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PROHIBIDO ASOMARSE  

El imperio en el diván

Bruce Swansey | 22.01.2019
PROHIBIDO ASOMARSE  

Desde hace dos años y medio, Europa presencia perpleja el proceso de separación del Reino Unido (RU) de la Unión Europea (UE). Al asombro ha seguido la incredulidad acerca de lo que Jo Johnson, exministro de Transportes, llamó el peor desastre político desde Suez, que hundió al gobierno encabezado por el entonces primer ministro Anthony Eden. La referencia a Suez es también el primer golpe de realidad que padeció el RU y que definió al país como una potencia declinante. No es el origen único de la animadversión insular contra el continente, pero el ajuste de cuentas ha sido doloroso y continúa siéndolo porque la decadencia de los imperios es dilatada.

Desde la segunda mitad del siglo XX, el imperio ya era el pasado. La isla retenía territorios pero eran despojos a veces incluso costosos. Por lo menos desde entonces el Reino Unido ha debido negociar su posición en Europa, y el reconocimiento de esta necesidad es desagradable; el país en cuyo imperio no se ponía el sol (como dijeron los españoles del XVII) tenía que aceptar que ya no reinaba. “Rule, Britannia!” se convirtió, como todo buen desastre, en parte de la psique nacional, en su himno, la alcoba de los ensueños nacionales. Además de esta identidad, el imperio significaba dominio internacional, y la riqueza colonial había creado una economía poderosa. La Revolución industrial fue apenas un aspecto de un periodo de prosperidad y apuesta al futuro.

Por éstas y otras razones el acceso del RU a la UE fue difícil: ha producido una herida narcisista, exigido el ajuste de cuentas y utilizado la nostalgia como arma política formidable junto con esa forma de consenso que se llama la voz de la nación, alimentada con rencor sistemático hacia la UE. Los extranjeros son culpables de la perfidia con la que se asocia el ánimo imperial. Considerándose en la servidumbre, la decadencia nacional parece menos cruenta cuando se cuenta con un ánimo rapaz.

Como otras literaturas, la británica se encuentra poblada de textos patrióticos, pero en su caso esta preponderancia enaltece las virtudes que hicieron posible el imperio. Ya no hay viajes de reconocimiento que hacer por las tierras exóticas que han dejado de ser vasallas de Su Majestad, quien incluso ha tenido que deshacerse de su amado yate. El imperio es el mayor desastre y por ello el más épico. Ante el cataclismo, el estoicismo. Los estudiantes de las escuelas victorianas eran estoicos a punta de golpes y asumían el dolor como una táctica de fortalecimiento que, por serlo, era una forma de amor. En la ética del caballero victoriano hay una buena dosis de dolor físico y moral, que se transforma en fuente de placer. Quizás a ello se deba la cantidad de burdeles sadomasoquistas que proliferaron en la era victoriana y que son todavía populares.

El espíritu nacional es una serie de batallas perdidas. Pensemos en la que loa Tennyson con “La carga de la Brigada Ligera”, donde un regimiento entero fue destripado en Crimea porque la orden fue dada al revés, o pensemos en “Si”, de Rudyard Kipling, o en las expediciones a la Antártida cuyos exploradores se aven-turaron sin mapas confiables y murieron congelados. Si no fuera por el oficio de los poetas, las acciones que consagran serían grotescas, dignas de Monty Python.

Hay que decir que una buena parte del humor producido por el estoicismo ha alimentado a cómicos extraordinarios y ha conocido audiencias regocijadas mediante la televisión. En su mejor momento, ese estoicismo puede verse a sí mismo como motivo de risa. Al contrario, el Brexit es lo más opuesto al sentido del humor.

Desde su participación en el entonces mercado común, el RU ha tenido tiempo de rumiar su desdicha y de encontrar razones que justifiquen su postración. Argumentos no le han faltado. Primero el neoliberalismo lo despojó de su planta industrial, a la que se miró desdeñosamente como reliquia victoriana en favor de los servicios. Europa, afirmó Margaret Thatcher, se inclinaría cada vez más por ofrecer servicios, y no se equivocó si se piensa en la banca.

Este viraje estructural —de la producción de bienes a la de servicios— implicó la creación de áreas desmanteladas, especie de manchas de pobreza en el reducido mapa de una isla pequeña. Desempleados y cada vez más cínicos, a los ingleses les fue fácil alebrestarse contra la UE. ¿Que ya no hay astilleros? Culpa de Europa. ¿Que el sistema de salud se encuentra en crisis? Culpa de Europa. Es sencillo atribuir la culpa de los males a los extranjeros, porque eso son los europeos: extranjeros. La asociación no requiere mayores explicaciones, pero urge considerar el nexo mediante el cual los extranjeros son culpables.Hay por lo menos dos clases de extranjeros: quienes son fácilmente discernibles y los que pueden, hasta cierto punto, confundirse con la población local. A los primeros les corresponde librar una batalla diaria porque son el foco de la agresión popular, que comienza desde la escuela secundaria. Los extranjeros discernibles asumen, en el imaginario que coquetea con el linchamiento, un martirio constante. En esta forma de concebir al extranjero hay, evidentemente, una buena dosis de racismo. Porque los discernibles no son polacos ni checoslovacos que, mientras no abran la boca, pasan desapercibidos.

El funesto desarrollo de los populismos europeos actuales ha favorecido expresar la xenofobia cada vez más enérgicamente, y el rencor británico de las clases arrolladas por la historia en forma de neoliberalismo y crisis bancaria no es distinto. El europeo-extranjero-discernible es con frecuencia peligroso, como suelen serlo los invasores. Ahora mismo puede verse cómo opera esa retórica que tiene muchos seguidores, y basta con escuchar al pre-sidente Trump hablando de la caravana migrante y la frontera con México. Los extranjeros-invasores son forajidos.

Parte de la toxicidad británica alivia su rencor señalando a los culpables ilusorios y a menudo recurriendo a la agresión, que es considerada un asunto de justicia, e imponiendo políticas migratorias diseñadas abiertamente para no poderse cumplir y dar gusto al electorado. Uno de los reclamos del Brexit es exactamente contra la inmigración, fantasma que recorre Europa. Cuestiones como la indumentaria son cau-sa de creciente irritación porque es inconcebible que un invasor traiga, encima de todo, sus malditas costumbres. Los caribeños que llegaron para reconstruir el Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial fueron repatriados a pesar de llevar décadas viviendo ahí. La política hostil de Theresa May consiste en una persecución que la generación Windrush hizo pública recientemente.

La asociación con Europa ha sido por lo menos molesta y podría decirse que la necesidad de compararse con los europeos habla de un curioso complejo de inferioridad que disfraza su inseguridad mediante la altivez o el desprecio, dos caras conocidas del estoicismo. Quien abraza su destino fatal sin que se le mueva un pelo es digno de admiración. El héroe estoico avanza a la catástrofe que, según el go-bernador del Banco de Inglaterra, puede traducirse en un 9.3% de descenso en la productividad nacional, algo peor que el periodo más álgido de la crisis de 2008.

El Brexit es la manifestación actualizada del estoicismo británico. Podría argüirse que también de la ignorancia y del empe-cinamiento, porque donde hay conviccio-nes, sobran datos. Basta con empeñarse en creer para que la realidad se adapte a la fantasía. El estoicismo no existiría sin esa fe en que el imperio no es un cadáver amojamado, sino un futuro promisorio, seguramente uno más entre las potencias del mundo anglosajón.

Desde 2016 el mundo presencia una nueva marcha de la caballería ligera y de nuevo los jinetes avanzan en dirección contraria. Este nuevo desastre es la única manera de revalorar la maltrecha psique nacional que transforma al colonizador en colonizado y exige liberarse. Por eso Nigel Farage instituyó el Independence Day que marca la fecha en que el RU votó por desgajarse de la UE para liberarse. Boris Johnson prometió el retorno de la riqueza vertida en la insaciable Europa. Los ciudadanos se imaginaron restituidos a una prosperidad que, además de limitada en buena medi-da, también es imaginaria. Lo que importa, sin embargo, no es la información, sino la creencia de que el RU puede todavía vivir en el pretérito.

Se dice que el nacionalismo es uno de los ingredientes más explosivos del populismo; en el Brexit sin duda es una fuerza considerable. Una isla que ha dominado al mundo expoliando los recursos de las colonias exactamente como lo hicieron sus antecesores bucaneros se adjudica el papel de víctima. Por eso cree necesario liberarse del imperio europeo que amenaza sojuzgarla. En la aurora ondea victoriosa la bandera de la Union Jack y el espíritu de Dunkerque —hablando de fracasos espectaculares— alimenta la más valiosa esencia del estoicismo británico.

La tarea que se ha echado encima la primera ministra no es asunto sencillo. Llevar a la nación al diván significa exorcizarla del fantasma imperial, y a cambio hay poco que ofrecer, con suerte un segundo referéndum que melle la resistencia de quienes prefieren vivir en las ruinas de su imaginación. Un millón setecientas mil firmas bien merecen reconsiderar que el pueblo a veces cambia de opinión y que eso también forma parte de la democracia. EP

 

 

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Bruce Swansey es autor de Edificio La Princesa (UNAM, 2014).

 

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