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#Crónicas: Nunca pierdas tu vuelito

Un viaje por Jordania

Héctor Toledano | 13.12.2018
#Crónicas: Nunca pierdas tu vuelito
En #Crónicas recuperamos experiencias que alteran nuestra percepción del tiempo y del espacio. En esta ocasión, Héctor Toledano nos platica acerca de su viaje por Jordania. ¿Cómo es el Reino Hachemita? 

Esta crónica forma parte del libro Salomé Reloaded. Nueve días en un país que no termina de aparecer y las fotografías que la acompañan son cortesía del autor.

 

 

Satisfecho por lo pronto el ángulo deportivo de nuestro viaje, transitamos al día siguiente a plena clave turística y emprendimos el camino de Gerasa, en el norte del país, donde se conservan los restos de una esplendorosa ciudad romana, uno de los principales atractivos culturales del país. Habíamos realizado el mismo recorrido tres años atrás, de modo que entrábamos de lleno al territorio de las comparaciones odiosas. En aquella ocasión, Omar aprovechó el trayecto para hablarnos de la importancia de la familia extensa dentro de la dinámica social de la región, cuya símbolo más elocuente es la casa paterna, que sigue creciendo conforme los hijos se casan y traen a vivir con ellos a sus nuevas esposas. Esta vez volvió a hablar de lo mismo, casi en términos idénticos. Si acaso, marginalmente, con menor convicción. Tal vez porque al grupo al que se dirigía ahora parecía importarle mucho menos esa clase de apuntes antropológicos. O tal vez sólo me daba esa impresión a mí, que ya lo había escuchado antes y casi no había dormido desde que salimos de México, torturado por las inclemencias de un persistente jet-lag.

            El problema con las segundas vueltas no es sólo que ya sepas lo que te van a decir, sino que la reiteración delata su carácter formulaico como parte de un proceso establecido, en donde lo único que cambia eres tú, el turista en turno. Lo cual reduce de manera dramática la posibilidad de convencerte de que vives experiencias únicas, a partir de conexiones genuinas con el lugar y con la población, como llega a suceder cuando el guión se ejecuta de la forma adecuada... la primera vez.    

            Ahora hasta el paisaje parecía disminuido, acaso porque se veía mucho más seco, en virtud de la temporada. Nos adentrábamos en un sector del país, casi el único, que no es desierto total: un entorno mediterráneo de colinas, con algunos bosques en las cimas y numerosos huertos de olivos, higos, almendros, granadas y otros frutos característicos de la región. También aparecían de vez en cuando parcelas de cereales, hortalizas y hasta vides, con las que se producen algunos vinos locales, a pesar de tratarse de un país musulmán. Dista mucho de ser un vergel, pero es sin duda la zona más pródiga del país, donde se concentra, predeciblemente, la mayor parte de su población.

            Encontramos el sitio arqueológico prácticamente vacío. La pequeña zona de comercios por donde te obligan a pasar antes de entrar a la ciudad histórica era la viva estampa de la desolación. Los dependientes nos miraban con semblantes de náufragos olvidados en alguna isla desierta, dudosos de que fuéramos a tener la humanidad de rescatarlos. Empezábamos a comprobar en los hechos el desplome del turismo internacional que se nos había señalado.

            En el viaje anterior el lugar estaba lleno de gente, no sólo extranjera, sino también local. Es cierto que aquélla vez era viernes (equivalente a nuestro domingo) y ahora era sábado; pero Omar nos había explicado que este año una peculiar conjunción de fechas resultó en un feriado monumental, que abarcaba hasta el lunes. Imposible saber qué es lo que mueve a la gente a ir a pasear a unas ruinas. La intensidad con la que pegaba el sol en aquel momento era sin duda un disuasivo importante, aunque sea lo normal por aquí. En todos los días que estuvimos en el país no vimos ni por asomo algo que pudiera pasar por un remedo de nube.  

            En términos urbanísticos, Gerasa es espectacular. No porque contenga las construcciones romanas más colosales del mundo, sino porque tiene de todo y en magnífico estado de conservación: foro, cardo, templos, teatros, arcos, baños, columnatas, mercado, hipódromo, muralla y lo que se te pueda ocurrir. Erigido en una piedra veteada que se incendia y tornasola con los cambios en la inclinación de la luz, todo en ella es inmenso, regular, espacioso, definitivo y armónico. En esa medida, el conjunto proyecta una imagen tangible del modo de vida romano en su variante imperial. Un modelo basado en la política, el comercio, la belleza, el espectáculo, el derecho, la guerra y la religión, que no deja de sorprender por su vigencia en nuestra actualidad moderna.

            Tal vez por eso siempre ha chocado y sigue chocando con la visión del mundo mucho más introvertida, abigarrada y anárquica de los pueblos semíticos originarios de la región, como puede constatarse con sólo echar un vistazo a la Gerasa moderna, desparramada sin un patrón discernible sobre las colinas de enfrente. En su época de esplendor, Gerasa formaba parte de la Decápolis, una secuencia de diez importantes ciudades que marcaban la frontera oriental del imperio. Roma nunca pasó de ahí y a lo largo de la historia esa línea ha seguido marcando, con fluctuaciones, el límite de la penetración territorial de Europa en el Medio Oriente.      

            Turistear bajo el sol inclemente nunca ha sido tarea fácil y el tiempo que se nos dio para hacerlo tampoco era mucho. Dado que no era posible intentar un recorrido a fondo, me propuse deambular con calma, discurrir sin una intención demasiado precisa. Era un raro privilegio tener todo ese mundo de maravilla a nuestra casi exclusiva disposición, aunque también se extrañaba a la gente, por momentos, como si la admiración compartida expandiera de algún modo la experiencia individual, aumentara por contagio la magnitud del portento.

            El vacío volvía más palpable la acumulación del tiempo, parecía certificar su victoria sobre las pretensiones utilitaristas de lo material. Y a la vez, en contraparte, acentuaba la integridad inmóvil de los monumentos, su empeño en confrontar el aura regular de su armonía a esa fluidez orgánica de lo espontáneo, no sólo para dominar el entorno, sino para darle sentido. La piedra desnuda y rota tiene algo de fórmula abstracta y algo también de esqueleto, delimita los parámetros de un discurso en donde cabe todo. En su tiempo de esplendor, atiborrada y viva, la ciudad fue a la vez hogar y fortaleza, ariete de una maquinaria militar despiadada, enunciado luminoso de un mensaje político, justificación material de un destino que se asume como inevitable. En el nuestro, descascarada y hueca, puede convertirse un poco en lo que cada quien quiera que sea, el telón en donde proyectamos nuestras propias quimeras, anhelos, ansiedades y temores.

            Salimos de Gerasa con la pila puesta, a pesar de la plancha solar y de la falta de sueño, como suele suceder cuando visitas esta clase de sitios excepcionales. Abordamos el autobús y tomamos camino en dirección a Umm Qays, nombre del pueblo árabe que se encuentra junto a las ruinas de otro antiguo enclave romano, Gadara. La ciudad está incrustada en un punto estratégico que tenía una importancia crucial para las guerras de aquel entonces y lo sigue teniendo para las de hoy en día: la cima de una colina que domina el lago Tiberiades, conocido también como mar de Galilea, el punto en donde convergen en la actualidad las mutables y candentes fronteras de Israel, Jordania y Siria.

            Para llegar hasta ahí, recorrimos durante casi una hora las pintorescas carreteras de esta zona del país, que se van abriendo paso entre frondosas colinas, a lo largo de cuyas orillas aparecían a cada tanto puestos improvisados en los que vendían unas granadas enormes, suculentas, deliciosas. Todo a nuestro alrededor emanaba una armonía bucólica, donde parecía imposible que pudiera germinar la crueldad característica de los conflictos que han agobiado la zona. Cuando llegamos a nuestro destino, el sol caía sobre nuestras cabezas con mayor aplomo incluso que en Gerasa, por lo que nos limitamos a cruzar a toda prisa un breve tramo de ruinas, nos detuvimos por unos momentos al borde de un espectacular mirador y accedimos sin mayores dilaciones a la pintoresca terraza del restaurante donde se nos esperaban para comer.

            Tanto en este viaje como en el anterior, la comida fue quizás lo único que jamás nos defraudó. Sin duda, en parte, porque Omar tiene muy buen diente y sabe dónde se consigue lo mejor. Los ingredientes básicos tienden a repetirse: pollo, cordero, arroz, berenjena, humus, tabule, tahini, yogurt, ensaladas y hortalizas que se combinan de diferentes formas en una variedad de platillos. Todo es siempre fresco, jugoso, abundante y digestivo. Demasiado abundante tal vez. Empiezan por poner sobre la mesa un surtido de entradas que podrías creer que componen la comida entera y si no te vas con tiento ya quedaste lleno para cuando llegan el cordero, el pollo y el arroz. Por lo mismo, como sucede también entre nosotros, las comidas tienden a convertirse en eventos que reclaman un tiempo considerable. Hubo días, como aquél, en los que nos tocó enfrentar varias de similar calibre. Si agregamos a ello los delirantes bufetes de desayuno que se sirven en los hoteles, resulta que una de nuestras principales actividades a lo largo del viaje consistió en comer. Comer y andar de un lado para otro trepados en el autobús.

            Mientras se prolongaba la sobremesa, en espera, supongo, de que terminara de bajar el sol, yo me fui a sentar sobre unos escalones para contemplar la vista. El restaurante estaba ubicado en una terraza magnífica, parte de una antigua casa de piedra, que señoreaba el paisaje que se extendía a nuestros pies. Como todo pueblo sometido de manera permanente a la tiranía solar, los árabes han desarrollado un refinado oficio de la sombra, son maestros en el arte de crear espacios que potencien la frescura. Y una vez que te acomodas en ellos resulta muy difícil que te quieras mover. Así que nadie hizo el menor intento por emprender la conquista de Gadara, calcinada por los rayos del sol a unos cientos de metros por debajo de nosotros, cuyo basalto renegrido parecía ratificarla como sucursal del infierno.

            Era mucho más alentador el paisaje que se desprendía hacia el norte, con la cañada que separa a Siria de Jordania en la proximidad inmediata y siguiendo el curso del río hacia el noroeste una vista espectacular del mar de Galilea. Las colinas color mostaza que teníamos enfrente forman parte de los Altos del Golán, ocupados por Israel y patrullados por los Cascos Azules de la onu. Más allá de ese punto, como todos teníamos presente, se extendía el territorio de Siria con su depravada guerra civil. Nada de esa pesadilla parecía posible dentro de la estampa de absoluta calma que se prolongaba frente a nuestros ojos. Calma en todo caso excesiva, cuando te detenías a pensarlo: el tipo de calma que se impone en los lugares donde cualquier movimiento repentino puede terminar en tragedia.  

    La mirada se centraba de manera natural en la extensión del lago, de una serenidad asombrosa, demasiado tranquilo también. Como todo cristiano sabe, en torno a ese cuerpo de agua se llevaron a cabo varios de los episodios más significativos de la vida de Jesucristo. En buena medida, ahora me resultaba claro, porque debe haber sido en su tiempo una zona de intensa actividad humana. Fue ahí donde el nazareno caminó sobre las aguas, donde multiplicó los panes y los peces, donde pronunció el sermón de la montaña, donde reclutó a varios de sus más prominentes apóstoles y los hizo mutar de pescadores de peces en pescadores de almas. Todos sabemos también que la Tierra Santa alberga desde hace siglos una boyante industria de la devoción, que tira como todo lo masivo a mercantilista y ramplona, cuyo efecto sobre mi propia espiritualidad, en mi muy limitada experiencia, siempre ha sido desalentador. Así que no iba predispuesto a la revelación; más bien, en todo caso, prevenido para su anticlímax.

            No suelo pensar en la religión en términos religiosos, es decir, vivenciales. Es frecuente que ocupe mis pensamientos por el papel que juega en la política, la ideología o el arte, pero muy difícilmente en cuanto fe. Sin embargo, en el aire sereno de aquella tarde, reblandecido sin duda por la armonía de la imagen, sentí que se me abría un pasaje a los distantes rescoldos de una antigua patria metafísica, parte un mundo más simple que se perdió con la infancia. No fue tanto que reconociera, sino que pude volver a palpar, la centralidad que tuvo el mensaje evangélico a lo largo de mis años formativos y cómo ha seguido normando, de una u otra forma, la brújula de mis principios fundamentales a pesar de los reparos que le pueda poner a las maquinarias odiosas que se lo han apropiado. No tenía la menor idea de que esa tarde iba a encontrarme ahí, sobres esos escalones de piedra, frente al escenario prominente de la saga mítica, menos aún del efecto que produciría en mi ánimo. Ciertas cosas sólo pueden darse cuando la realidad exterior nos penetra y activa puntos imponderables de nuestra realidad interior, lejos de la ceguera ordinaria del día con día. Y cuando eso llega a suceder, justifica de un plumazo cualquier complicación y cualquier distancia.

            Cumplida la epifanía, pasada la sobremesa y con el sol rasguñando el horizonte, Omar juzgó conveniente emprender el regreso a Amán. Me llevaba del sitio, como llega a pasar, algo muy distinto de lo que esperaba llevarme, algo que no estaba en los planes porque no se puede planear, algo que en todo caso sólo puede propiciar una disposición abierta, disposición que no suele favorecer el carácter prefabricado del turismo moderno. De la ciudad ancestral que habíamos ido a conocer y nos íbamos sin haber conocido sólo me quedé con un recuerdo recogido al azar, cuando algo me movió a asomarme en un pozo en apariencia insignificante y atisbar los residuos de una de las maravillas que distinguen el sitio: un segmento del acueducto subterráneo que sumaba en sus distintas secciones más de ciento cincuenta kilómetros de longitud.

            Como pasa siempre con los romanos, la mera dimensión de sus empresas nos dejan estupefactos. No se trataba de la atarjea de piedra o del caño de plomo que pudiéramos haber imaginado, sino de un túnel abovedado en toda forma, en donde casi hubiera cabido un tren. Todo ello prolijamente excavado varios metros por debajo de la superficie, a lo largo de llanos y montes desde sus fuentes remotas en el interior de Siria. Verlo me sirvió para sentir que no me iba a ir en blanco de Gadara, que había logrado cubrir una cuota mínima de asombro, cumplido aunque fuera de panzazo mi deber como turista cultural.

            Una vez montados en el autobús, caí en la cuenta de que nos faltaban un par de compañeros, específicamente, los jóvenes colaboradores de la revista Vice. Podría sentirme orgulloso de haber sido el primero en detectar su ausencia, si no fuera porque los habíamos perdido desde que salimos de Gerasa, varias horas atrás. Omar y las autoridades ya estaban al tanto del hecho, por supuesto, pero adujeron que los implicados habían decidido jalar por su lado por propia voluntad. Lo cierto, como luego confirmaron ellos mismos, es que los habíamos abandonado a su suerte, que se estaban terminando de tomar una cerveza junto al sitio arqueológico cuando vieron arrancar al autobús.

            El descuido dio pie a una aventura que terminó de madrugada y que condujo a nuestros olvidados hasta las entrañas noctámbulas del centro de Amán, que así me enteré que existen y que no se ajustan del todo a los preceptos de la normativa islámica. Aventura que no sé si terminó por enriquecer las páginas de Vice, pero que al parecer no desmentía su membrete. Cabe mencionarlo para que el lector considere que existen regiones menos santurronas en la realidad que me afano por transmitirle, regiones que se le revelan con mayor soltura al ánimo temerario de la juventud. Lo que yo me quedé pensando fue en la facilidad con que podíamos quedar a merced de nuestros propios recursos en mitad de un país desconocido y potencialmente hostil.

            El regreso a Amán se prolongó durante horas en un calvario de embotellamientos encadenados a lo largo de una serie interminable de pueblos menores, indistintos, anodinos y desangelados. Pueblos sin personalidad y sin brillo, salpicados de covachas y de vulcanizadoras, similares en todo a los de muchos rumbos desolados de nuestro país. Lugares que le han dado la espalda a su origen y destruido o abandonado sus símbolos identitarios, hasta reducir sus perfiles a la mínima funcionalidad: casas para que viva la gente, tiendas para que gaste su dinero, templos para que practique su religión: todo plano, cuadrado, desnudo y sin alma.

            Las multitudes que veníamos extrañando a lo largo de nuestro recorrido parecían haberse concentrado en las calles y avenidas por las que teníamos que pasar, haciendo lo único que se hace ahora en todos los pueblos del mundo, consumir lo mismo que se consume ahora en todos los pueblos del mundo: ropa, comida, golosinas y electrónicos. Aunque no tenía una base firme de comparación, me pareció que tal desborde de actividad mercantil apuntaba en una dirección que ya había percibido en Amán: muchos más automóviles en las calles, muchas más construcciones recientes o a medio erigir, mucha más gente con dinero en los bolsillos y ánimo de gastarlo. Daba la clara impresión de que todas esas guerras en las regiones vecinas no habían sido mal negocio para el país (fuera, como ya se dijo, del sector turístico). Tal impresión se nos iría confirmando a lo largo del viaje, aunque nunca se nos revelara por entero la mecánica económica que la hacía posible.

            Mientras tanto, nuestro conductor seguía abriéndose paso entre los ríos de coches con la agresividad inflexible que distingue el avance de cualquier vehículo por las calles y las carreteras y hasta la más ínfima brecha de todo el territorio jordano, una agresividad que no parece perseguir un propósito práctico tanto como asumir el carácter de una declaración de principios. Yo venía a su lado, en el asiento de enfrente, admirando su maestría, potenciada hasta los márgenes del virtuosismo por las limitaciones mecánicas del autobús, que estaba más bien viejito y un tanto destartalado y tenía un motor no muy potente, de modo que cuando lograba coger cierto impulso no estaba dispuesto a detenerse por nada.

            Tal condición se volvió más palpable cuando logramos salir por fin a la autopista y tenía que aprovechar la inercia acumulada en las bajadas para remontar con dignidad las subidas. Todo ello en un entorno caótico donde todos los demás conductores tendían a hacer lo mismo y muchos de los autos circulaban sin luces, sin calaveras, con señales de freno inoperantes, daban en ponerse en el carril que les pareciera sin importarles su velocidad relativa o podían cambiarse al de junto en cualquier momento, sin jamás prender sus direccionales o incurrir en similares índoles de mariconería (poco importaba el género de quien llevara el volante). Fue por eso que su ira no conoció límites cuando en uno de esos puntos bajos de la carretera un par de policías de caminos se apartaron de pronto de su patrulla, se plantaron en mitad del arroyo y le hicieron señales con unas lámparas rojas para que se detuviera, cosa que terminó por hacer de un modo más bien abrupto, a escaso metro y medio de sus cuerpos uniformados, mientras mentaba entre dientes madres incomprensibles en árabe. Lo mismo hicieron los coches que venían detrás de nosotros y por el carril paralelo.

            De modo que era noche cerrada, sobre una carretera equivalente, digamos, a la México-Querétaro, cuando un par de policías indistintos decidieron detener por entero su fluir salvaje, amparados tan sólo en sus insignias, en sus considerables huevos y en un par de lamparitas rojas. Veníamos de la frontera con Siria, de modo que ya adivinábamos el inminente abordaje y la implacable auscultación en busca de armas, de contrabando, de maletas de dólares, de menores cautivas, de medicinas inaccesibles compradas con dinero sucio a funcionarios corruptos de la Media Luna Roja Internacional. Nuestro chofer parecía esperar lo mismo, pues comenzó a abrir la puerta, pero los policías no se movieron de su sitio en ningún momento. Siguieron ahí por un rato mientras la fila de vehículos crecía a nuestras espaldas, sin que nadie se atreviera a sonar sus bocinas. Llegado un punto indeterminable, los policías se retiraron del arroyo con la misma absoluta falta de motivo aparente con la que se atravesaron, y dejaron que los buenos ciudadanos del reino siguieran su camino.

            La intervención no pareció tener otro propósito que refrescarle a la gente la presencia de las fuerzas del estado, que siempre andan por ahí y pueden hacer lo que se les ocurra, en el momento que les parezca adecuado. A nosotros nos sirvió para recordar que viajábamos por un país militarizado en mitad de una zona de guerra, aunque le diera por asumir dicha condición de un modo un tanto peculiar e intermitente.

            Llegamos por fin a Amán cerca de las diez de la noche, con ganas de tirarnos en la cama, pero aún teníamos que cumplir con otra cena desmesurada, cuyo contenido calórico podía haber sostenido a una persona promedio durante media semana. Tocaba su turno al mansaf, uno de los platos más célebres de Jordania, de origen beduino, que consiste básicamente de arroz, cordero y jameed, un yogurt deshidratado propio del desierto. Nos llevaron para comerlo a uno de los mejores restoranes de la ciudad, lo que vuelve aún más lamentable el que no hayamos podido cumplirle los honores que se merecía. Lo probé y me gustó, pero lo hice con desgano. No acababa aún de digerir la catarata de comida consumida en Gadara ni quería arriesgar la posibilidad de dormir aquella noche algunas horas de corrido. Para el turista sensible, el insomnio se alimenta de las excitaciones propias del viaje, de los excesos inevitables en la comida y del carácter impersonal de las habitaciones en donde pasa las noches, hasta convertirse en un fantasma insidioso, que lo ronda sin descanso, lo mantiene en un estado de pasmo indefinido y alimenta la mansedumbre con la que se deja conducir al día siguiente por donde quieran llevarlo.

            Lo único rescatable que dejó para mí fue la ocasión de escuchar en absoluta calma los llamados a la oración que comienzan a elevarse de los minaretes poco antes de la madrugada. Cantos de una tesitura hipnótica, enunciados con profundo sentimiento, que se extienden como un perfume enigmático por el aire silencioso de la ciudad dormida. Además de su belleza inherente, de la devoción conmovedora que los anima, tenían la virtud de producirme un efecto sedante, que me ayudaba a dormir un par de invaluables horas antes de que volvieran a sonar las alarmas, corriera el agua por las regaderas, bajáramos a toda prisa al desayuno y comenzara de nuevo otra intensa jornada, que por inconsecuente que pudiera resultar no dejaba de ser agotadora.

 

El arco de Adriano, puerta de acceso a Gerasa

Dimensiones colosales, aura dominadora

Pestaña en la magnificencia ancestral

La Gerasa antigua y la moderna

Las columnas del templo de Afrodita

Los altos del Golán: tranquilidad engañosa en una de las regiones más conflictivas del mundo

Las aguas que sostuvieron los pasos del Redentor

 

 

 

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Héctor Toledano. Nació en la Ciudad de México, el 1 de octubre de 1962. Narrador. Cursó estudios de Psicología en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, Guadalajara, Jalisco; de Economía, en el ITAM, y de Letras Modernas Inglesas, en la UNAM. Diplomado en Traducción en El Colegio de México, certificado por la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Ha sido editor de las revistas Revista mensual para el inversionista y CapitalMercados financieros. Redactor del Boletín editorial de El Colegio de México. Jefe de publicaciones del IIE-UNAM. Coordinador editorial de Clío, Libros y Videos, y de publicaciones del Secretariado de la Comisión para la Cooperación Laboral en Dallas, Texas, y Washington, D.C. Director de Publicaciones de la Coordinación Nacional de Divulgación del INAH. Ha colaborado en las revistas Opcióndel ITAM, VueltaLetras Libres y Revista Cometa, entre otras; en La Jornada Semanal de La Jornada y en el periódico Reforma. Premio Nacional de Cuento Universitario de la revista Punto de Partida en 1986. Finalista del Premio Grijalbo de Novela 2012 por La casa de K. Su trabajo editorial ha sido reconocido en numerosas ocasiones por la CANIEM, y ha traducido del inglés a autores como Graham Greene, Dylan Thomas, T.S. Elliot y Paul Kennedy, entre otros.

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