Boca de lobo: México comanche
Sus zapatos hablaban. Zapatos deshilachados, con suelas rotas, lengüetas deformes, pegamento entre carrilleras salido, empeines de surcos negros, tacones esfumados por el desgaste. En Acapulco, Tecomán, Tlaltepango o Iguala –lo mismo pueblos que ciudades- así estiraban la vida los zapatos de colegas reporteros.
Coincidíamos en la escena de un crimen, una casilla, una oficina pública, y me relataban cómo iba su oficio cuyo trajín machacaba sus cuerpos. Por dos sueldos mínimos, acaso tres, sin IMSS ni prestaciones, reporteaban todo el día: ver, apuntar, entrevistar, para luego ir a otro lugar y ver, apuntar, entrevistar, en una rutina de hasta cuatro notas al día.
¿Y luego a casa? No, a la redacción a escribir esas cuatro historias para muy entrada la noche zambullirse en las frazadas pues a la mañana repetirían la historia de su vida.
“¿Qué medio te envía?”. Yo respondía Newsweek en Español, Emeequis, “para un reportaje”. ¿Uno solo en varios días de estadía? Te veían extrañados, comprensible si sus faenas eran un tren desbocado con zapatos de existencias sin tregua cercanas a la pobreza, o en la pobreza. Ser periodista en los estados era, es, inclemente. Ni para calzado, y dudo que para la comida elemental de una familia.
Cuando me nació la idea de ser periodista, hacia 1995, leí un libro de Pérez Reverte sobre su etapa de periodista en los Balcanes y lo que él llamaba “territorio comanche”: el punto límite hasta el que un reportero de guerra debe avanzar. Dar un paso más para ganar una nota, ver lo que nadie, acercarse al horror, es ingresar a territorio comanche: irresponsabilidad mortal. Pierdes la nota y, peor aún, fulminado por plomo pierdes la vida y a quienes más te quieren los enlutarás por siempre.
Por intuición y la experiencia que brinda alertas físicas, el periodista tiene que decir a tiempo: “ni un paso más porque entro a territorio comanche, donde el fuego se cruza, y será el fin”.
Pero regresemos de los Balcanes. El sábado fue asesinado en Hermosillo el periodista Reynaldo López, que en 2019 se suma a Rafael Murúa y Jesús Ramos.
En México las áreas hacia las que los periodistas no deben avanzar son tan amplias que es una tragedia caminar a donde sea. No te metas con políticos, empresarios, delincuentes, funcionarios. Si investigas, descubres, divulgas, vas a caer.
Suman ya 124 periodistas asesinados desde el 2000, y la renovación del gobierno no serena al asalto homicida. Mujeres y hombres pulverizados de tanto trabajo retribuido miserablemente ven que, por si fuera poco, a su profesión la ha cubierto 124 veces una sábana blanca.
En la crónica “La muerte tiene un precio: 3,000 pesos a la quincena” firmada en horizontal.mx por Alondra García, esa reportera acaba de narrar que el director de su periódico (donde ganaba eso) le avisó que para los Templarios era una “soplona” de la Armada: “Te van a matar. Tienes que ir a donde están, hablar con ellos y aclarar todo”.
Reportera de 23 años, accedió a negar las acusaciones, cara a cara, ante hombres encapuchados y armados con AK-47, en un paraje de Guerrero. De camino recordó a su madre y, dice, “su eterno implorar para que dejara el periodismo”.
Llegó. La golpearon, fotografiaron, le señalaron a otra “soplona” asesinada, le dieron una lista de políticos intocables. Y la soltaron: “Mientras escuchaba el canto de las aves no podía creer que estaba viva”.
Al año, la llamaron: “Te va a cargar la verga porque violaste los acuerdos –le informaron-. Un portal, que nunca me pagó por colaborar, había publicado una nota mía sobre narcotráfico”.
Escapó a la capital del país y luego a otra ciudad. “Aún tengo miedo de morir”, acepta la mujer que decidió seguir siendo periodista: “esa libertad, la poquita que nos queda, no podemos entregarla por mera cobardía”, tuvo la valentía de escribir Alondra en su México, convertido de norte a sur en un gran territorio comanche.