#TELÉGRAFODETIGRE: El error, tarde o temprano, ocurrirá
#TELÉGRAFODETIGRE es el blog de Raciel Quirino
Me da miedo volar en avión. Cuando me veo obligado a hacerlo, mi sufrimiento comienza días antes. Me aquejan pensamientos de este tipo: viajar en tal aerolínea es mejor que en tal otra; los aviones parecen más recientes, sus pasajes son más caros, seguro esas naves no se caen; si me puedo ir en carretera, mejor, aunque me haga un día de camino, no hay bronca; cómo entiendo a Lars von Trier y al buenazo de Dennis Bergkamp —tal era el miedo a volar del futbolista holandés, que especificaba en su contrato que no intentaran convencerlo de subirse a un avión—; jamás me subiré en un Viva Aerobus; no sé qué piensa López Obrador al viajar en esa aerolínea, ¿que a los próceres no les ocurre nada?; ya hubo un accidente últimamente, las probabilidades de que vuelva a ocurrir otro y que me toque a mí se reducen enormemente; pero quién dice que no puede haber un error humano, una tuerca mal puesta, una distracción, una corriente mal tomada, nadie me lo asegura. Me da mala espina el hecho de que mi número de asiento sea par o sea non, de pronto la gente a mi alrededor comienza a hablar de aviones que se van a pique y en la televisión me encuentro con películas del tipo Destino final que me ponen los pelos de punta.
Qué decir de la noche previa al vuelo, esa noche larga e insomne donde no para de revolverse el estómago, en la que imagino todas las catástrofes del mundo y tragedias famosas comienzan a desfilar obsesivamente a pesar de que hago lo posible por distraerme: ¿Qué habrá sentido Jorge Ibargüengoitia en le momento en que todo se hacía pedazos en el aeropuerto de Barajas? ¿Qué llevó a Ronnie Van Zant, vocalista de Lynyrd Skynyrd, a afirmar que no llegaría a los 30 años? Y, efectivamente, como si se tratara de un asunto diabólico, previó su muerte: en 1977 junto con otros tres integrantes de la banda murió en un avionazo. No hay remedio: tafiles y whiskies, porque de otro modo me quedo en tierra y háganle como quieran.
En el momento del despegue —esos segundos críticos que, junto con los del aterrizaje, se consideran los más peligrosos de todo vuelo— me petrifico tensando los músculos, aferrado a mi asiento con todos mis poros, estrujándole el brazo a mi esposa con desesperación contenida —contenida, sí, ya que aun en esos momentos me queda lucidez para guardar la compostura y no parecer un desquiciado—. Es en el despegue cuando cae de golpe la aterradora certeza de que algo inevitable está sucediendo y no hay marcha atrás, y esa incómoda sensación en el estómago, similar a la que se siente en la montaña rusa, me deja todo el cuerpo tembloroso. Ya no hay forma de arrepentirse, el avión no puede volver. Quizá ese hecho sea una de las cosas más aterradoras de volar: no puedes pedir que se detenga el avión para bajarte, hay que aguantar hasta el final. En eso es tan noble el camión: puedes gritar y ya está, el chofer se orillará y detendrá para ver que pasa. El avión, como el corazón, si se detiene, muere.
Ya en el aire me dedico a mantener el entumecimiento de las pastillas ingiriendo más whisky, esperando que aminore el malestar que me provoca que me toque pasillo o ventanilla, que haya niños llorando o el que mi vecina se haya persignado antes de despegar. Borracho hago como que veo películas o escucho música, pero sólo estoy pensando en cada turbulencia, esperándola, midiendo sus efectos en los rostros de las aeromozas y de los pasajeros que parecen mas experimentados, imaginando esas benditas bolsa de aire, la sacudida del avión en el vacío, y evitando pisar el suelo porque tengo la idea de que mi peso es suficiente para que la nave pierda altura. Tarde o temprano me hago consciente del ruido incesante de las turbinas y como un flechazo envenenado cruza el pensamiento de que los motores pueden apagarse en cualquier momento, que no hay nada en realidad que garantice que de un momento a otro no dejen de funcionar o estallen en llamas.
“Estar a punto del error es una condición del miedo”, escribió Anne Carson, en su poema “Ensayo sobre las cosas en las que más pienso”. Las máquinas y los seres humanos, la vida entera está a punto del error. Cierto, pero no puedo dejarme llevar por esta clase de pensamientos, entregarme a la falta de perspectiva que pueden entrañar en una mente como la mía, porque de otro modo no saldría de mi cama y hasta en mi cama podría llegar a pensar: ¿quién me asegura que mi corazón no dejará de latir en cualquier momento, que no sufrirá un fallo, alguna válvula tapada de pronto? Cuántas veces no nos dejamos llevar por nuestros miedos. Hace unos cuantos días, en un ataque de locura el cantante Alejandro Fernández se puso a vociferar en la cabina de pasajeros de un avión cosas sobre el accidente de Aeroméxico en Durango de hace unos días, mientras mostraba el video del momento del choque de la nave. Los pasajeros ya se estaban poniendo nerviosos y les estaba entrando pánico; la tripulación, por supuesto, lo bajó del avión.
Desconfiar de todas las cosas que no están bajo mi control es rayar en la locura. Son más las que no puedo controlar; la evidencia de esto está en todos lados, a toda hora. Que lo diga Hemingway, que sufrió dos accidentes de avión seguidos y al final terminó metiéndose un escopetazo por la boca; Esquilo que tuvo una de las muertes más absurdas de la historia: le cayó en la cabeza una tortuga que dejó caer un águila que cruzaba el cielo; Camus que declaró que no conocía una manera más idiota de morir que en un accidente de auto y poco después lo hacía precisamente de esa forma. El error tarde o temprano ocurrirá y nadie podrá evitarlo. Así que, como dicen los budistas, ¿si tiene solución para qué me preocupo?, ¿si no la tiene para qué me preocupo?