Las demasiadas series
Tengo la televisión en la recámara. Sé que es un mal hábito, pero no puedo evitarlo. Me gusta ver series casi a cada momento, y soy un dichoso esclavo de las pantallas. Tengo tableta, laptop, teléfono, y en todos he visto, en uno u otro momento, alguna película o capítulo. Incluso en el teléfono, sí. Me da pena, pero sí. De ese tamaño es mi adicción. Pero, ¿cómo no hacerlo? Nunca en la historia contemporánea del cine y la televisión —es decir, nunca en estos ciento y cacho de años, para dar contexto— habíamos estado tan rodeados de pantallas.
Y aun así, a veces me duermo sin ver nada, enfurruñado.
La culpa es de la oferta, me digo. No podría ser mía, claro. La culpa es del internet, me repito, la culpa es del pinche Netflix, que no deja de sacar series nuevas, carajo, y del pinche Amazon Prime, que no quiere quedarse atrás y corre, apresurado, para seguirle el paso. La culpa es de YouTube, de Hulu, de Disney, de Warner, de Apple y sus mil millones de dólares de contenido, de todos esos servicios exasperados por capitalizar la nueva tendencia y quedarse con un pedacito del mercado, aprovechándose de mi adicción, de mi miedo a perderme de algo. La culpa es de ellos. Yo sólo soy una víctima.
Entonces me detengo a pensar un poquito en la idea y me doy cuenta de que, como casi siempre, estoy equivocado.
Pocos lo vieron venir, pero las series de televisión son uno de los mayores negocios del entretenimiento de esta década. Su ascenso se debe a varios factores, pero uno muy relevante es la preponderancia de la fastidiosa pero vendedora narrativa de “La era dorada de la televisión”. Esta narrativa se fundó en series seminales como The Sopranos (1999-2007), The Wire (2002-2008) o la tristemente malograda Deadwood (2004- 2006), todas estrenadas por HBO, o The Shield (2002-2008), de FX. Con distinta calidad y sofisticación técnica, pero con un montón de rasgos temáticos en común, al menos superficialmente, otras series, como 24 (2001-2010), también se sumaron a la construcción del momentum —un momentum que llevaba, a su vez, unos veinte años en gestación: ahí estaban The X-Files (1993-2002), NYPD Blue (1993-2005) y The West Wing (1999-2006), en los noventa y los tempranos dosmiles, y aun antes, Hill Street Blues (1981-1987), Northern Exposure (1990-1995) y Twin Peaks (1990- 1991), cada una con sus respectivas innovaciones dentro del formato serializado.
El proceso fue largo, y varios cayeron en el camino. La estupenda The Wire nunca gozó de grandes ratings, y aún hoy existe la percepción de que es una de las mejores y menos conocidas, superada sólo por la no menos buena Deadwood, que no sólo nunca logró la aceptación masiva, sino que, además, tuvo que ser cancelada en la tercera temporada. (Desde entonces, HBO y su creador, David Milch, han bregado por lanzar una secuela en forma de película. En teoría, esta vez lo lograron: la película entró en producción en noviembre de 2018, y parece que se estrenará en la primavera de este 2019.) Con el paso de los episodios, 24 se deformó hasta quedar irreconocible, algo comprensible, además, dado su sistema de producción de veintidós episodios por temporada contra los diez o doce de las series de HBO, sujeta también a la creación de más temporadas en caso de éxito, a diferencia de HBO, donde series como The Wire firmaron desde un principio por un número fijo de temporadas.
Sólo The Sopranos y The Shield acabaron intactas, con sus ratings en buena forma y una recepción crítica inmejorable. Para cuando la mayoría de estas series acabaron, entre 2007 y 2008, la narrativa ya se había afianzado entre críticos y medios, aun cuando varias de ellas no lograron ver los beneficios de ese impulso. No había vuelta de hoja: se estaba viviendo la mejor época de la televisión y se callan. Lo que seguía era administrar la abundancia.
La preponderancia de esa narrativa propició que otros productos se sumaran a esa ola en el imaginario del público masivo, que en su mayoría se había perdido aquellos grandes programas que iniciaron la “edad de oro”, pero que estaba listo para seguir obsesivamente a los relevos: Mad Men (2007-2015), Breaking Bad (2008-2013) o Game of Thrones (2011-2019) pronto se encontraron entre los recuentos de “Las grandes series de televisión de la historia”. El público estaba fascinado. Estábamos fascinados. Si series tan inapelablemente buenas como The Wire no lograron levantar el entusiasmo de las grandes audiencias —acaso debido a su extraordinaria complejidad, calmo ritmo y refinamiento lingüístico—, series menos intrincadas pero más complacientes, como Breaking Bad, lograron capitalizar el momentum que aquellas otras habían ayudado a construir. Impulsadas en buena parte gracias a su amplia disponibilidad en línea —los tiempos de The Wire, Deadwood y The Sopranos eran los de la transferencia ilegal de archivos más que los del streaming legal e hiperveloz de Breaking Bad y Mad Men—, creando no sólo audiencias masivas, sino enormes cantidades de fans y seguidores obsesivos, es decir, injerencia en el tejido cultural. Los protagonistas de la nueva televisión eran héroes fallidos, con terribles defectos que prácticamente obnubilaban su heroísmo, o de plano eran criminales y traficantes con un instinto de autopreservación tan marcado que podían prescindir de casi cualquiera que estuviera cerca de ellos.
El movimiento es uno que a menudo sucede en géneros de ficción popular en determinado punto, como si fuera una especie de ciclo vital común: pasó en la novela de detectives, que de ser personajes modelados tras el clásico heroísmo grecorromano de hombres “mejores que nosotros”, se convirtieron en sujetos despiadados, cínicos, que habitaban un mundo donde el fin justifica los medios; o en los cómics comerciales, donde los héroes brillantes e impolutos de la década de los sesenta se fueron oscureciendo y complejizando hasta devenir asesinos, mercenarios, escurridizos seres de moral gris y agendas secretas.
La televisión no pudo escaparse de esa tendencia, y pronto otras cadenas buscaron montarse en la ola en escenarios cada vez más peculiares: monarcas ingleses del siglo XVI (The Tudors, 2007-2010, en Showtime), pandillas de motociclistas (Sons of Anarchy, 2008-2014, en FX), gladiadores revolucionarios combatiendo al imperio romano (Spartacus, 2010-2013, en STARZ) y héroes vikingos del siglo IX (Vikings, 2013 a la fecha, en The History Channel). La pantalla chica se llenó de sociópatas encantadores —muy distintos de muchos de los sociópatas reales, por cierto, cuyo encanto se desmorona mientras fracasan en sus metas a largo y mediano plazo—. Según Adam Kotsko, estos sociópatas presentaban una fantasía de escapismo a una de las grandes preguntas de nuestra época: “¿Qué pasa si dejo de seguir las reglas de una vez por todas?”. Las series nos dieron una respuesta en forma de entretenimiento adictivo. Los ratings estaban arriba, los números eran estables, el público estaba enganchado.
Los hombres difíciles cubiertos de sangre y estrés eran el corazón del negocio, y el negocio era bueno.
Entonces, justo cuando Mad Men y Breaking Bad habían conquistado el trono de las series, en el año 2011, algo más pasó.
Netflix anunció que comenzaría a distribuir series originales exclusivamente en su plataforma.
¿Hay demasiadas series de televisión? Es probable que sí. Cuando menos, hay muchísima más televisión de la que solía haber a principios de la década. Un estudio de FX Networks Research muestra el incremento en número de programas de televisión de ficción desde 2010 —para que nos ubiquemos, es el año en que arranca la adaptación televisiva de The Walking Dead—. Ese año, doscientos dieciséis nuevos programas de ficción fueron estrenados en Estados Unidos, el país que, sin mucho espacio para cuestionamientos, ha encabezado la producción de series televisivas de esta década —y de la mayoría de las demás, a decir verdad.
Doscientas dieciséis series es un número amplio, pero no se acercaba ni remotamente a lo que sucedería. Al año siguiente, doscientas sesenta y seis series nuevas se estrenaron en la pantalla chica. Al siguiente, doscientas ochenta y ocho. En 2013 se vio un incremento mayor: trescientas cuarenta y nueve. El 2014 vio estrenarse trescientos ochenta y nueve programas nuevos. El número, ya insostenible, parecía estar a punto de estallar. Pero no estalló: en 2015 hubo cuatrocientos veintidós estrenos; en 2016, cuatrocientos cincuenta y cinco. Finalmente, el nefasto 2017 vio el estreno de cuatrocientas ochenta y siete nuevas series de televisión. Si a eso sumamos los programas de otros países que Netflix y otras compañías de streaming adquieren para reempaquetar e integrar a su catálogo global, más la inversión proyectada de mil millones de dólares que Apple anunció que invertiría de agosto de 2017 a agosto de 2018 en proyectos a estrenarse, es sensato pensar que, al menos durante los próximos dos años, la cifra podría continuar creciendo.
Este aumento desenfrenado tiene sus consecuencias. Un estudio conducido por Hub Entertainment Research en 2017, en el que participaron dos mil doscientos catorce espectadores estadounidenses, arrojó que hasta un 49% de éstos pensaba que había ya “demasiados shows” en la televisión. Aún no aparece en el horizonte —y menos con esos robustos números—, pero esta fiebre llegará a su fin, inevitablemente: si todo servicio y toda serie nueva es indispensable, entonces ninguno lo es, y los consumidores comenzarán a tomar decisiones. Algunos ingredientes que podrían colaborar en una posible debacle serían los de la atomización del mercado —Disney planea lanzar su servicio de streaming, Fox tiene ya el suyo y Warner Bros. prepara uno más, enfocado en las creaciones del universo de DC Comics—. Puede que en algún momento los servicios sean demasiados, y los usuarios terminen agotados, incapaces de elegir todas las opciones y quedándose con unas pocas, sus preferidas, o con las más viejas, por costumbre, y que muchos de los recién llegados, con poca fuerza más allá de su propio catálogo de originales, terminen relegados. Sólo los más fuertes sobrevivirían. Es el destino al que en este momento parece relegado, por ejemplo, el contenido de YouTube.
Hay otra opción. Es a la que, tramposamente, le apuesto. Digo tramposamente por dos razones: porque ya está sucediendo, y también porque es la que más deseo que triunfe. Dado que es imposible pagar por todos los servicios disponibles —en mi caso, en este momento tengo en mi nómina cuatro servicios de streaming, y ya no quiero ni puedo ni debo adquirir más, so pena de que me corran de casa por dilapidar de esa forma el presupuesto—, algunos proveedores de televisión por cable e internet en Estados Unidos han terminado por armar paquetes de servicio. Así, contratando Hulu se puede contratar, por sólo cuatro dólares más, Showtime. Aún habría que saltar muchos obstáculos —el más importante, que compañías como Netflix o Warner o Disney probablemente estén o vayan a estar enfrentadas en algún momento, cerradas a la colaboración—, pero ésa es una de las opciones más viables a la hora de colocar tanto contenido original. Acaso irónicamente, el innovador streaming podría reencarnar en una de las industrias a las que pensaba sepultar: la televisión por cable.
Hasta el año 2011, Netflix había sido un distribuidor de contenido de terceros. Su plataforma gustaba porque tenía estrenos de series y películas en menos tiempo del que estamos acostumbrados a esperar para que lleguen a la pantalla chica, en canales de cable o televisión abierta, y porque contaba con la facilidad de no tener que descargar ni instalar prácticamente nada. Con un par de clics, el espectador contemporáneo tenía acceso a un catálogo de decenas de miles de horas de productos audiovisuales, algo impensable en épocas anteriores, cuando las películas tenían que almacenarse en discos duros de capacidad finita, o peor aún, en soportes físicos como el VHS o el DVD, que no sólo costaban dinero, sino que, además, ocupaban espacio. (Las repisas combas de mis libreros son testigas ciegas de las numerosas inconveniencias de apegarse al coleccionismo de formatos físicos.)
Durante los cuatro años previos a 2011, Netflix logró amasar un catálogo impresionante en un tiempo relativamente breve, gracias en buena parte a la poca visión de varios gigantes del cine, que no tuvieron mayor reparo en ceder mucho de su valioso inventario a la delirante empresa que creía que el futuro del consumo audiovisual se encontraba, imagínense la locura, en el mundo digital. En conjunto, aquellos grandes corporativos multimedia terminaron dándole a Netflix el material con el que construiría la llave de su futuro dominio global: un número impensable de películas y series, todas transmitidas digitalmente mediante un sistema que podía memorizar los gustos del usuario.
Así, lo que comenzó como un algoritmo que te sugería más comedias románticas en domingo de bajón, evolucionó hasta convertirse en una industria capaz de saber en qué segundo detenías la película porque eso ya se estaba poniendo aburrido. Netflix conocía a su audiencia profundamente; conocía no sólo los temas que le gustaban, sino el aspecto visual, los actores, las tramas mismas. No es ninguna sorpresa, una vez considerado eso, BagoGames / flickr (CC BY 2.0) que el tono de sus primeras adquisiciones pareciera el de guiones que no alcanzaron a aprobarse en HBO: Lilyhammer, una serie acerca de un mafioso italoamericano que al entrar en un programa de protección de testigos del FBI es reubicado en Lillehammer, Noruega —el parentezco con The Sopranos se subrayaba con el protagónico de Steven Van Zandt, el actor que daba vida al legendario Silvio Dante en aquella serie—, y House of Cards, un drama y thriller político en Washington con otro sociópata como protagonista —algo así como una versión torcida de The West Wing—. Replicando una estrategia que HBO llevaba tiempo aplicando —contratar directores cinematográficos exitosos para sus series, lo que redundaba en prestigio y expectación—, Netflix tomó el proyecto gracias, en parte, a la presencia de David Fincher, quien dirigió dos episodios —de setenta y tres episodios totales, pero nadie podía saberlo en ese momento.
Ese movimiento ha crecido hasta su conclusión natural: no conforme con quedarse con un cacho del mercado de las series de hombres difíciles —un nicho que evolucionó y creó sus propias reglas, a grado tal que hoy en día ya no son un excepcional producto artístico sino un mero subgénero televisivo que puede entregar tanta mediocridad como genialidad—, Netflix siguió expandiendo su algorítmica oferta. Comedias románticas, sitcoms, late night shows, programas de cocina, reality shows, series documentales y de true crime, dramas históricos, series de horror, series animadas presuntamente irreverentes… Netflix diversificó su oferta de tal modo durante estos años que uno sólo puede morderse las uñas del FOMO (Fear of Missing Out) o, si se tiene más calmita, resignarse a ver lo que le interesa más y dejar las otras cosas para el momento, tampoco tan lejano, en que el número de producciones comience a decrecer.
¿Hay demasiadas series en la televisión?, me pregunto a veces, mientras scrolleo entre las decenas de miles de horas del catálogo conjunto de todos mis servicios de streaming. Tengo demasiado que ver, me digo, un tanto neurotizado, porque sé que no voy al día con Elementary, Miss Sherlock o Making a Murderer, y porque sé que tengo que volver a ver Deadwood antes de que lancen la película —y contratar HBO para tenerla en cuanto salga (debería ponerme un recordatorio en el calendario del teléfono)—, y porque ya quiero que se estrene el especial de Navidad de una serie que me gustó muchísimo pese a todas sus fallas, Chilling Adventures of Sabrina, protagonizado por Mckenna Grace, una de las chavitas de la estupenda The Haunting of Hill House, que comencé a ver en el teléfono durante un viaje y luego tuve que volver a empezarla porque me di cuenta de que no había visto a muchos de los fantasmas ocultos en el cuadro dirigido por Mike Flanagan; bendito sea Dios que lo ficharon porque la serie quedó muy bien.
Hay demasiadas series en la televisión, me digo a veces, mientras me pregunto a qué hora voy a tener tiempo de volver a ver todo Game of Thrones antes del estreno de la última temporada, y mientras aplaudo porque Netflix finalmente va a traer Neon Genesis Evangelion, qué bendición, porque es un problema encontrar un Blu-ray decente de los episodios originales, y mientras miro con antojo dubitativo el anuncio de una nueva serie de anime basada en Blade Runner y el de una nueva temporada de Black Mirror. Hay demasiadas series en la televisión, me repito una última vez, mientras tomo aire y trato de tranquilizarme, pero tampoco tienes que verlas todas. EP
Fuentes:
Kotsko, Adam, Por qué nos encantan los sociópatas, Melusina, España, 2016.
Martin, Brett, Hombres fuera de serie, Ariel, Barcelona, 2014.
McDonald, Kevin y Daniel Smith-Rowsey (eds.), The Netflix Effect: Technology and Entertainment in the 21st Century, Bloomsbury Academic, Nueva York/Londres, 2016. Sepinwall, Alan, The Revolution Was Televised: The Cops, Crooks, Slingers, and Slayers Who Changed TV Drama Forever, Simon & Schuster, Nueva York, 2012.
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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es escritor, editor y guionista. Ha publicado dos libros de ensayo: Insular (Cuadrivio, 2016) y Cinécdoque (Dharma Books + Publishing, 2017).