Correo de Europa: Declive de la socialdemocracia
La socialdemocracia europea, que reconstruyó el Viejo Continente tras la Segunda Guerra Mundial y, con su Estado de bienestar, fue frontera ideológica contra el expansivo comunismo que presionaba desde el Este, no ha levantado cabeza desde la emergencia del neoliberalismo anglosajón (Thatcher, Reagan), que años después ha gestionado con pulso dudoso y un resultado decepcionante el proceso de globalización, a caballo de las nuevas tecnologías.
La crisis económica de 2009 ha supuesto asimismo una nueva frustración para la centroizquierda, toda vez que Merkel, al frente de los conservadores europeos, ha impuesto sus políticas de austeridad, frente a un Obama que, en el otro hemisferio, salía mejor y más rápidamente de la crisis mediante políticas expansivas de corte claramente keynesiano. Pese a la gran reacción social que encontró la dura consolidación fiscal en los países europeos más dañados por la crisis, la derecha le ganó a la socialdemocracia en las elecciones al Parlamento Europeo de 2014 (213 escaños lograron los conservadores, frente a los 184 de los socialistas).
Pero el hecho reciente más deprimente para la izquierda moderada europea ha sido la gran coalición del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD, por sus siglas en alemán) con la mayoría conservadora en Alemania, que ha tenido graves repercusiones sobre la gobernanza europea, por ejemplo, el caso de la crisis griega.
Timothy Garton Ash, politólogo de Oxford, se lamentaba recientemente de que en la gran Alemania hubiera poco debate interno, necesario a su juicio para orientar el errático liderazgo que ejerce este país sobre la Europa unida. Según este autor, el consenso, muy valorado en Alemania, hizo posibles las grandes reformas socioeconómicas de principios del 2000 que permitieron al país sacar todo el provecho de la integración continental, pero se echa en falta más discusión creativa sobre el papel de Alemania en Europa, que ha quedado en entredicho a raíz del problema griego: la figura de Schäuble, reducida a caricatura, pasará —quizá injustamente— a la historia por su dureza frente al país excéntrico que ha sido condenado a gravísimos sacrificios para ser aceptado en el selecto club de ricos que encabeza Alemania. Ante tal presión, tuvo incluso que influir Merkel para evitar que el país heleno tuviera que pasar varios años a extramuros de la eurozona.
La realidad es probablemente menos esquemática y más compleja porque, como recuerda Garton Ash, Schäuble no es un energúmeno: su dilatado papel en política, que incluyó la negociación de la unificación alemana junto al canciller Kohl y que estuvo a punto de frustrarse por un atentado que lo dejó en silla de ruedas, acredita su europeísmo y su altura intelectual. Pero ello no impide reconocer que el tratamiento público, diplomático, que Berlín ha deparado a Atenas constituye un error abultado que puede haber dificultado políticamente la construcción europea por varios años porque las opiniones públicas, sobre todo las del sur, han salido heridas de la aventura.
En el proceso de negociación —o de diktat— ha faltado, en efecto, toda la gama de matices. Schäuble se ha pronunciado con una ofensiva e inconveniente rotundidad frente a Atenas. Pero el problema no ha estribado en el silencio expectante de los intelectuales que denuncia Garton Ash, sino en la existencia de la “gran coalición”, que es una fórmula inconveniente y peligrosa para gestionar la democracia.
Como se sabe, en las elecciones alemanas de 2011, la coalición CSU-CDU obtuvo 311 escaños de un parlamento de 631 asientos, es decir, casi la mayoría absoluta. En estas circunstancias, el pacto de esta mayoría con los socialdemócratas del SPD, segunda fuerza con 193 escaños, desnaturalizaba el parlamento puesto que reducía la oposición a dos pequeños partidos, Die Linke (La Izquierda) y Los Verdes, con 64 y 63 escaños respectivamente.
En el caso del rescate griego, lo que se ha echado en falta en Alemania ha sido un debate entre la sensibilidad conservadora, mayoritaria, y la sensibilidad del centroizquierda representado por el SPD, que debió haberse alineado con Hollande y no con Merkel. En nuestros viejos países, es muy importante mantener viva la llama de la democracia plural, y ello requiere que la sociedad asista a un constante debate parlamentario entre el poder y la oposición, y se percate además de que los problemas tienen siempre más de una solución.
La voz tonante de Schäuble como único ariete alemán en la cuestión griega, sin el contrapunto de la gran oposición (Die Linke y Los Verdes han hecho lo que han podido desde su exigua representación), ha sonado monocorde, imperiosa, autoritaria. Ha dado miedo, digámoslo claro. Y Alemania no puede ser el gendarme de Europa: sus grandes partidos deben encabezar los grupos parlamentarios de la Eurocámara, que son los encargados de escenificar y fecundar el gran debate europeo. Si así no se hace, repuntarán los nacionalismos y podríamos abocarnos al peor escenario, el de reescribir la historia en lugar de huir de ella por haber aprendido sus enseñanzas.
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Antonio Papell, periodista y analista político español, es autor de El futuro de la socialdemocracia (Akal, Madrid, 2012) <@Apapell>.