Boca de lobo: Los cables de mi ciudad
Su número es un código indescifrable que veo desde mi balcón: S1396, indica el transformador de energía eléctrica, repleto de misteriosas cápsulas y bobinas que protegen el magnetismo que fluye dentro de la gran caja gris encajada en lo alto del poste de la vereda de enfrente.
Y como si fuera su madre, una gran madre gris, de su armazón de acero sus hijitos cables entran, dan vueltas, salen, saltan, giran y se expanden en mi calle. Algunos lo recorren a lo largo, otros ascienden entre edificios, entran en las ventanas y trepan a las azoteas, o cruzan temerarios sobre el pavimento de una acera a otra.
Hay cables gruesos como caños y algunos del ancho de un espagueti. Dan luz a las casas, oficinas y changarros, pero los de la TV de paga también exigen furiosos su lugar. Hay cables nuevos, legales e ilegales y de tiempos remotos como arrumbadas piezas de museo sobre la historia de la electricidad en este rincón del Valle de México.
Si abro la ventana de mi sala y saco el brazo podría agarrar un cable que dormita en la fachada del edificio e incluso cortarlo con tijera si mi intención fuera matarme de un shock eléctrico. Y si aguzo el oído percibo todos los días de mi vida el zzzzzzzzzz incesante, esa alta tensión que avanza con disciplina marcial en la plástica oscuridad cilíndrica con zumbidos de avispa que taladran la cabeza poquito a poco, como para enloquecerte sin apuro.
Y si desciendo y camino por la vereda muchos otros cables ya inútiles, cortados en un cabo, caen: son lianas en la selva. Los podría jalar como Tarzán e incluso mi cabeza los chocaría si mi hija, más concentrada que yo en mi calle multicáblica, no me hubiera avisado más de una vez: “¡cuidado con ese cable, pa’, te vas a electrocutar!”.
Las líneas oscuras que trazan líneas horizontales y de repente oblicuas se vuelven nidos tupidos e insondables en los ángulos de los postes, en los frentes de las casas, en los recovecos de los techos de las misceláneas donde compro avena y pan Bimbo. Y quizá por eso, porque cruzan el horizonte siempre que corro la cortina a las 6 am, porque son tan familiares, miro siempre los cables de la Ciudad de México.
Si uno alza la cabeza, lo mismo en la popular Candelaria que en la aristocrática Anzures, verá un cacho de cielo pero sobre todo cables: rabiosos, arrebatados, aunque a veces lánguidos y tristones. Obstruyen nuestros amaneceres y atardeceres, cortan como flechas del mal la luz del mediodía. Son el largo camastro donde toman el sol nuestros grises pajaritos, y más tarde la franja en que surfean las ardillas chilangas.
Durante 138 años, ¡138! desde que la Compañía Mexicana de Gas y Luz Eléctrica instaló el primer alumbrado público en la capital, los cables se han ido acumulando hasta atravesar el vientre de nuestros eucaliptos, sabinos, capulines, hules, y penetran sucios sus ramas.
Y entonces unos mazacotes de plástico retorcido cuelgan entre hojas como oscuras babas y nos recuerdan: este es mi México, donde con una mínima escalerilla de tlapalería uno puede robar electricidad so pena de nada, y lo seguirá haciendo. Uno, porque nadie con entereza dirá “ya voy a pagar mi luz”, y dos porque no existe marinero especialista en nudos capaz de desandar los enjambres imposibles repetidos por millones que ensombrecen nuestro cielo.
¿Quién puede con nuestros cables? Nadie, ni las jacarandas que hoy todo lo embadurnan de violeta vibrante. Parecen eternas, pero con el otoño mueren y nos enlutan, otra vez, entre cables negros.