Dylan nobel: Una valoración personal
Debemos agradecer a la Academia Sueca la selección de un Premio Nobel de Literatura que logró sacudir de su letargo a numerosas figuras de nuestro firmamento intelectual y animarlas a incurrir en lo que mejor les sale: denostar que el mundo sea una farsa deleznable presidida por una runfla de ineptos. Es así que hemos podido disfrutar de un torrente de profundas elucubraciones contra la superficialidad en el arte, que por algún prodigio de sus respectivos talentos logran expresarse con holgura en menos de ciento cuarenta caracteres. No deja de ser curioso el que tanta gente opine de la forma como se dan estos premios lo mismo que se suele decir de la forma como los ricos gastan su dinero: que cualquier idiota podría hacerlo mejor.
También ha sido mucha la gente que recibió la noticia con agrado, pero eso no resulta tan interesante. Después de todo, una de las principales críticas que se han hecho es que se trata de un premio que se concede a sí misma una generación narcisista. Lo tuiteó de manera contundente (y difícil de traducir) el escritor escocés Irvine Welsh: “Una distinción insensata arrancada de las próstatas putrefactas de hippies seniles y balbuceantes”. No voy a negar que me queda el saco (supongo que también a él): pertenezco a esa demografía en declive que tuvo a Dylan como figura tutelar en un periodo determinante de la vida y ha seguido procurándolo de una u otra forma a lo largo de los años. Y para nosotros resulta imposible considerar tal figura desligada de los avatares de la adolescencia y de aquel momento histórico específico.
En mi caso, puntualmente, Dylan aparece cuando termina la infancia. Ya no era una novedad, pero las cosas sucedían más despacio en aquel entonces. Había presidido una época de la que a nosotros nos tocó la cola. Si nos seguía pareciendo vigente era porque el mundo que llamaba a demoler permanecía inalterado. Se trataba de un mundo presidido por principios incuestionables: familia patriarcal, catolicismo ortodoxo, régimen político autoritario; instituciones que para quienes no las conocieron en su estado puro resulta imposible entender lo que significaban, el peso que tenían sobre la vida y el destino de casi todos. Las veíamos como realidades inamovibles, dogmas que parecían inexpugnables hasta que empezaron a ser asaltados por el poderoso corrosivo de la duda, una duda impulsada en nuestro caso por la sexualidad incipiente, que se resistía a encajar en los rígidos moldes que la sociedad le tenía destinados, como ha sucedido siempre. En aquellos años peculiares, sin embargo, nuestras crisis personales se nutrieron y potenciaron con corrientes antiautoritarias mucho más poderosas, que se venían gestando en diferentes lugares del mundo desde principios de la posguerra. Corrientes que terminaron por encontrar su vehículo idóneo en la música de rock, que pasó de ser un mecanismo de fuga para las masas enajenadas del mundo industrial a convertirse en el medio articulador a escala planetaria de lo que ya comenzaba a llamarse contracultura. Y uno de los principales agentes en dicha transformación de un mero entretenimiento comercial en algo que aspiraba a pasar por arte sin adjetivos fue sin duda Bob Dylan. El que lo haya logrado es justamente el punto que se sigue discutiendo ahora. Su propia trayectoria de vida encarna de manera elocuente lo confuso que acabó por resultar todo este asunto, incluso para el artista que se supone que lo representa.
Para nosotros, sin embargo, en aquella Guadalajara de los setenta, tan somnolienta por una parte como homicida por otra, no existía ninguna duda: Dylan se ubicaba en el extremo superior de cualquier jerarquía. En buena parte, supongo, porque nadie lo entendía del todo, aunque supieras inglés. Como muchos de los mejores productos del arte, sus canciones aludían a algo impreciso pero contundente, más significativo acaso por lo inusitado de su forma que por la claridad de su mensaje. Lo que sí entendíamos todos era que anunciaba un mundo de libertad sexual, movimiento irrestricto y expansión de la consciencia. Proponía en esa medida un idealismo cómodo, hay que reconocerlo, cuyas principales exigencias consistían en llevártela leve, dar el rol, fumar mota, viajar en aventón y en psicotrópicos, tratar de conseguirte una novia alivianada y alegar sin freno (y sin mayores bases) sobre temas profundos: temas que iban a cambiar al mundo, a salvarlo, a abrir las puertas de la percepción a una nueva edad del espíritu humano. Ahora sabemos que a lo que terminó por abrirle la puerta ese periodo fue a la plena implantación de la sociedad de consumo en el mundo entero. Como sabemos también que la innegable expansión de las libertades que tuvo lugar a partir de ese punto ha tendido a condensarse con el tiempo en una sola libertad suprema: la libertad de comprar (si tienes dinero).
Supongo que los más avispados no se lo creyeron ni siquiera entonces. Y encuentro razonable que ya casi nadie se lo crea ahora. De modo que si el Premio a Dylan quiere verse como un ritual de consagración de la época que lo asumió como profeta, me parece acertado que se le aborde con una saludable dosis de escepticismo, como parece hacerlo el propio Dylan, quien dejó de escribir canciones visionarias hace ya varias décadas, ha transformado su imagen una y otra vez hasta volverla irreconocible, tardó semanas en decir “esta boca es mía” con relación al Premio y decidió en última instancia no asistir a la ceremonia.
Hasta aquí, con todo, nada que no ronde la relación histórica habitual entre arte e ideología. Queda por dilucidar qué tan arte es el arte del que estamos hablando, tal vez la crítica más relevante que se le ha imputado al Premio. Partamos nuevamente de un ingenioso tuit, esta vez a cargo del escritor estadounidense Gary Shteyngart: “Entiendo perfectamente al comité del Nobel. Leer es difícil”. La frase engloba un conjunto de críticas de talante fundamentalista que descalifican a Dylan por motivos de formato: las canciones no son literatura, cuando menos no literatura en su más alto nivel, el tipo de literatura que merece recibir el Nobel. En su variante radical, este punto de vista define la experiencia literaria superior, de manera exclusiva, como el acto de leer en silencio palabras impresas sobre la superficie de un libro. Lo que no sea capaz de transmitir la plenitud de su impacto en ese medio lacónico no vale.
Creo que el argumento es pobre y fácilmente rebatible. De entrada, hace un eco apresurado del extendido prejuicio de que la oralidad no puede expresar las mismas profundidades que la escritura. Lo cierto es que mucha de la mejor literatura producida por la humanidad fue ideada en la oralidad y estuvo destinada en principio a ser cantada, desde los poemas épicos de Homero hasta los salmos de la Biblia. También han sido muchos los poetas cuya elevada sofisticación nos parece indiscutible, como Schiller o Goethe, que han escrito canciones, y si bien éstas podrían no ser consideradas sus mejores obras, nadie pone en entredicho que sean literatura. Nadie parece tampoco disputarle el mérito literario a los numerosos dramaturgos que han ganado el Nobel, a pesar de que el teatro es algo que sólo cobra su verdadera dimensión en la puesta en escena.
Aunque no han faltado los académicos que comparen a Dylan con Rimbaud o con Keats, creo que podemos reconocer, por mucho que lo queramos, que las letras de sus mejores canciones, puestas en la fría soledad de la página, no compiten favorablemente, digamos, con los mejores poemas de Seamus Heaney. Sólo que tal comparación no es pertinente, pues las canciones no fueron concebidas para leerse, sino para escucharse (como el teatro es concebido para ponerse en escena), y es sólo a través de ese medio que pueden transmitir la integridad de su carga.
Así que valorar a Dylan nos obliga, en principio, a valorar el género en el que se ha desenvuelto, sin soslayar que se trata, por una parte, de un género híbrido (mezcla inextricable de música y palabra), y por otra, de un género popular, por equívoco y traicionero que pueda resultar el término. Eso nos mete de lleno en la disputa irresoluble sobre la distancia que separa a una hipotética alta cultura de una no menos hipotética cultura popular, el arriba del abajo, distinción artificial pero persistente, imposible de demarcar con una frontera clara, que acaso nos diga más cuando alude a los extremos que cuando busca discriminar un gradiente que forma en realidad un continuo. Tal vez sería más útil hablar en todo caso de una pendiente, o de varias, que se entrecruzan, reflejan, descalifican y alimentan recíprocamente. Lo cierto, en la práctica, es que muchas expresiones artísticas tardan en asentarse en el lugar que les corresponde y es mejor no tratar de encajonarlas en tal o cual sitio de manera apresurada o prejuiciosa.
No le veo caso a rebatir que el Premio Nobel de Literatura se ha percibido siempre como un premio de la alta cultura. Así que lo que se discute es si la obra de Dylan está para tales cimas, cuando menos en una medida equiparable a la de otros galardonados. Aunque ya se señaló que la relación entre palabra y música ha marcado la historia de la literatura desde su origen, también resulta evidente que no cualquier canción equivale a una rapsodia de La Ilíada (tampoco cualquier novela, poema o cuarteto de cuerdas, para el caso). Lo cual nos fuerza a considerar la tradición dentro de la cual se inscribe el trabajo de Dylan, “la gran tradición de la canción estadounidense”, como señala en su comunicado el comité del Nobel. Puede ser que yo esté enajenado por una vida entera de exposición inmisericorde a los medios de comunicación masiva, pero me parece que poner en duda a estas alturas la riqueza, diversidad, complejidad, sofisticación, alcance e influencia del torrente de productos culturales que cabe dentro de dicha tradición sería, simple y llanamente, una muestra de ignorancia. Vista en su totalidad, abarca todos los puntos posibles en ese arbitrario espectro del arriba y abajo, ha sabido conciliar con fortuna una infinidad de influencias, se ha desarrollado en multitud de robustas vertientes y lleva casi un siglo definiendo como ninguna otra cosa el espíritu de los tiempos en la mayor parte del mundo. De igual forma, regatearle su lugar dentro de dicha tradición a la aportación de Dylan no sólo sería mezquino sino ridículo.
Además de ser el compositor de una serie de éxitos que se han vuelto clásicos, himnos que han escuchado en alguna versión, en algún idioma, cientos o acaso miles de millones de personas en el mundo entero (aunque puedan no saber ni de quién se trataba), Dylan es también (tal vez, sobre todo) el autor iluminado de un puñado de discos producidos a mediados de la década de los sesenta (Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited, Blonde on Blonde, The Basement Tapes) que mezclan de manera sorprendente las corrientes libertarias de la canción de protesta con una nueva lírica simbolista, surrealista y psicodélica. Todo ello sobre una base musical que consigue conciliar con fortuna dos vertientes que hasta entonces parecían incompatibles: el estoicismo trágico del folk con la desmesura eléctrica y erótica del rock. Dicha combinación elevó de golpe la densidad propositiva de un fenómeno de masas que ya estaba alterando de manera irreversible la tesitura ideológica y la dinámica social en las naciones más prósperas del mundo, las naciones que marcaban el tono de una cada vez más influyente cultura transnacional, no conviene olvidarlo. Tampoco conviene olvidar que la contribución de Dylan a dicho proceso fue básicamente literaria: retórica, metafórica, generadora de imágenes. Sus letras visionarias aportaron el elemento aglutinante que permitió articular una multitud de aspiraciones difusas, conferirles la dimensión existencial y política que ayudó a convertirlas en una fuerza cultural arrolladora.
Todo lo cual se consuma en poco más de una década. Con la aparición, en 1975, de Blood on the Tracks, disco que recupera y culmina la brillantez de los álbumes grabados casi diez años antes, concluye en definitiva el periodo de su obra que podría considerarse clásico. A partir de ese punto la producción de Dylan se propone desbordar todos los moldes, empezando por el propio molde de lo dylanesco, que parece decidido a destruir con particular encono. Es entonces cuando renuncia de manera ostensible a su dignidad de profeta, comienza a desfigurarse en una sucesión de avatares más o menos bochornosos y termina por aterrizar en la figura de una especie de santón de la música vernácula. En dicha calidad de alquimista en el inabarcable laboratorio de la canción estadounidense acumula otros cuarenta años de trabajo muchas veces espectacular, ya sea como compositor, como ejecutante o como musicólogo, trabajo que si puede parecer disparejo es también porque ha sido incesante.
Libre por fin de su estampa de apóstol, Dylan parece contento de poderse dedicar tan sólo a la música, o acaso sólo muta en un nuevo personaje que parece contento de poderse dedicar tan sólo a la música. Condicionado desde su juventud por la tiranía de la celebridad, manipula su imagen hasta volverla inasible, la transforma en un comentario viviente sobre la naturaleza paródica de la celebridad misma, parte de ella para ilustrar el absurdo de su centralidad aparente en este mundo del espectáculo interminable que él contribuyó a crear.
No veo cómo esta labor descomunal pueda requerir menos talento, inspiración, aplicación y oficio, incida de manera menos contundente en la visión de mundo de quienes la han frecuentado, pueda verse por lo tanto como inferior en términos artísticos o estrictamente literarios que, por ejemplo, las novelas de Toni Morrison o de Saul Bellow, ya no digamos las de tantos otros Premios Nobel patentemente anodinos, de los que nadie se acuerda. En realidad ha sido lo contrario, bajo cualquier criterio que se le aplique: una obra estimulante e influyente, tanto dentro como fuera de los guetos del arte, por mucho que nos pueda arder a los novelistas.
En mi caso personal, escuchar a Dylan, compartirlo con las personas que pesaban en mi vida en aquel entonces, tratar de desmenuzar el significado de sus canciones, tuvo un efecto indistinguible del de las demás lecturas variopintas que me estaban transformando por la misma época: Kafka, Hesse, Bradbury, Poe, Lovecraft, Nietzsche, Cortázar, Rulfo, García Márquez, Sartre, Salinger, Stevenson, Paz, Vargas Llosa, Hemingway, Camus, Borges, Arreola, Lawrence, Fuentes, Wilde, Dostoyevski, Gógol, Eliot, Baudelaire, Rimbaud, etcétera. No se distinguía tampoco del cine de arte que nos llegaba a cuentagotas, proyectado casi siempre en salas minúsculas que sin embargo rara vez se llenaban: Fellini, Kubrick, Bergman, Altman, Allen, Kurosawa, Pasolini, Godard, Truffaut, Jodorowsky y un etcétera menos largo; ni de la música folklórica que vivía entonces un breve revival; ni de la reducida oferta de teatro, música clásica, jazz y eventos de artes plásticas que alcanzaban a llegar por aquellos rumbos y que a pesar de su innegable provincianismo (que no dejábamos de verle) definía para nosotros el ámbito aspiracional del arte, ocupaba ese espacio singular en nuestras vidas, operaba las alteraciones existenciales que le corresponden.
Las categorías jerarquizadoras sirven para la política del arte y para la política a secas, tal vez en alguna medida para la mercadotecnia del arte y para el estudio del arte. No creo que sirvan de nada para la experiencia del arte (si acaso para deformarla), ni definan en medida alguna el efecto que éste puede tener en la realidad vital de quienes responden a su llamado de la forma que sea. Basta cavilarlo unos segundos para darse cuenta de que la idea misma de que un grupo de profesores escandinavos pueda determinar con objetividad absoluta quién es en este momento el mejor escritor del mundo es una tontería. Si acaso podrá decirnos, de manera aproximada, cuáles son los valores prevalecientes en un sector de la intelectualidad europea en una época dada. Lo cierto es que su tino predictivo en términos del juicio de la posteridad ha sido bastante malo. Lo podemos comprobar con sólo echar un vistazo a la lista completa de los Premios Nobel de Literatura (no son tantos). Veremos una multitud de nombres que no nos dicen nada, o casi nada, o nada que nos entusiasme demasiado, hasta dar con algunos que nos parecerán acertados y que nos harán pensar enseguida en los tantos otros que no están ahí y que deberían estarlo, pues su obra ha contribuido a definir con mayor claridad la sensibilidad de nuestro tiempo: Joyce, Brecht, Musil, Kafka, Calvino, Mishima, Borges... (cada quien siga la lista con los nombres que le plazca).
Lo que todo esto nos dice a fin de cuentas es que tratar de juzgar el auténtico mérito de nuestros contemporáneos es tal vez imposible y esencialmente inútil. Acaso por eso lo único que nos aclaran la mayoría de los premios, grandes y chicos, que se otorgan en la actualidad, es quién quieren que se venda los intereses cada vez más concentrados que controlan la oferta literaria en el mundo entero (eso sí que debería preocuparnos), pues su manera favorita de hacerlo es por medio de ese culto más bien infantil a la idea del number one. Cuando menos, como suele hacerlo, el comité del Nobel parece haber querido mandar un mensaje. Un mensaje, por supuesto, que cada quién entenderá como mejor le convenga. ~
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HÉCTOR TOLEDANO es escritor, editor y traductor. Del 2005 al 2013 fue director de Publicaciones en el INAH. Editorial Grijalbo publicará próximamente su tercera novela.