Boca de lobo: El presidente arroja combustible
Mandíbula rígida, encorvado, hosco, ante el auditorio el presidente gritaba, como si las personas que lo escuchaban fuesen no mujeres y hombres que nada le debían, sino hijos malcriados, rebeldes. “Se cometió un error en la presentación del presupuesto para las universidades porque yo hice un compromiso público de que no se iba a reducir”, estallaron sus palabras hace una semana. El micrófono bajo su boca habría captado un susurro, pero él vociferaba en la ceremonia oficial en el pueblo de El Mexe. Forzaba a sus pulmones, diafragma, garganta, y acompañaba las frases con un índice que avanzaba y retrocedía: era un papá indignado dando lecciones. “Se va a reparar ese error y se le va a entregar a las universidades lo que les corresponde”, añadió, y el “corresponde” sonó muy raro, a rugido. Y ahí seguía su dedo, ahora cual abanico (derecha-izquierda) en una suerte de “¡no es posible!” mientras su otra mano se aferraba al atril, como un madero que en medio del océano lo salvaría de un fin trágico.
25 días, sólo 25 desde que asumió, y Andrés Manuel está enojado. ¿Con quién? Aunque debiera estarlo con él mismo, si nos guiamos por sus caras, gestos, parece que está enojado con los mexicanos. Y para eso no hay razón alguna: el día de arranque del sexenio un enamoramiento colectivo invadía a millones, y él lo sentía.
Pero algo sucede que ese frenesí se disipa y amarga.
Vayamos a terapia de pareja y busquemos las razones. Para eso hay que indagar el pasado de la relación, es decir, miremos los roces previos: costó aceptar el beso del diablo con el fascistoide PES, la alianza con Napito, el pacto con el gobernador Velasco, el nombramiento de Bartlett, la agresión a las reporteras que llamó “corazoncitos”.
Todos esos “deslices” que causaban malestar se tornaron de pronto, ya durante la presidencia, un encuentro amoroso con lo abominable: falló a su palabra al definir a la militarización como eje contra el crimen. Vinieron consultas desaseadas sobre el aeropuerto y los grandes planes del gobierno (ofendió nuestra inteligencia cuando nos preguntó algo tipo: “Mexicanos, ¿prefieren vivir en Disneylandia o Mordor?”).
A eso se sumó que su proyecto de Santa Lucía carecía de rigor y su gran objetivo era torear una decisión polémica. Vino el recorte presupuestal a la cultura y a los mexicanos con discapacidad. Y el cierre de diciembre llegó: miles de empleados de gobierno fueron despedidos ilegalmente incluso con métodos parecidos al secuestro exprés.
Basta ya del recuento, aunque seguro olvido unos o más frentes de guerra que Andrés Manuel abrió y que hoy queman a su administración.
¿La oposición? Feliz. El presidente alimenta a sus enemigos, les ofrece un banquete exuberante, suculento, diverso, para que glotones se regocijen a carcajadas con el “se los dijimos, chairos”. Y si al incendio le faltaba gasolina, vino el terrible accidente en helicóptero de Martha Alonso, gobernadora de Puebla, y su esposo el exgobernador, duros adversarios de su administración.
¿Qué esperar de varios políticos del viejo sistema y algunos comunicadores por muchos años afines al poder? Su abominable insinuación fue: “no parece un accidente”. Con lo que sea, con cualquier infamia, impulsan su interés supremo: que el gobierno arda en llamas. Si así recuperan sus privilegios, no importa que México se vuelva cenizas.
Contra ellos, el presidente tiene una sola opción: ya no gobernar enojado (basta de gritar a una sociedad que no es culpable de nada), reparar sus errores, retomar sus principios y no arrojar más combustible a su propia obra.