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Pizza y yoghurt: Ballena en terracería    

Alaíde Ventura | 15.04.2019
Pizza y yoghurt: Ballena en terracería    
Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP

Dice Isabel que una ballena es un país. Dice Samuel que Jonás ocupó el tiempo que pasó adentro de la ballena para meditar sobre sus acciones y para hablar con Dios. Como Gepetto, pienso, aburrido en el interior de su hogar cetáceo, sin más actividad que el arrepentimiento. Y como yo, que ocupo mi tiempo a solas para reflexionar sobre mi vida.

La ballena, un país. Samuel un país también.

*

Nos trasladamos varios días en carretera para ver ballenas grises.

Guerrero Negro es un asentamiento de caminos de tierra y asfaltado a medio terminar. La ciudad se levantó en función de la riqueza salinera de la península de Baja California. Puedo identificarme. Yo provengo de un lugar que materializó la prosperidad en forma de granos de azúcar. El ingenio San Cristóbal, en la cuenca del Papaloapan, ostentó en algún momento el título de máximo exportador cañero del mundo. Y en medio de esa selva brotamos nosotros. Veracruz, una fruta dulce y azucarada.

Sal y azúcar. Pacífico y Atlántico. Antípodas de mi patria, si acomodo el mapa a mi conveniencia.

*

Guerrero Negro es famoso por su sal y por ser refugio de la variedad de ballena gris que acude anualmente a la laguna Ojo de Liebre. Se trata de un área natural protegida, y los pobladores del lugar son los únicos con acceso a la bahía. En las costas no es posible encontrar vendedores ambulantes y mucho menos aquellos bares de gomichelas a los que me ha malacostumbrado mi jarochismo. En este lugar únicamente habitan barcazas gigantes, islas en sí mismas, que transportan toneladas de sal sobre plataformas de hierro. 

*

Es cliché pensar que el turista, en su recorrido de áreas inexploradas, aprende más sobre sí mismo que sobre la gente que pretende observar. Los clichés casi siempre son verdades.

¿Qué aprendo de la ballena Samuel, territorio calmo y cetáceo que no teme naufragar?

La paciencia, podría ser.

Y a manejar un camión en terracería.

*

La carretera que conduce a Ensenada desde Guerrero Negro atraviesa un territorio poblado por cactáceas monumentales y tornasoladas: saguaros y una peculiar variedad desértica conocida como cirio. De hecho, a la reserva natural se le conoce de esa manera: Valle de los Cirios. Ninguna fotografía le hace justicia a la belleza de estos enjambres botánicos casi líticos. La experiencia de inmersión 360 grados, surround system del paisaje, es el único acercamiento posible.

En el país de las profesiones soñadas, a mí me gustaría dedicarme a escogerle nombre a este tipo de lugares. Aquí una idea: a aquel cerrito invadido por un ejército de pitayas, yo lo llamaría La despeinada.

*

Samuel me pregunta si alguna vez he manejado una vánagon. Le respondo que nunca he manejado nada que no sea un auto compacto.

“¿Quieres aprender?”.

*

Salimos de Guerrero Negro a las dos de la tarde. Nuestro paso por la carretera del Valle de los Cirios se interrumpe a pocos kilómetros. Una desviación anuncia la salida que conduce a Puertecitos. Le pedimos confirmación a un trailero: “¿Para allá es el golfo?”. “Sí, todo derecho”.

El camino no tiene nada de derecho. Consiste en cuarenta kilómetros de sendas escarpadas de terracería. El paisaje recuerda a los montes de Afganistán que he visto en internet: videos de cabras atoradas en un cruce de montaña y sus pastores que no alcanzan a deliberar dónde improvisar un puente.

 *

Primera lección: sigue el camino que otros trazaron.

Hay dos peligros al manejar en terracería, dice Samuel. El primero es que una piedra puntiaguda reviente una llanta. El segundo es que una piedra grande golpee el motor por debajo. Por eso es necesario elegir con cuidado la ruta, y una forma más o menos segura es imitar el camino marcado por las llantas de otros como tú.

Siento la camioneta demasiado pesada y de pronto temo que serpentee. Las llantas de los camioneros han dibujado un mapa que encuentro cuestionable, pero no me queda sino confiar en mis antecesores pioneros. Ando sobre los hombros de (tráilers) gigantes.

*

Los amigos de Momo eran dos. Satélites suspendidos alrededor de ella, flotaban en el universo ficticio que Ende les fabricó. El más joven era Gigi y el viejo llevaba por nombre Beppo.

De profesión barrendero, Beppo prefería no mirar la longitud del tramo que le faltaba por barrer. Se fijaba únicamente en el desliz inmediato bajo sus pies. De esta manera ahuyentaba la angustia provocada por la idea de infinitud. Un día a la vez, como en Alcohólicos Anónimos.

Segunda lección: evita el gran panorama.

Intenta no mirar al horizonte. En el desierto, todo queda demasiado lejos. Si levantas la vista más allá de lo sugerido, te encontrarás de frente con la inmensidad. Y el abismo te devuelve la mirada, se sabe. Te caerían encima las certezas: “Es muy tarde. Pronto será de noche. Dicen que los desiertos son muy fríos y que Baja California tiene altos índices de delincuencia”.

Si empujas el pie en el acelerador, la estrategia se desploma. Pierde la paciencia y las estadísticas te jugarán en contra. Es más probable que se te reviente una llanta y que una piedra grande alcance el motor. Lo ideal es el ritmo constante. Lento, pero seguro, como dicta el refrán.

Los refranes son clichés. Y también son verdades.

*

Dice Sofía que dormir implica mentir un poco cada noche. La única manera de concretar el sueño es cerrar los ojos y jugar a que duermes. Para dormir, antes debes fingir.

Tercera lección: la única forma de hacer algo es haciéndolo. 

Me tiemblan las manos al golpear un pedrusco. Me agobia la responsabilidad del volante, llevar a cuestas un caparazón de doscientos kilos: esta vágoner gris que es transporte y a ratos también es casa.

Yo nunca había manejado un vehículo tan ancho y pesado. Mucho menos en terracería. Mucho menos en mitad del desierto, atravesando una montaña que me es ajena.

Pero la única forma de aprender a manejar es manejando. Actuar un poco, al principio.

INT. Camioneta de quince pasajeros. MUJER (33 años) conduce. Espalda recta y las dos manos sujetando el volante, temblorosas. HOMBRE (40 años) mira hacia el frente, fumando un Marlboro con la ventanilla abierta. Afuera se distingue el paisaje desértico. Se avecina el atardecer.

HOMBRE (exhala humo)

Baja la velocidad y mete segunda en la curva. Cuidado.

MUJER (nerviosa)

Samuel, yo no sé manejar esta chingadera.

HOMBRE (tira la ceniza del cigarro, confiado)

Cómo no, si lo estás haciendo.

*

Cuarta lección: frenar de golpe es peligroso.

Pinches curvas escarpadas. Pinche gravilla. Las llantas se resbalan como si camináramos sobre hielo. Me resulta insoportable la inestabilidad. No poder adivinar qué pasará a continuación. Yo, que fui experta jugadora de billar, no alcanzo a predecir la trayectoria de un cuerpo en movimiento, uno que yo conduzco, y eso me angustia.

Pienso en la ballena y en las historias de antiguos piratas. Se dice que desembarcaban de noche en pequeñas islas, y muy temprano de mañana los despertaba un movimiento telúrico. La isla se hundía y ellos quedaban sumergidos. ¿Qué pensarían de aquella geografía con voluntad propia? De una casa efímera que no existe más. Mejor dicho: que nunca existió.

Yo, por ejemplo, que he construido varios hogares, he partido siempre de la condición ineludible de la fisicalidad. Un espacio delimitado. Cuatro paredes y un código postal. Esta es mi casa. Aquí empieza y aquí termina.

Sin embargo, llevo varios días habitando un cuerpo suspendido, en movimiento suave, igual que la ballena: ella misma su nación y su única frontera.

*

Llegamos a Puertecitos antes del anochecer. En la playa, las caravanas de los gringos han asentado una pequeña ciudad portátil, colmena que puede desmontarse a voluntad en un abrir y cerrar de ojos. Los líderes del consumo y el desecho acaban de enseñarme la última lección del día: el desapego.

Instalan sus casas rodantes con vista a uno de los paisajes más hermosos del mundo: formaciones rocosas de quebradas y peñas, enmarcadas en tonos variados de azul. Recordatorio mineral de nuestro origen acuático.

Y de todas maneras, en cualquier instante levantan todo y emprenden la huida. De vuelta a casa, o lejos de ella.

Hubo un día en que el mar lo abarcaba todo. Nosotros lo sabemos y él lo recuerda en ocasiones. Se despereza. Hace un esfuerzo por recuperar su poderío y esa es la razón por la cual todos los puentes de esta carretera están derrumbados.

Nada permanece. Todos flotamos sobre gravilla suelta en un camino inestable. Yo quería ser como los saguaros, aferradas sus raíces a una falsa permanencia. Hoy soy como la vágoner gris, ballena metálica y deshabitada, avanzando a tientas sobre terracería. Para orientarme tan solo me queda el eco de algún sonar milenario. Señales que me envía el viajero que anduvo hace tiempo por este camino. El que me dijo que no frenara de golpe y que evitara mirar el abismo.

Samuel un país cetáceo, suspendido en el agua igual que yo.

 

 


Ilustración de W. Sidney Berridge para A book of whales de F.E. Beddard (1900).

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