Cuota de género: Lo que está por venir
También éramos tres.
Tampoco sé cuándo empezamos a despedirnos.
Tres vecinas cuyas ventanas conectaban por el aire. Las ventanas de nuestras madres formaban un triángulo y miraban al mismo pasillo de adoquín, pasto y plantas de esa unidad habitacional donde vivimos tantos años, donde algunas nacieron y donde ninguna sigue viviendo.
Nos llamábamos por teléfono y quedábamos de asomarnos a la de tres. Llevábamos algún jugo o refresco y nos gritábamos conversaciones las unas a las otras por un tiempo que sentíamos como horas, aunque seguro en realidad sólo eran minutos.
Las ventanas de Copilco eran así. Llenas de ojos que miran a otros sin que ellos se sepan mirados. Puentes de cigarros o quesadillas entre vecinos adolescentes de noche, cuando todos los padres duermen. Teléfonos o telegramas de quien llega a mitad de la comida a gritar a toda voz tu nombre para que bajes a jugar, para presentarte a tu próximo novio, para avisarte que murió tu abuelo.
En algún momento, Daniela intercambió su cuarto con el de su madre. Ahora Daniela compartía muro con mi mamá.
Daniela y yo éramos las más vecinas, nuestros departamentos estaban pared con pared. Doscientos uno y doscientos dos. Podíamos gritarnos por el ducto del baño. Podíamos salir descalzas a la casa de la otra. Hacer del pasillo nuestra sala de juegos.
La de Aurelia es otra historia.
Éramos tres. Y a veces cuatro, cinco o seis. Pero sólo las tres, de noche o en fines de semana, hacíamos ese triángulo en el viento.
La última vez que vi a Daniela fue en el metro Tacubaya, porque le hice un retrato de sus gatos y su esposo. Se lo di un día antes de que regresara a Suiza.
La última vez que vi a Aurelia supongo que fue en la Facultad, cuando venía yo bajando con su madre las escaleras hacia el aeropuerto y ella nos vio y se abrazó de alguien para no mirarme, aunque fuera inevitable que yo la viera. Un abrazo para volverse invisible. Luego de ese día nunca volvimos a cruzarnos ni por casualidad.
Lo de Daniela fue en febrero de este año.
Lo de Aurelia, en algún mes de principios de los dos miles. Me cuesta creer que ya casi pasaron veinte años.
A Daniela la sigo viendo en redes sociales. A Aurelia no. Con Daniela nos saludamos a veces, nos damos like, nos comentamos fotos. Con Aurelia nunca supe a ciencia cierta qué pasó. O cuándo empezó a pasar.
De la amistad de las tres diría que se fue terminando y que, de cierta forma, aún no termina. Mientras haya vida, todo es posible.
Hace unos días alguien me preguntó qué era una despedida. Luego de leer Carolina y otras despedidas, de Elvira Liceaga, respondí que es algo que no sabes cuándo empieza ni cuándo termina.
Hace unos meses, en un taller en Oaxaca, una alumna me dijo que todos morimos tres veces. La primera, cuando se detiene nuestro corazón. La segunda, cuando desaparece nuestro cuerpo. La tercera y última, cuando todos los que nos conocían, nos olvidan.
Hace dos meses fui a casa de mi mamá y encontré todas mis cartas de la infancia y adolescencia. Ésas de cuando aún no existían las redes sociales. La adolescencia era igual de comunicativa en esa época, pero tenía otros medios.
Aurelia y yo nos dábamos miles de cartas entre amigas cada día: en la unidad y luego en la escuela. Porque yo hice toda la prepa con ella y el último año nos dejamos abruptamente de hablar.
Éramos tres y no sé cuándo empezamos a despedirnos.
Recordé también hace unos días mis clases de Filología hispánica con Concepción Company. Recordé su concepto de micro quiebres funcionales para explicar cómo la lengua va cambiando, tan imperceptiblemente, que podemos hacer un puente de cómo llegamos al francés, español y portugués desde el latín mirando para atrás. Pero mientras esos cambios aún iban ocurriendo, no era posible conocer en qué pararían.
Las amistades, supongo, son como Pangeas que luego de muchos temblores, de múltiples y constantes micro quiebres, nos van alejando o acercando a distintas placas. Quiénes acabaremos viviendo juntas en América, Asia o África es un misterio. Pero al volvernos eso o en el camino, dejamos de ser para siempre quienes somos.
Hay rupturas inexplicables y otras abruptas. Hay adioses anunciados y no por eso menos dolorosos. Nos despedimos todos los días de extraños y conocidos sin saber si será la última vez que nos veamos. Le decimos adiós a un departamento vacío que nos habitó casi diez años y a un electrodoméstico que lavó nuestra ropa durante más de ocho.
Cuando alguien se te muere también se muere un pedacito de ti, me dijo Valentina hace un mes, cuando recién se murió mi tío Héctor, el Tolín.
Valentina es una niña a la que conocí también en Copilco, cuando ella tenía cuatro años y yo doce. Valentina ya no es una niña. Pero cuando lo fue, yo trabajé como su niñera algunas noches.
Me pregunto si el día que le dije adiós por última vez, cuando la cuidaba en su departamento de Copilco, habré imaginado que iba a reencontrarla veinte años después en un camión hacia el CaSa, en Oaxaca. Que me iba a decir lo más reparador que necesitaba oír, para entender esa parte del rompecabezas de por qué un adiós, muerte, mudanza, duelen tanto.
Cuando algo se acaba (una persona, un lugar, una relación) también algo de ti se muere con eso. Y existe un doble duelo: uno por aquello que dejas y otro por aquello de ti que desaparece.
Hasta antes de que se muriera mi hermano, me dijo hoy en el desayuno mi papá, había olvidado por completo la idea de que yo también moriré; supongo que en cierto nivel siempre pensé que Tolín y yo éramos inmortales.
Tal vez también después de presenciar la muerte tan de frente, se vuelve difícil recordar que estamos vivos.
Pero no hay que olvidar que todo final también es la promesa de un nuevo y quizá ya anunciado principio.
"Hermanas" de Elizabeth Builes