus promesas. A medida que la historia avanzaba fue despojando de ilusiones a los distintos gobiernos, hasta empequeñecerlos revelando toda su ineptitud. Desde 1928 la investidura del señor presidente se volvió pintoresca y recientemente caricaturesca, como el disfraz que antes de desinflarse ya le quedara enorme a su portador.

Pero al atardecer el paseo refleja otro país. Las bancas cubiertas por tejados de dos aguas, los postes que simulan troncos, una fantasía que invita a los paseantes a dejarse llevar, acaso a soñar. Creer que alguna vez hubo un proyecto de nación sugiere una frontera entre el siglo pasado y la época menguada que hoy se vive, como si todo tiempo pasado fuera mejor. Lo es sólo en virtud de las trampas de la memoria. El país no ha cambiado y la avenida Ámsterdam lo refleja: sus creadores aspiraron a construir una nación y lo único que pudieron hacer fue construir una colonia. EP

 

 

 

 

Bruce Swansey cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín con una investigación sobre Valle-Inclán. Su publicación más reciente se titula Edificio La Princesa (UNAM, 2014).

 

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