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#TelegráfoDeTigre: Música destructiva, música de fondo

Raciel Quirino | 17.12.2018
#TelegráfoDeTigre: Música destructiva, música de fondo
#TelegráfoDeTigre es el blog de Raciel Quirino y forma parte de los #BlogsEP

La música equilibra la temperatura en 18 grados, ideal para cumplir nuestro deber como homínidos: cambiar las balatas del auto, hacerse análisis, pagar deudas de la tarjeta, torturar presos en Guantánamo o Pacho Viejo con Barney y reguetón a todo volumen. Mi hija se despierta con música, va a la guardería oyendo la música que le pone su mamá. Las cosas pueden solucionarse o no mientras suena Estonian Lullaby de Arvo Pärt o Summer ‘68 de Pink Floyd. Se puede ir todo a la mierda, pero que se escuchen de fondo los conciertos de Brandemburgo o el Sargento Pimienta. Música aliada: a punto de conmiserarnos porque nos sentimos solos, aparece nuestra gran compañera y una de dos, escuchamos algo prendido como Chuck Berry o ponemos a Radiohead para hundirnos a gusto en el pantano de la melancolía. Vehículo y catalizador de emociones: Si te falta un empujón para llorar o para sentirte el galán de la noche, hay una larga lista de trovadores lacrimógenos y bandas forever young. Slavoj Zizek en el documental The Pervert’s Guide to Cinema, afirma que “con la música nunca se puede estar seguro, pues en la medida en que externaliza nuestras pasiones más profundas, la música es siempre una amenaza”. Mister Blonde tortura a un policía en Perros de reserva, mientras en la radio se escucha la canción “Stuck in the Middle with You”, de la banda escocesa one hit wonder Stealers Wheel, canción que más que para tasajearle la cara y cortarle la oreja a alguien, es como para ir en auto rumbo a la playa dispuesto a pasar el día comiendo camarones. La escena es memorable precisamente porque la canción, que mueve al entusiasmo, al júbilo, y que Mister Blonde baila sin perder el paso de la tortura, contrasta con la carnicería como diciendo “aniquilar a un hombre no es la gran cosa; sonríe y baila”.

La afirmación de Zizek podría sonar un poco a miedo, quizá a repulsa. Siempre he sospechado de la gente que no le gusta la música (como de las casas en que no hay un sistema de sonido), como de las mujeres que no les gusta bailar o de los que dicen no tener vicios. Es algo muy raro, es casi como una cualidad extraterrestre. No he conocido a muchos, creo que sólo a una persona, que se veía más o menos normal (el problema es que la procesión va por dentro). El que al parecer le tenía aversión a la música era Sigmund Freud. Migrañas y episodios de neurosis le provocaba al pobre. Eso no me sorprende tanto: la música es un lenguaje irracional, deambula en territorios que tienen que ver más con lo que podríamos denominar mágico y, bueno, Freud, por lo poco que sé, era una persona tremendamente racional. Me sorprendería, y no lo podría creer, por ejemplo, que a Carl Jung no le gustara la música.

Existen casos en que la relación con la música no la determina el gusto sino una afección neurológica. Hay daños orgánicos; el Che Guevara no podía cantar y bailar. Hay accidentes: un rayo golpea a un contador público una tarde y al otro día fluyen por su cabeza imparables sinfonías provenientes de sabe dios dónde. Están los gusanos musicales, esa melodía tonta del comercial de televisión que por más que te esfuerzas no puedes dejar de escuchar dentro de tu cabeza, como un loop transmitido desde los altavoces del infierno. Oliver Sacks, en su libro Musicofilia, documenta casos en que una melodía se instala una mañana, apenas como si fuera la radio de la casa vecina, y poco a poco va aumentando de volumen hasta volverse una presencia enloquecedora. La afirmación de Zizek citada arriba cobra otro sentido: la música también es una fuerza que puede desencadenar nuestra destrucción. Recordemos el canto de las sirenas en la Odisea, contra el cual había que taparse los oídos porque de lo contrario se naufragaba, o a Orfeo que, luego de perder a Eurídice, rechazaba (“bien porque le había ido mal, bien porque había dado su palabra”, aclara Ovidio en Metamorfosis) los ofrecimientos amorosos de las mujeres embelesadas por su canto, lo que al final fue su perdición: la Ménades lo asesinan precisamente por ese rechazo.

Luego está el asunto de la escucha. Porque lo que he mencionado hasta aquí ha sido música de fondo, de acompañamiento, soundtrack. Escuchar música, no hacer otra cosa más que estar sentado, acostado o de pie escuchando, es algo difícil, al menos para mí. Me desespero, comienzo a tamborilear los dedos, me da comezón en la nuca, mi mente empieza contabilizar pendientes, a recordar viejos sucesos. Cuando menos me doy cuenta ya la pieza va muy lejos de donde la dejé y casi a punto de acabar.

Hace muchos años estudié un poco de guitarra clásica. Además de la clase práctica, me daban solfeo y sensibilización musical. En esta última clase escuchábamos con los ojos cerrados una obra escogido por la maestra. Nos pedía que siguiéramos los fosfenos de colores que comenzaran a desplazarse en la oscuridad imitando la melodía, que nos concentráramos en esas dos cosas: fosfenos y música, lo cual producía que en un momento dado ambos se unieran, es decir, ocurriera sinestesia. Yo me esforzaba por seguirlos pero a los pocos minutos me descubría pensando en otras cosas. Luego me dio por ir a la sinfónica donde me sucedía lo mismo, pero como todos tenían cara de concentración y de estar desentrañando con gran placer a Dvorák, ponía la misma cara.

Escuchar es detenerse, percibir lo que sucede ahora, como en la meditación. En el blog Pájaros Lanzallamas, de Luis Eduardo García, encontré una nota sobre música de Gonçalo M. Tavares que, explicando que la expresión “orejas largas” no sólo es una descripción física sino que se refiere a aquel que sabe escuchar, menciona que en la China antigua a los hombres de orejas largas se les consideraba sabios. En tiempos donde la inmediatez es un valor tan apreciado, tiempos de zapping, tiempos de millones de canciones a la mano, ¿quién está dispuesto a detenerse?, ¿quién disfruta detenerse?

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