Boca de lobo: Somos un espanto
Suspendido en el cielo de la Ciudad de México, el dron paneó 11 segundos. Brumosos, irritados, nuestros ojos observaron en Twitter una ciudad en tinieblas con una veladura química. Pudimos creer que el video provenía de India, Pakistán, Bangladesh, reinos del caos donde la industria aniquila al hombre y que nos resultan una barbarie, aunque muy-muy lejana.
Los edificios del video del fotógrafo Santiago Arau no eran identificables pues a las moles decoloradas las desvanecía la contaminación, pero el rascacielos del primer plano daba un agujazo al cielo con su inconfundible antena larga y fina: la Torre Latino. Eso era esta ciudad, no Asia.
Salvo en los días ventosos del invierno en que nos maravillamos al divisar al Popo e Izta nevados, la ciudad se ha ido manchando de una pátina indescriptible. Los óxidos de nitrógeno y azufre, ozono y demás contaminantes apestan al aire con un afligido tono ámbar que inhalamos resignados. Resignados nos lavamos las manos en casa tras un día en la calle y vemos fluir por el desagüe chorros negruzcos, como si fuéramos mineros del carbón. Y resignados, también, para no enfermarnos arrojamos cloro al agua, aunque su sabor se pierda y sepa a una sustancia amarga.
Es decir, nos adaptamos a la mala vida.
Volvamos el pequeño vehículo aéreo del video. Si hubiera bajado a ras de suelo para grabar las calles de la ciudad, sus imágenes habrían sido la desesperanza. Solo el lunes fue asesinada una persona en Álvaro Obregón, cinco en Cuauhtémoc, dos en GAM, una en Miguel Hidalgo y otra en Iztapalapa. Derruido el mito de que el oriente del valle concentra al infierno, la muerte a tiros se democratiza en los 4 puntos cardinales. No hay modo de evitar los atentados a nuestra paz: uno, porque sabemos que mujeres y hombres que ayer estaban entre nosotros hoy no lo están. Y dos, es habitual que el internet o la tele nos muestren individuos desguanzados en el asfalto bajo sábanas blancas, con las que después son levantadas en camillas por peritos que meten la carne sin vida en camionetas que indican: “Procuraduría General de Justicia de la CDMX”.
“Bueno, murieron 10, pero solo fue un mal lunes”, diría un positivo. ¿Sí? El Semáforo Delictivo Nacional -cuya tétrica tarea es cuantificar el horror para seguir la ruta del cáncer- nos contó que en el primer trimestre del 2019 así anduvo la violencia en la capital: el homicidio aumentó 48%, robo a negocio 62%, extorsión 127%, robo a vehículo 46%. Y un número más, espeluznante: el secuestro creció 550%. Los ojos desorbitados con que la jefa de gobierno Claudia Sheinbaum salió estos días a hablar ante los medios simbolizan el pasmo, el desconcierto, la inmovilidad. Da la impresión que gobierna estupefacta, emoción poco idónea para diagnosticar los terribles males de la ciudad y enfrentarlos con originalidad e inteligencia.
Su administración se defiende diciendo que los protocolos ambientales no incluían las partículas PM 2.5 (que vienen de los incendios forestales) y que por eso no tuvieron claridad de cómo actuar. Comprensible. Pero es imperdonable que los funcionarios hayan demorado cuatro días en implementar el Plan de Contingencia Ambiental, cuando ya millones habíamos respirado toda la inmundicia: una ciudad de esta magnitud obliga a gobernar con reflejos felinos. Ser lento es un crimen.
¿Y el otro drama, los secuestros y homicidios? Más de 150 días ha tardado el gobierno local en aplicar un plan de contingencia para la violencia en esta ciudad que dejó de ser una isla de paz en medio de un país en guerra.
Hoy nos vemos al espejo y descubrimos que somos un espanto.