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Escala obligada: El sueño de Hillary  

Mario Guillermo Huacuja | 01.09.2015
Escala obligada: El sueño de Hillary  
En un mundo convulsionado por infinidad de conflictos, Estados Unidos, el país más poderoso, se prepara para elegir a su nuevo gobernante. ¿Tendrá esta nación, por primera vez en su historia, una mujer presidenta? ¿Se dejarán convencer los votantes por los disparates de Donald Trump? ¿Optarán por ver el regreso de la dinastía Bush? No cabe duda de que estas elecciones serán de lo más interesantes.

¿Quién será el sucesor o la sucesora del primer presidente negro de Estados Unidos? El país está, como siempre que se trata de definir su futuro y el del mundo, profundamente dividido. Por una parte, los republicanos afirman que la gestión de Barack Obama ha sido desastrosa: que Estados Unidos ha perdido el respeto que infundía su poderío militar; que la amenaza del terrorismo se reproduce sin cesar en todas las latitudes del planeta; que el Estado Islámico se expande sin obstáculos en la frontera entre Iraq y Siria; que el acuerdo de armas atómicas con Irán tiende a fortalecer a ese país como potencia nuclear en el futuro; que la política contra el cambio climático de la Casa Blanca va a paralizar a las empresas que generan energía; que la política laboral del pago de horas extra a los trabajadores es una artimaña populista; que el presidente se ha convertido en un dictador al amenazar con ejercer el veto presidencial en el Congreso.

En el otro extremo de la opinión pública, demócratas incluidos, Obama es el presidente que tuvo los arrestos suficientes para romper las relaciones gélidas y anacrónicas con Cuba; que fue determinante en la liquidación de Osama Bin Laden como fuente de peligro para Estados Unidos y el resto del mundo; que recuperó la economía de manera rápida y eficaz después de la peor crisis del presente siglo; que ha mantenido su promesa de evitar nuevas intervenciones militares a pesar de las amenazas; que su firmeza ha acotado el expansionismo del Estado Islámico; que su reforma migratoria es una nueva esperanza para más de cuatro millones de ilegales mexicanos en Estados Unidos, y que su carisma y don de palabra le han abierto las puertas con todos los mandatarios del mundo. A grandes rasgos, sus orígenes mestizos —que se remontan a África y al estado de Kansas—, su infancia en Indonesia, sus grados académicos en Harvard, su experiencia como profesor de la Universidad de Chicago, sus dotes como escritor y ensayista, su carrera política como senador, su fama como bragado polemista y su simpatía entre la gente le han conferido una aureola de flexibilidad y apertura que se traducen en una política de inclusión y tolerancia de la que han carecido muchos de sus antecesores. En el plano internacional, el Premio Nobel de la Paz en 2009 y los guiños del secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, a su política contra el cambio climático le han acarreado una popularidad envidiable para muchos dignatarios. Sin embargo, la opinión en su propio país está dividida: a mediados de 2015, el huésped de la Casa Blanca gozaba de una aprobación del 50% en su gestión como presidente.1

Desde una posición maniquea, el 50% que no aprueba la gestión de Obama está con el Partido Republicano. Pero esa opinión es sesgada. Ni todos los opositores son republicanos, ni todos los republicanos reprueban en paquete todas las medidas que ha tomado la Casa Blanca. Sin embargo, esa mitad de la población que apareció en dicha encuesta es una señal de que no todos están conformes con la gestión del primer presidente negro de Estados Unidos. Hay grupos muy virulentos que rechazan las medidas de manera radical. Por ejemplo, la comunidad cubana que reprobó con fuerza la política de deshielo hacia Cuba, diciendo que la reapertura de relaciones era una capitulación ante el régimen dictatorial de los hermanos Castro. O los grupos conservadores que han condenado la legalización del uso de la mariguana en varios estados y la institucionalización de los matrimonios gay en todo el país. O los sectores militares y de la inteligencia nacional que ven en el rechazo al intervencionismo militar en Siria un error estratégico que abonará el terreno para el crecimiento del Estado Islámico. O las franjas enormes de una población xenófoba y racista, que ven en la presencia de un presidente negro en Washington una amenaza a los valores prístinos, tradicionales y retrógrados de los blancos anglosajones que fueron la semilla de la construcción del país.

Ese amasijo de creencias ha cristalizado en el surgimiento de la candidatura de Donald Trump, un empresario de bienes raíces que levantó un deslumbrante edificio en la Quinta Avenida de Manhattan, se convirtió en dueño y juez de los concursos de Miss Universo, organizó un reality show sobre el placer de despedir a los empleados2 y se mofa de los intentos protectores de los grupos ambientalistas enseñando a sus hijos a cazar especies en peligro de extinción. Desde que arrancaron las campañas para la sucesión de la Casa Blanca el próximo año, Trump ha sabido capitalizar el descontento de las minorías radicales con un discurso que va del lugar común a la frivolidad, del insulto a la burla y de la calumnia a la estulticia. Una de las primeras declaraciones escandalosas de Trump fue la que dedicó a los migrantes mexicanos, a los que llamó “violadores, narcotraficantes y criminales”. La reacción de México no se hizo esperar. No solamente la Cancillería declaró que se trata de un ignorante, sino que los medios nacionales reaccionaron con agresividad y encono, y la cultura popular se puso al frente de la venganza nacional fabricando piñatas con la figura del magnate.

Es posible que Trump reviente a la postre como piñata. Los empresarios más conservadores, que tienen los resortes de control en el Partido Republicano, temen las bravatas de un individuo que parece querer ganar reflectores con declaraciones indignas de alguien que aspira a gobernar el mundo desde la Casa Blanca. “¿Repetiría usted los calificativos ofensivos que ha dirigido hacia las mujeres en general?”, le preguntó una conductora durante el primer debate entre los candidatos republicanos. “Solo hacia Rosie O’Donnell”, respondió Trump, arrancando una carcajada de la concurrencia.3

Saliendo del debate, las encuestas arrojaron cifras inquietantes para los republicanos que se inclinan hacia un candidato capaz de guardar las formas y actuar bajo los cánones de lo que se considera políticamente correcto: según los espectadores del debate, Donald Trump ganó el encuentro con más del 44% de las opiniones; cabe señalar que fue un alto porcentaje considerando que los contendientes invitados al debate fueron 10. Aún más preocupante fue el hecho de que Jeb Bush —el benjamín de la familia que ha gozado de cuatro periodos presidenciales en el interior de la Casa Blanca—, apenas alcanzó el dos por ciento de las opiniones favorables del público.

 

Es posible que la población estadounidense olvide todos los desastres del pasado y quiera el regreso de la dinastía Bush a la Casa Blanca. O peor aún, que las balandronadas de Donald Trump enciendan el espíritu vengativo de la mayoría de los votantes

 

En la esquina opuesta del edificio político de la nación, Hillary Clinton observa con diversión los devaneos de los republicanos. Ella sabe que es la puntera de las encuestas a pesar de las críticas y los ataques, tiene un plan muy elaborado para llevar a cabo una campaña arrolladora hacia la Casa Blanca y, si los titubeos del vicepresidente Joe Biden terminan en una retirada estratégica para fortalecer la unidad de los demócratas, sabe muy bien que el presidente Barack Obama la apoyará con sus activos, que no son pocos.

Hillary Clinton es un acorazado político como ninguno. En su primer libro autobiográfico, Living History, da cuenta de sus años de formación como ejemplo vivo de los esfuerzos de la clase media norteamericana; su luminosa temporada como estudiante de derecho en Yale; su paso fugaz por el Partido Republicano; su acercamiento a Martin Luther King y la conversión hacia su causa; su participación en el juicio de Watergate; sus banderas en defensa del sistema universal de salud, la educación, los derechos de los niños y las mujeres, y su papel de esposa y madre en la Casa Blanca. Y desde ahí dibuja un panorama privilegiado al asomarse por los balcones, porque observa los jaloneos del Poder Ejecutivo con el Congreso, el hambre de escándalos de los medios, los eventos terroristas perpetrados por los dementes que brotan constantemente en los suburbios de la nación, el polifacético papel de Estados Unidos como líder del mundo libre. La señora Clinton es de los escasos políticos que estuvieron al lado de Nelson Mandela, Yitzhak Rabin, Václav Havel y Boris Yeltsin. Su biografía es historia.

La trayectoria de la candidata demócrata es inigualable. Hillary no solo ha sido la estudiante más destacada durante su juventud en Yale, sino también una abogada de primera línea en los bufetes del país y una escritora de pluma ágil y entretenida, que ha vendido tirajes de millones de dólares antes de su publicación. Y por supuesto, ha sido primera dama del estado de Arkansas, senadora por Nueva York, primera dama de la nación, aspirante presidencial que perdió por unos cuantos votos frente a Barack Obama y secretaria de Estado los primeros años de su mandato. Ha estado, como esposa del presidente y como secretaria de Estado, 11 difíciles y convulsionados años en la Casa Blanca.

Desde la primera vez que su esposa se lanzó a contender por la presidencia de Estados Unidos, el ex presidente Bill Clinton dijo modestamente que ella haría un mejor trabajo que el que él realizó como presidente. “En primer lugar”, señaló en una reunión en Tel Aviv, “ella tiene una experiencia en el Senado que yo no tuve. En segundo, ya pasó ocho años en la Casa Blanca […]. Pienso que ella no cometería tantos errores porque ahora tenemos más edad y madurez, conoce a fondo los asuntos relevantes de la administración y tiene mucha más experiencia ahora que la que yo tenía cuando asumí el puesto”.4 Esa declaración de amor, en términos políticos, sigue siendo válida 10 años después.

Pero en política, como en el resto de las actividades humanas, nada está escrito. Puede suceder lo menos probable. Puede ser que Joe Biden decida saltar a última hora a la palestra y le arrebate a Hillary el sueño de coronar su carrera como la primera mujer que llegó a la presidencia del país más poderoso del orbe. Y también es posible que la población estadounidense olvide todos los desastres del pasado y quiera el regreso de la dinastía Bush a la Casa Blanca. O peor aún, que las balandronadas de Donald Trump enciendan el espíritu vengativo de la mayoría de los votantes, y que asistamos azorados a la entronización de un personaje salido de una caricatura malévola y ridícula, como sucedió con Adolfo Hitler.

Pero esas posibilidades son todavía remotas. Lo más probable es que presenciemos un episodio igualmente extraordinario, el de una mujer que fue la primera dama y se convirtió en la primera presidenta de la nación. Su poder sería, salvando todas las distancias históricas, semejante al que tuvo la reina Isabel en Inglaterra durante el siglo XVI.

En ese caso, Hillary Clinton llegará nuevamente a la Casa Blanca con una experiencia envidiable y una economía en ascenso, pero de entrada tendrá que enfrentar en la arena internacional el agitado mundo legado por la Primavera Árabe de los países musulmanes, en cuyo desenlace ella misma participó como responsable de la política exterior de Estados Unidos.

El abismo abierto en los últimos años entre los países árabes y el mundo occidental se ha convertido en un laberinto sin salida para cualquier intervención no solo estadounidense, sino de los países europeos y democráticos en general, incluyendo a Rusia. Porque si bien la Primavera Árabe acabó con dictaduras sangrientas como las de Muamar Gadafi y Hosni Mubarak, los acontecimientos posteriores no auguran ningún triunfo de la democracia. Al contrario. En Egipto, el presidente Mohamed Morsi, el primer presidente civil electo por los votos en la historia de la nación, fue derrocado por el ejército debido a su favoritismo hacia el grupo radical de los Hermanos Musulmanes; en Afganistán, después de una intervención prolongada y lacerante por parte del Pentágono, los grupos talibanes siguen vivos y tan activos como siempre; Libia, debido a sus enfrentamientos incesantes, se ha convertido en el principal surtidor de refugiados a través del Mediterráneo para Europa; en Arabia Saudita, Yemen y Túnez, los atentados terroristas se suceden sin que se puedan desactivar de ninguna forma, y en Siria un dictador inclemente se enfrenta a un nuevo grupo terrorista que ha sentado sus dominios en la frontera con otro país crucificado por la guerra: Iraq.

Tal vez la nueva amenaza principal sea el Estado Islámico, porque es una mancha que se extiende territorialmente sin cesar, tiene ramificaciones en Nigeria con el grupo Boko Haram y en Somalia con Al-Shabab; alienta a sus fieles a combatir al enemigo —es decir, a los países occidentales— desde las entrañas, y cuenta con un aparato propagandístico que utiliza eficazmente las redes sociales para difundir sus carnicerías.

El próximo presidente de Estados Unidos deberá lidiar con un mundo ajeno e incomprensible, sin reductos democráticos y con un infinito afán de venganza. Si Hillary cumple por fin su sueño, podemos adelantar que no será nada idílico. 

 

1 http://edition.cnn.com/2015/06/30/politics/obama-approval-rating-cnn-poll/

2 http://www.nbc.com/the-celebrity-apprentice

3 Rosie O’Donnell es una comediante que ha tenido una ríspida confrontación con Donald Trump desde 2006.

4 http://www.bill-clinton-peace.blogspot.mx/

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Mario Guillermo Huacuja es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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