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PROHIBIDO ASOMARSE: Postal de Rangún: bueyes, perros, cucarachas

Bruce Swansey | 01.01.2018
PROHIBIDO ASOMARSE: Postal de Rangún: bueyes, perros, cucarachas

Cada aeropuerto refleja aspiraciones nacionales. El de Dubái, por ejemplo, es una ilusión escenográfica que afirma el poder económico, sostenida en columnas tan elefantiásicas como brillantes, escenario propicio para montar Aida con elefantes incluidos, a los que no sería arduo meter en los elevadores —¿o los recuerdo más grandes porque en uno cupieron varios cubiertos con albas túnicas con aspecto de enormes refrigeradores ambulantes?—. O el de Bangkok, que anuncia la obsesión por la belleza libre de género: cremas para blanquear la piel a base de pulpa de caracol, para eliminar las marcas del acné o para recuperar la elasticidad y darle luminosidad al rostro; bótox para adquirir perplejidad de pez fuera del agua y transferencias de la grasa corporal.

El de Rangún —Rangoon en tiempos coloniales, cuando todavía era la ciudad
capital— no ofrece más que Mingaladon, que significa ‘bienvenidos’. Es un aeropuerto que recuerda al de la Ciudad de México cuando se iniciaba la aviación y pocos podían permitirse lo que hoy ha facilitado invasiones abyectas. Tal recuerdo recrea una escala y una disposición. En el aeropuerto de Rangún se atraviesa una barrera del tiempo. Myanmar sigue siendo Birmania, aunque desde 1948 haya accedido a la independencia que se celebra el día 13 (día funesto, según ciertas supersticiones, para casarse, embarcarse y proclamar independencias nacionales) de noviembre de 1917.

En el origen estuvo el desplazamiento: todos venimos de otro lugar y es imposible asegurar que habremos de permanecer en alguno de los sitios donde nos refugiamos. Todo es tránsito, y por ello construir una esencia para anclar ese conglomerado que se denomina “pueblo” en el mejor de los casos es una ilusión, pero más corrientemente un engaño al servicio de intereses menores que los que se intenta justificar en nombre de la integridad nacional.

Quienes llegaron al valle del Ayeyarwady iban rumbo a China, y los que desearon prolongar su estancia debieron afirmar haber “descubierto” la tierra que bautizaron como Suvannabhumi o Tierra de Oro. La mera invocación de ese metal despierta anhelos de permanencia, despojo que debe justificarse proclamándolo como hallazgo, ya que sólo puede descubrirse lo que no pertenece a ninguno.

A estos conquistadores siguieron otros trashumantes que huían del Tíbet y de China, y que se combatieron entre sí provocando nuevos desplazamientos. Hacia el año 849 los perseguidos fundaron Pagan, hoy llamado Bagan y protegido por la unesco a causa de los templos que cubren su tierra colorada. Mongoles, inmigrantes del Desierto de Gobi  (“Río de arena”), grupos provenientes del suroeste de China y más tarde invasiones como la del célebre Kublai Kan provocaron nuevos desplazamientos. Pero la fe en que hubo una unidad que debe y puede recuperarse anima los anhelos de quienes se proponen quedárselo todo a nombre de la mayoría.

Eso ocurrió hacia mediados del siglo xvi cuando Birmania se consolidó como un territorio que maduraría hasta ser nuevamente “descubierto” por los británicos —siempre dispuestos a compartir los beneficios de la civilización con los aborígenes—, quienes fueron desplazados por el Ejército japonés de ocupación. Después de un breve retorno, las dificultades del imperio se transformaron en ganancias de generales, y el resto del siglo el país sería gobernado por una dictadura militar que, madruguetes considerados, sobrevive prácticamente intacta y gobierna un mosaico de sesenta grupos étnicos “minoritarios” ante aquél constituido por la mayoría birmana. A pesar de las diferencias que exigen autonomías y en ocasiones la independencia negada en 1947, algo comparten: la conciencia de la desemejanza que trazan entre ellos y los kalas o extranjeros, denominación que no sólo significa una condición sino también una condena. ¿Qué sería del nacionalismo sin la xenofobia?

Un país también es su clima y en Rangún el calor húmedo es agobiante. A cada paso da la impresión de desplazarse dentro de un baño de vapor pero sin la recompensa de una ducha helada. Una vez que se ha aceptado esto se accede a la antesala del Nirvana, el umbral que exime de futuras reencarnaciones a quien ha sudado sin protestar y ha obedecido los mandamientos budistas manteniéndose dentro de la línea media, es decir, evitando excesos y en paz con su karma, algo equivalente a la cruz que cada cristiano debe cargar resignadamente. Quienes desean salvarse primero deben perderse renunciando a la razón.

Aunque los Estados nación utilicen una religión oficial para aglutinar lo diverso, ninguna es oriunda. El budismo llegó a Birmania con los cargamentos de los mercaderes indios y corresponde al rey Ashoka haber respaldado su implantación visitando la gran pagoda de Shwedagon para rendir homenaje a las reliquias de los cuatro budas. Sin éstas, una religión carece de legitimidad, indispensable para continuar aguardando la venida de esa especie de mesías que será el quinto Buda. De hecho, la forma de budismo Theravada que se practica en Myanmar data de 1056, cuando fue traído de Sri Lanka. Las potencias son perecederas, pero la fe no tiene fecha de caducidad.

La fe en Myanmar resplandece. Los techos erizados de las pagodas son dorados y destellan bajo el sol. Dentro, los altares están cubiertos de láminas de oro que hacen minimalista el horror vacui del barroco más extremo. ¿Cómo caza la aspiración al vacío con tal saturación en la que la profusión de budas sugiere una línea de coristas detenidas en el momento eterno de su rutina? Quizás ante las estupas más humildes dedicadas a cada día de la semana, cuyas formas circulares ofrecen un descanso. Si no se tratara de otra cultura, tal opulencia resultaría kitsch. No lo es aquí porque incluso en el ámbito doméstico hay gabinetes cubiertos de pequeños espejos engastados en marcos dorados y pavos reales recamados de piedras polícromas, demonios capaces de adoptar formas fantásticamente complejas y sapos cuyos ojos brillan como ascuas congeladas. La igualdad entre los hombres es el pilar que sostiene al budismo siempre y cuando los hombres no sean kalas o, peor todavía, rohinyás.

La igualdad es una ilusión, y en el caso de los rohinyás una imposibilidad que puede tener tintes religiosos porque son musulmanes, pero que también cuestiona su derecho de haberse establecido en Myanmar. Todavía hoy son considerados kalas provenientes de Bangladés, traídos por los invasores para hacer el trabajo que los birmanos jamás habrían aceptado. Su miserable diligencia los hizo víctimas de un rechazo irracional que resultó en su violenta persecución y, en el caso de quienes no pudieron escapar cruzando el río Naf para ponerse a salvo en Bangladés, en su exterminio. El Ejército birmano los acusa de terrorismo debido a acciones dictadas por la opresión que han desatado una reacción de violencia extrema. Como otras minorías perseguidas, los rohinyás no son culpables por lo que han hecho sino por lo que han padecido. Su masacre ha sido definida por Amnistía Internacional como una guerra de limpieza étnica, semejante a las atrocidades sucedidas en los Balcanes, y ha ensuciado la reputación de Aung San Suu Kyi, quien recibiera el Premio Nobel de la Paz por su labor para democratizar Myanmar.

“Los birmanos hemos tenido tres encarnaciones”, dice Ni Ni, “como bueyes bajo los británicos, como perros bajo los japoneses y ahora como cucarachas bajo los militares. Por eso tenemos que aprender a volver a ser humanos”.

Después de décadas de budismo socialista, en Myanmar los militares son los únicos dueños de un país sin clase media ni sociedad civil. Hasta hace poco, leer un libro era inconcebible. La prensa no existe y todavía hoy Orwell —quien por cierto viviera en Birmania entre 1922 y 1925— es el mejor guía para visitar Myanmar. Tanto Rebelión en la granja como 1984 son reflexiones sobre un mundo gobernado mediante el miedo, en donde nada escapa a la vigilancia. En este contexto es poco lo que la consejera de Estado, Aung San Suu Kyi, puede hacer o siquiera decir, y el hecho de que las visitas oficiales comiencen donde despacha el general Min Aung Hlaing, comandante en jefe del Ejército, indica el vacío que no resulta de la tranquilidad budista sino de la ausencia de alternativas democráticas en Myanmar. Fuera de la pagoda de Shwedagon se detienen algunos turistas para ver pasar a la comitiva del papa.

La tarde trae cierto alivio. Camino a lo largo de una avenida flanqueada por edificios estilo art déco considerados “coloniales” porque son vestigios del imperio desaparecido. Luego, desde la barra donde bebo una cerveza distingo enfrente el edificio que alojara al Scottish Bank, que, disimulado por escurrimientos prietos de humedad, se alza en la noche arrullada por la nostalgia. Rangún no es ya la ciudad colonial de antaño, pero la música que escucho en el Geikho Bar la evoca. Jazz. Blues. El Strand y los lime gimlets. Pienso en la fortaleza que cincuenta y tres millones de personas necesitan para sobrevivir en un régimen semejante. El nacionalismo tiene algo romántico pero sólo en beneficio de la clase que se apropia del país y que, como el legendario ogro Muka en los templos de Bagan, está condenada a engullirse a sí misma.  EP

 

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Bruce Swansey cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Su publicación más reciente se titula Edificio La Princesa (UNAM, 2014).

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