El asedio del Viejo Continente
La Unión Europea está siendo presionada por un creciente flujo inmigratorio que, una vez selladas a cal y canto las fronteras terrestres, trata de alcanzar por mar la costa mediterránea. La gran desbandada que acude al reclamo del bienestar europeo huye de los numerosos puntos calientes que llamean en las proximidades: la guerra civil siria y el conflicto desencadenado por el Estado Islámico en Iraq, así como las diversas confrontaciones africanas, incluida la fractura de Libia, generan grandes movimientos migratorios de millones de personas que huyen de la miseria y de la muerte, y que están dispuestas a todo para conseguir una oportunidad de empezar de nuevo en algún país europeo. Este estado de necesidad está siendo aprovechado por las mafias, que organizan viajes a menudo suicidas y obtienen beneficios astronómicos. Muchas personas perecen en el intento de cruzar el Mediterráneo en medios precarios: en 2014, según la Agencia de la onu para los Refugiados, al menos 3 mil 419 migrantes perdieron la vida al intentar el paso por mar a Europa. Las entradas irregulares provenientes de esa zona se triplicaron con creces en 2014 con respecto a 2013, según datos de la Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores (Frontex, por sus siglas en francés), hasta superar las 170 mil.
La respuesta europea al problema no puede ser más hosca: ha habido gran resistencia, sobre todo por parte de los países ricos del norte de Europa, a considerar la inmigración como un asunto comunitario, y el control de los flujos, que se ejerció en el Mediterráneo a través de la Operación Mare Nostrum, organizada por Italia tras un terrible naufragio cerca de la isla de Lampedusa en octubre de 2013 y que se encargaba del rescate y salvamento de los náufragos, está ahora a cargo de la Operación Tritón, la cual está organizada por Frontex, tiene un presupuesto mucho menor, solamente opera en la franja de las 30 millas contiguas a la costa europea y no tiene entre sus objetivos el rescate de náufragos. La cicatería en este caso es ideológica: se piensa que la atención a los infortunados viajeros produciría un inconveniente “efecto llamada” que atraería a más inmigrantes.
El pasado 19 de abril ocurrió la mayor tragedia registrada: se hundió un barco procedente de Libia con más de 800 inmigrantes a bordo; la Guardia Costera italiana consiguió salvar a 27 personas, que fueron desembarcadas en el puerto de Catania y refirieron la gran mortandad que acababa de producirse. Aquel drama conmocionó a la opinión pública europea, y el 23 de abril se celebró una cumbre comunitaria en Bruselas para intentar acallar las críticas. Hubo gran estruendo pero la montaña parió apenas un minúsculo ratón: se ha triplicado el presupuesto de vigilancia —“el dinero no debería ser un problema en esto”, dijo Merkel— y se han tomado medidas para mantener la presión lejos de Europa: Bruselas ofrecerá más recursos a países como Túnez, Sudán o Egipto para que controlen mejor sus fronteras y eviten que los inmigrantes accedan a los puertos del Mediterráneo. Sin embargo, no aumentarán los cupos de inmigrantes legales admitidos por la ue, que eran 5 mil en el proyecto de resolución presentado a la cumbre y que, tras no prosperar la propuesta de llegar a 10 mil, han quedado sin cambio.
Es bien evidente que Europa, convertida en fortaleza inexpugnable, tan solo está preocupada por evitar la contaminación exterior, las riadas de inmigrantes que pretenden acceder a ella para resolver su porvenir, entre las que puede deslizarse algún terrorista. Pero es este un empeño imposible porque el estado de necesidad de los desesperados que no tienen adonde ir abate todos los obstáculos, de forma que el problema solo desaparecerá cuando cesen los conflictos que provocan las diásporas. En consecuencia, la potencia europea debe abrirse al exterior, encabezar las acciones de la comunidad internacional que resuelvan o al menos encaucen las confrontaciones enquistadas en sus cercanías —la de Oriente Medio entre árabes y judíos, madre de todos los conflictos; las provocadas por el radicalismo islamista en Siria, Iraq, Libia, Argelia, Sudán, Nigeria, Mali…— y aquietar por este medio las tensiones demográficas que surgen de semejantes crisis. La administradora del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Helen Clark, ha alertado recientemente que este año emigrarán de Siria por causa de la guerra civil unos 800 mil ciudadanos más, que se sumarán a los 3 millones y medio de personas que ya han huido del país… De ellos, solo el 2% —unos 70 mil— han encontrado acomodo en la Unión Europea, que ha hecho oídos sordos a la petición de que acoja al menos el 5 por ciento.
En definitiva, el drama de la inmigración no se gestiona administrando los flujos —combatiendo a las mafias, salvando a los náufragos— sino actuando en el origen, atacando las causas, resolviendo los problemas que generan la diáspora; algo que Europa no se decide a abordar.
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Antonio Papell, periodista y analista político español, es autor de El futuro de la socialdemocracia (Akal, Madrid, 2012).