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#Crónicas: En el caldo primigenio 

Héctor Toledano | 31.01.2019
#Crónicas: En el caldo primigenio 
En #Crónicas recuperamos experiencias que alteran nuestra percepción del tiempo y del espacio. En esta ocasión, Héctor Toledano nos platica acerca de su viaje por Jordania. ¿Cómo es el Reino Hachemita?

Esta crónica forma parte del libro Salomé Reloaded. Nueve días en un país que no termina de aparecer y las fotografías que la acompañan son cortesía del autor.

 

Llegó el día de abandonar Amán sin que lo hubiéramos recorrido nunca, cosa que nadie pareció lamentar demasiado. Para entonces, nuestra pequeña comunidad ya se había convertido en un hervidero de discordias, potenciadas al máximo por ese engendro diabólico de la moderna comunicación electrónica: el grupo de WhatsApp. Tal vez sea natural que cualquier conjunto de personas obligadas a convivir durante varios días termine por alucinarse, pero nosotros logramos llegar a ese punto en un tiempo récord. No habían terminado de pasar dos días cuando la mala voluntad ya resultaba evidente y encontraba su vehículo idóneo en ese espacio palpitante de la inquina, ideado por alguna mente torcida para que la gente se sienta libre de intercambiar, con la holgura que propicia la frialdad del medio, insultos, reclamos, indirectas y descalificaciones que nunca se atrevería a espetarse cara a cara. También para que reitere vulgaridades y prejuicios disfrazados de humor, comparta intimidades que nadie quería conocer, defienda ideales retrógrados, difunda teorías sin sustento y reduzca sin dilaciones el nivel de la comunicación humana a su rasero más ínfimo. No hace falta que sus miembros se lo propongan: tarde o temprano, el grupo de WhatsApp terminará por sacar a la luz lo peor de cada persona.       

            Las raíces de nuestra discordia se remontaban tal vez a la naturaleza un tanto ambigua del viaje mismo (jaloneado entre los polos opuestos del supuesto turismo y el supuesto futbol), a las exigencias dispares que le imponía cada medio a sus representantes, a la espontánea antipatía de algunos personajes, a esa tendencia acaso natural en el ser humano a identificarse, rechazarse, agruparse, excluirse y jerarquizarse; y sin duda también al hecho de que quienes estaban para calmar los ánimos prefirieron tomar partido y atizar el encono. Las diferencias con el viaje anterior volvieron a cobrar realce, pues en aquella ocasión, salvo por un par de personalidades excéntricas, el grupo congenió de maravilla, lo cual propició a su vez una mayor claridad en cuanto a lo que se esperaba del recorrido y facilitó el trabajo de quienes debían encaminarlo. Esta vez, por el contrario, las divisiones internas contribuyeron a desdibujar la gira, pues ninguno parecía tener muy claro su propósito (o no sentía la libertad de expresarlo), la energía se disipaba en disputas mezquinas y quienes tenían que organizar nuestras vidas se contentaban con cumplir lo mínimo, en parte porque nadie les reclamaba otra cosa y en parte porque acaso pudiera parecerles que sus esfuerzos no eran apreciados como deberían. Fue así que nuestro grupo de viajantes terminó por convertirse en una metáfora viviente de las nefastas consecuencias de la discordia, exacerbadas por la ausencia de un proyecto común y de un liderazgo efectivo. Y esto iluminaba de alguna forma, en su escala minimalista, la fuente original de los conflictos que derraman ríos de sangre por toda aquella región, al igual que en nuestra propia patria, pues se trata a fin de cuentas de la misma.  

            Salimos por fin de Amán y todo fue comenzar a bajar, perder de vista el poco verde que sobrevive con dificultad a esas alturas e internarnos en la realidad mineral del desierto, que en sus diferentes variantes compone la casi totalidad del país. Nos dirigíamos en primera instancia a Betania, el sitio junto al río Jordán en donde se supone que se bautizó Jesucristo. Digo se supone porque todo por aquí se supone, a veces a partir de unos cuantos granitos conjeturales de probabilidad objetiva. Hay muy pocas evidencias, multitud de dudas, demasiadas teorías contrapuestas y lo que pueda haber sucedido de verdad acumula cuando menos veinte siglos de manoseos interesados. El hecho es que también hay un supuesto lugar del bautismo del otro lado del río, en los territorios controlados por Israel, y ambos han recibido el respaldo certificatorio de cuando menos una visita papal.

            Para este punto del viaje, nuestro pintoresco autobús original había sido reemplazado por un modelo más reciente, equipado con uno de esos aires acondicionados temperamentales, dados a reproducir en sus momentos de histeria las condiciones habituales de un febrero siberiano. Tal vez por eso, en cuanto se abrió la puerta y desembarcamos en tierra firme, la intensidad del calor casi nos mata. Se trata de una clase de calor que no puedes creer que exista, un calor que sólo puede generarse a varios cientos de metros por debajo del nivel del mar. Aquí se combinaba además con una intensa humedad y con nutridas nubes de moscas, de un tamaño, densidad y persistencia que sólo pueden calificarse de bíblicas. Empiezas a sudar desde que llegas y cada gota de tu sudor parece atraer una mosca, o varias, que aunque no te dañen de ninguna forma reiteran un contacto repelente.       

            Nada de lo cual tenía por qué arredrarnos en nuestra determinación de responder con enjundia al llamado imperioso de la fe. Unos senderos bien delimitados (Omar nos advirtió que no nos saliéramos de ellos, pues sigue habiendo minas en la zona) te conducen al sitio específico donde se dice que Juan bautizó a Jesucristo, en un punto donde en ese entonces pasaba el curso del río, o existía un manantial permanente, o algo que ya no queda del todo claro, y donde ahora sólo puede verse una especie de cráter, con los restos de un charco en el fondo y las ruinas de una antigua iglesia bizantina, cuyo piso de mosaico lucía profusamente mancillado por las huellas de algún peregrino irrefrenable, a pesar de las vallas y los letreros en diferentes idiomas que te indican de manera inequívoca que no camines sobre él. Tal vez se trataba de alguien que no sabía leer ninguno de esos idiomas, o no entendía el lenguaje universal de los obstáculos físicos, o no le pareció legítimo que se le trataran de imponer barreras a su devoción (la liberalidad con que se pisotea en este país los escasos remanentes de sus tesoros ancestrales no parece augurarles una larga vida).  

            Poca era la gente que se detenía en ese lugar, sin embargo, a pesar de que se trataba en teoría del epicentro de la trascendencia. A donde todos querían llegar era a lo que queda del río, que no es mucho ni muy caudaloso pero que sigue teniendo agua (más bien turbia) que sirve para bautizar y para llevarte a casa en calidad de reliquia. El lugar ha sido acondicionado con un tejabán que protege del sol y unas modestas gradas de madera que descienden al cauce y una pila de piedra similar a las que suelen contener el agua bendita en las iglesias católicas. Era ahí donde se concentraba el grueso de los fieles en un ánimo de romería.

            Llegamos justo a tiempo para ver cómo un pastor de filiación difusa bautizaba por inmersión a una pareja joven, todos apropiadamente ataviados con luminosas túnicas blancas. Lejos de solicitar una atmósfera de recato, consecuente con la alquimia metafísica que debía implicar el sacramento, el pastor animó a la concurrencia para que se sumara a su circo y hasta se agenció una traductora improvisada que reproducía sus salmodias en un inglés tentativo. De ese modo carnavalesco terminó por consumarse el ritual, entre flashazos y vítores, con los ángulos adecuados y las pausas requeridas para su cabal registro por la multitud de cámaras, apostándole sin duda a la inminente viralización. Una vez despachada la pareja de las túnicas blancas, se apuntó de improvisado uno de nuestros más conspicuos compañeros, quien se distinguió a lo largo de todo el viaje por su pasmosa imprudencia. También él fue sumergido con rotundo garbo en el agua lodosa, para nacer de nuevo en el amor de Dios. La beatitud de la Gracia sólo pareció durarle unas cuantas horas.

            Para quienes fuimos adoctrinados a pulso en la geografía evangélica, identificar ese riachuelo de fango con el portento bíblico no resultaba sencillo, menos aún inspiracional. En el plano de lo terreno, era una evidencia más de la depredación de los acuíferos de la zona, otro triste campo de batalla de las guerras perpetuas. En el plano de lo simbólico, parecía ilustrar el mugrero en el que se ha convertido el mensaje de la redención en manos de los intereses que lo tienen secuestrado. Con todo, no podía discutirse que estábamos en uno de los puntos nodales del territorio sagrado (aunque pudiera no tratarse de la coordenada precisa) y que estar ahí revestía un significado profundo para muchas de las personas que venían con nosotros. A despecho de lo descrito en la sección anterior, lo cierto fue que todos suspendimos la chacota cuando menos un instante para reconocer la carga metafísica del lugar, como también es cierto que la mayoría de la gente se acercaba al agua en actitud reflexiva, incluso reverencial, para tocarla con las manos o mojarse la frente o internarse en su caudal en diferentes grados.

            Dado que aun la piedad tiene que andarse con tiento en esta tierra convulsa, tales inmersiones quedaban circunscritas a una reducida zona, delimitada por un cordel de boyas, pues a escasos cinco metros de distancia, en la orilla opuesta del río, señoreaba el poder supremo del estado de Israel. Lo prudente, por lo tanto, es que ni siquiera pueda parecer que alguien pretenda adentrarse más allá de la mitad del río. Con qué se puedan encontrar es algo que nadie sabe, porque de lo que se trata justamente es que no se sepa. De ese lado no hay cordel de boyas ni restricciones de ninguna clase y las instalaciones están hechas de cemento y piedra, con barandales de metal y rampas para minusválidos. Todo enteramente sólido y resplandeciente y sin embargo vacío. Ni esta vez ni la anterior vi que nada se moviera por aquella orilla (aunque siempre tuve la sensación de que nos vigilaban). Al parecer, el grueso de sus rebaños abrevan en otro punto del río, llamado Yardenit, que luce francamente espectacular en las fotos de Wikipedia.

            La relevancia mítica de la zona va más allá de lo bautismal, pues se supone que es el punto por donde el pueblo judío cruzó por primera vez a la Tierra Prometida y en donde el profeta Elías ascendió al cielo en un carro de fuego. También se encuentra muy cerca de la ciudad ancestral de Jericó, donde la Biblia nos dice que las trompetas de Yahvé derribaron las murallas y la arqueología nos señala que fue uno de los primeros lugares donde se practicó la agricultura en forma sistemática. Por aquí a todo terminan por brotarle sucesivas capas de significado, muchas veces antagónicas, entre las que cada quien escoge la que mejor le cuadra. Por lo mismo, el visitante oscila continuamente entre la profundidad de la historia, los efluvios de la religión y la brutalidad de los conflictos actuales.

            Mientras caminaba de regreso al autobús, agobiado por esa atmósfera en la que hasta el más mínimo esfuerzo produce un desgaste, pensaba en los miles de soldados que en algún punto reciente han andado echando bala por ahí, esperando que en cualquier momento los despedace un mortero o los parta en dos mitades una ráfaga de metralla. Todo por un pedazo de tierra lleno de moscas donde a duras penas se podrían criar algunos rebaños de cabras.

            La jornada, en teoría, nos deparaba subsecuentes escalas mitológicas, la primera de ellas en el monte Nebo, donde se supone que Moisés vio por primera vez la tierra prometida que nunca llegaría a pisar. Como no existe evidencia concreta de la realidad terrena de Moisés, ni de la efectiva historicidad del Éxodo, para el caso, tampoco puede saberse si esa colina en particular corresponde con el sitio bíblico, pero el hecho es que se la ha tenido como tal desde tiempos remotos, cuando menos desde los primeros siglos de la era cristiana.

            Lo que no se puede discutir es que desde ahí se tiene una vista espectacular de la cuenca del Jordán y de las colinas de Judea, en cuyo punto más alto pueden llegar a distinguirse los perfiles de Jerusalén. En el viaje anterior pasamos ahí un rato muy placentero, en compañía de animados contingentes de niños y adolescentes en visita escolar. Vimos el paisaje nebuloso, con un tinte de espejismo, que acaso viera el patriarca hebreo miles de años atrás, así como un bellísimo piso de mosaico con motivos de flora y fauna que es casi lo único que queda de una antigua iglesia bizantina, lugar de peregrinación. Esta vez se acabó decidiendo, o el retraso decidió por nosotros, que nos seguiríamos de largo hasta Madaba, porque había que comer y nos estaban esperando. Así que sólo le pasamos por un lado al mirador, con la vaga promesa de parar de regreso, camino de nuestro resort en la orilla del mar Muerto, donde dormiríamos esa noche y la siguiente.  

            Madaba es una ciudad pequeña, en el centro de una meseta elevada. La tierra que la rodea abunda en huertos de olivos y parcelas de cultivo muy bien trabajadas. La región proyecta una imagen de orden y prosperidad que podría evocar, nuevamente, a algunas zonas del Bajío mexicano. Se distingue por albergar a la mayor comunidad cristianas del país, que compone más o menos la mitad de su población. Su principal atractivo es la basílica de San Jorge, una iglesia ortodoxa de finales del siglo xix, en cuyo proceso de construcción se descubrió un precioso piso bizantino de mosaico, parte de una iglesia anterior, que data del siglo vi de la era cristiana. El mosaico representa un mapa, la imagen cartográfica más antigua que se conoce de la Tierra Santa, lo que lo vuelve una atracción mundial. La gente no se cansa de constatar que lo que cree ya lo creyeron otros, desde tiempos inmemoriales, acaso de una forma más pura y total.

            Como ya se señaló, Omar es dado a redondear sus funciones de guía con discursos informativos sobre diversos aspectos históricos, sociales y culturales del país. Es sin duda un predicador, a su modo, hijo natural de esta tierra que los sabe producir y que tanto los aprecia. Dada la conjunción de elementos religiosos, es por esta zona donde acostumbra poner en marcha lo que podríamos denominar su homilía ecuménica, en la que abunda sobre las razones por las que cristianos, musulmanes y judíos tenemos más motivos para querernos que para detestarnos, pues nuestro Dios es el mismo. Su propósito es más que nada desmentir algunos de los principales prejuicios sobre la religión musulmana, acentuar su estrecha relación con el judaísmo y el cristianismo, condenar la perfidia del conflicto árabe-israelí a la luz de tales afinidades y denunciar a los oscuros poderes geopolíticos que atizan el encono por motivos inconfesables. Se trata de una alocución pertinente, balanceada, concebida desde un universalismo humanista por una persona de fe, con la que resulta casi imposible estar en desacuerdo. La idea es sentar las bases para un bonito intercambio de intenciones piadosas, en ese entorno distinguido por la pluralidad religiosa y salpicado por una multitud de remanentes de lo sagrado.

            Esta vez, sin embargo, ni la educada retórica de Omar consiguió hacer mella en la apatía generalizada y terminó por diluirse cuando apenas arrancaba. La voz del pueblo clamaba más bien, entre bromas y veras, por encontrar un lugar donde pudiera proveerse de alcohol, la preocupación más ostensible para el grueso de nuestro contingente. Tampoco el discurso de Omar sobre el uso del velo y la situación de la mujer en las diversas comunidades musulmanas, un par de días más tarde, desató mayor interés. El que versa sobre el origen beduino del país, el peso del desierto en su definición identitaria y los hechos históricos que lo hicieron posible a partir de la revuelta contra el Imperio Otomano, ni siquiera se molestó en emprenderlo.

            Lo mejor del día, como siempre, fue la comida en el restorán de Madaba, donde ya habíamos estado la vez anterior. Un lugar encantador, habilitado en los restos de una antigua casa de piedra, con un patio contenido y fresco, animado por los destellos de unas deslumbrantes buganvilias. En esta ocasión había una señora cociendo pan árabe del modo como deben haberlo cocido sus madres y sus abuelas desde hace milenios: sobre un comal de cerámica frente a un fuego abierto. Los discos de masa se inflaban de un modo muy similar a nuestras tortillas y al igual que nuestras tortillas saben mucho mejor acabados de hacer.

            Pasamos en el interior de la basílica poco más de diez minutos, algunos ni siquiera eso. El lugar no tiene en realidad mayor atractivo que el mapa, una dispersión de fragmentos de mosaico sobre el piso de la iglesia. Aquí sí hay vigilantes que te impiden pisotearlo, por lo que tienes que contentarte con examinar lo que te queda cerca, parte de lo cual, inevitablemente, vas a verlo al revés. Sobrevive menos de la mitad de lo que fue en su origen, pero con eso es suficiente para calibrar su alcance. Además del prodigio que implica la talla, selección y colocación exacta de millones de fragmentos de piedra de diferentes colores, el mosaico resulta impresionante por la claridad y elocuencia de su propuesta iconográfica.

            Se trata de una representación ilustrada de los principales puntos de interés de la Tierra Santa, dirigida a lo que en ese momento comenzaba a ser una pujante industria de la peregrinación, con Jerusalén al centro, un río Jordán mucho más caudalosos que el que conocimos y un mar Muerto habitado por monstruos marinos y surcado por barcas enormes. El sentido de ubicación es inmediato, la importancia relativa de los elementos, evidente a primera vista. Fue concebido y realizado con tal claridad de propósito que su función como idealización visible del territorio sagrado se desdobla de manera imperceptible en matriz ordenadora del cosmos. De modo que cumple a la vez como recurso propagandístico, como mecanismo didáctico, como documento político y como imagen aspiracional de lo intangible. Es difícil concebir el impacto que debe haber tenido sobre un espectador de la época, mucho menos saturado que nosotros de imágenes redondas y pulidas, hecho además al entendimiento de un mundo intervenido de manera constante por las fuerzas de lo sobrenatural. El milagro de su realidad concreta debe haber servido para validar los milagros superiores que representaba y así justificar los considerables recursos que deben haberse invertido en su realización.    

           Satisfecha en esa cuota mínima nuestra dosis asignada de belleza, el resto de la tarde se difuminó sin consecuencia, en un lugar donde casi no hay nada que ver, poco que comprar y horizontes muy reducidos para cualquier tentativa de paseo. Recorrimos en sentido opuesto la misma carretera por donde llegamos, visitamos una tienda de artesanías donde la vez anterior había orfebres trabajando frente a los turistas y esta vez no había nadie (sabes que has llegado a un lugar moribundo cuando alguien tiene que ir encendiendo las luces a tu paso), volvimos a pasar sin detenernos junto al mirador del monte Nebo (ya era demasiado tarde) y llegamos al filo de la noche a las puertas de nuestro espectacular hotel, sobre la apropiadamente lúgubre rivera del mar Muerto.

            Se nos recibió con galas de dignatarios, se nos ofrecieron refrescantes vasitos de agua de jamaica con canela (nunca se me hubiera ocurrido esa combinación) y se nos emplazó a una visita guiada de las opulentas instalaciones a la mañana siguiente, a la que nadie asistió. Esa noche, finalmente, pude dormir de corrido, no sé si por la suntuosa amplitud de la recámara, por la elevada concentración de oxígeno que se da en esa altura (bajura), porque al día siguiente no teníamos nada programado, o simplemente porque la fatiga había llegado a su punto de quiebre. Sería romántico decir que me arrulló el sonido de las olas, pero aquí el mar no suena: pesa demasiado para que hayan olas.

 

Sitio exacto del bautizo de Jesucristo (según los jordanos)

 

Saltimbanquis de la trascendencia

 

Puesto militar fronterizo junto al río Jordán. El rey en su avatar de defensor de la patria

 

El obviado paisaje desde el monte Nebo

 

Tierra Santa según el mapa de Madaba (no es difícil descifrar algunos de los nombres en griego)

 

Agitación comercial en las calles de Madaba

 

 

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Héctor Toledano. Nació en la Ciudad de México, el 1 de octubre de 1962. Narrador. Cursó estudios de Psicología en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, Guadalajara, Jalisco; de Economía, en el ITAM, y de Letras Modernas Inglesas, en la UNAM. Diplomado en Traducción en El Colegio de México, certificado por la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Ha sido editor de las revistas Revista mensual para el inversionista y CapitalMercados financieros. Redactor del Boletín editorial de El Colegio de México. Jefe de publicaciones del IIE-UNAM. Coordinador editorial de Clío, Libros y Videos, y de publicaciones del Secretariado de la Comisión para la Cooperación Laboral en Dallas, Texas, y Washington, D.C. Director de Publicaciones de la Coordinación Nacional de Divulgación del INAH. Ha colaborado en las revistas Opcióndel ITAM, VueltaLetras Libres y Revista Cometa, entre otras; en La Jornada Semanal de La Jornada y en el periódico Reforma. Premio Nacional de Cuento Universitario de la revista Punto de Partida en 1986. Finalista del Premio Grijalbo de Novela 2012 por La casa de K. Su trabajo editorial ha sido reconocido en numerosas ocasiones por la CANIEM, y ha traducido del inglés a autores como Graham Greene, Dylan Thomas, T.S. Elliot y Paul Kennedy, entre otros.

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