Cuota de género: La vigencia del deseo
Desde que tengo memoria, mi papá le recuerda cada tanto a su mamá que nunca le compró un carrito de pedales cuando era niño. Con el tiempo me enteré de que ese carrito era rojo, tipo Ferrari. ¿O será más bien que siempre lo he imaginado así?
Cuando mi papá habla de su infancia, recuerda sueños no cumplidos como éste. También recuerda cómo su mamá, mi tita, prefería comer el pan de ayer aunque hoy hubiera comprado uno nuevo. Mi papá trataba de hacerla entrar en razón diciendo que prefería que mañana no comprara pan y comer pan de antier, pero que hoy lo dejaran comer el de hoy. Una lucha por el presente que supongo que es más clara de hijos a padres que viceversa.
Mi papá también recuerda cómo mi tita accedía a comprarles estampas coleccionables, pero nunca un álbum original. Pégalas en un cuaderno, les decía a sus hijos, porque eran más baratos. Cuando mi papá cuenta esa historia, no puedo evitar pensar que recuerda más el cuaderno como símbolo de la falta de un álbum, que la presencia de las estampas mismas. Mi tita sólo me mira de reojo y se ríe. Pero a veces se desespera y grita: Ay, Javier. Y todos nos reímos. No es de esas conversaciones incómodas de familia, donde sabemos que viene una tormenta de mil colores; se parece más a un chiste que alguien te cuenta más de una vez y te gusta escuchar, como el mismo cuento antes de dormir, ver la misma serie una y otra y otra vez. Conocer el camino. Saber en qué parte del trayecto vendrá cada emoción. Como un orden del mundo.
Me quedo escuchando entonces cómo mi papá luego cuenta que mi tita no tenía mucho dinero de niña y que cuidaba ferozmente hasta el último centavo. Siendo tres hermanos y una hermana, mis titos (o sea, sus padres) decidían darle los mejores regalos a la niña y que entre los niños se compartieran lo demás. Mi papá entonces no tuvo un carrito de pedales, los Reyes Magos no se lo trajeron jamás, aunque a su hermana le regalaran otras cosas y aun más de lo que pedía.
O eso dice mi papá.
Ay, Javier.
* * *
Por muchos años quise irme del país por un tiempo. Ser niñera de niños europeos, como me sugería la mamá de mi entonces mejor amiga, cuando terminamos la prepa. Estudiar un semestre de la carrera en España. Ir a enseñar español a niños franceses a través de un programa de la SEP. Hacer un diplomado en ilustración en Barcelona. Ir a cualquier parte del mundo al azar a hacer una maestría con mi novio. Estudiar otra carrera para irme un año a Alemania. Vivir en Boston mientras mi a punto de ser ex estudiaba el doctorado. Pedir una beca para estudiar ilustración en París. Estudiar otra maestría en Nueva York. En Iowa. En El Paso. Estudiar una maestría en México para irme un semestre. No irme nunca. Preguntarme por qué nunca me fui. Responderme que por culpa de los demás: de mis papás, de mi ex mejor amiga, de la UNAM, de mi ex, de su nueva esposa, de mis socios, de mi edad, del dinero, de mi mal inglés, de mi compromiso con mis socias, de mi novio, de mis gatos. Responderme que no son culpas de nadie, sino decisiones. Quedarme al final, siempre quedarme y seguir haciendo cosas. Luego lo haré, pensaba siempre, luego me voy. Cuando sepa inglés, cuando tenga dinero, cuando me case y nos vayamos juntos, cuando mis gatos se mueran.
Hasta que llegó la hora. Siempre llegaba la hora. Y a la hora de la hora no podía dormir.
* * *
¿Qué vigencia tienen los deseos? ¿Desear algo durante veinte años vuelve más verdadero un deseo? ¿Puede una brújula en la vida descomponerse, caducar?
¿Y si ya no quiero esto?, me pregunté una mañana. Tal vez es una obligación ahora este deseo. O tal vez nunca fue un deseo mío, sino lo que se esperaba de mí. Irte lejos, probar suerte en otro lugar. Sálvate tú que puedes. Pero no tengo de qué salvarme.
Recordé el carrito de pedales de mi papá y me pregunté por qué seguiría deseándolo con tanto ahínco, con tanto rencor, con tantas ganas. Varias veces hemos bromeado en las comidas familiares diciéndole que nos cooperamos entre todos para comprarle finalmente ese regalo que los Reyes olvidaron traer en su momento. Para que al fin sea feliz. Para que le deje de reclamar a su mamá. Nos reímos de qué podría hacer mi papá con él hoy. Y él a veces dice que ya para qué. Y mi tita: Ay, Javier, ya olvídalo por favor de una vez.
Pero mi papá no lo olvida. Para algo habrá de servirle ese carrito. ¿Será algún vínculo con su lucidez o con su locura? Pienso en Tootles, el personaje de Peter Pan buscando hasta la muerte (o hasta una vejez muy pronunciada) sus canicas.
¿La idea de un deseo es nunca alcanzarlo? ¿Con el tiempo todos los deseos no alcanzados se vuelven dolor o algunos se olvidan, o se generan nuevos deseos que desbancan a los anteriores? ¿De qué nos sirve desear para siempre nuestro deseo primigenio? ¿O es necesario revisar nuestros deseos, rehacer los votos con ellos cada tanto tiempo y despedirnos de los que ya no?
¿No completo mis deseos por miedo a cumplirlos? ¿O por miedo a perder cosas? ¿Uno debe dejar de hacer cosas por miedo? ¿O uno debe atravesar el miedo y completar la tarea? ¿No estamos haciendo en el presente más bien lo que deseamos? ¿No estamos en el lugar que queremos estar, para bien o para mal?
* * *
Deseo irme del país. Deseo ser madre. Deseo escribir un libro. Deseo dibujar sin objetivo específico. Deseo comer en lugares ricos. Deseo trabajar en mi casa. Deseo organizar talleres. Deseo dormir de noche. Deseo vivir con mis gatos. Deseo escribir porque sí. Deseo dibujar por que sí. Deseo amar a mi novio y que cada quien viva en su casa. Deseo tener una casa que esté cerca de él. Deseo que él tenga una casa que esté cerca de la mía. Deseo que ese puente sea transitable en un tiempo y espacio posibles de noche y cenar juntos. Deseo ver palmeras por mi ventana al amanecer.
Ya no deseo irme. Aquí estoy bien.
* * *
Me encuentro al azar una nota de La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes cuando googleo en mis notas la palabra deseo:
Nadie se enterará, salvo tú, quizás. Que tu existencia será fabricada con todos los hilos del telar, como las vidas de todos los hombres. Que no te faltará, ni te sobrará, una sola oportunidad para hacer de tu vida lo que quieras que sea. Y si serás una cosa, y no la otra, será porque, a pesar de todo, tendrás que elegir. Tus elecciones no negarán el resto de tu posible vida, todo lo que dejarás atrás cada vez que elijas: sólo la adelgazarán, la adelgazarán al grado de que hoy tu elección y tu destino serán una misma cosa: la medalla ya no tendrá dos caras: tu deseo será idéntico a tu destino.
Si lo que queda para cumplir los deseos y el destino son la muerte, dejo otros cuantos innombrables al aire. Y que no me entere. Que no me entere de todo lo que no pude hacer, sino hasta que venga ese día final. Ése, el único, que no quiero que llegue.
*La imagen que acompaña es de Joan X. Vázquez.