Correo de Europa: El último éxodo
Las imágenes son terribles; las historias parecen de otra época. Mujeres con los pies destrozados después de andar varias semanas. A veces, con sus hijos en brazos. Niños que se arrastran debajo de una alambrada, como perros, buscando escapar. O queriendo llegar. Familias enteras atestando un barco que no siempre llega a puerto. Cruceros del horror que deberían avergonzar a la comunidad internacional, sobrepasada por una situación previsible y, justo por ello, atroz. Trenes de largo recorrido para quienes no tienen tiempo. Camiones frigoríficos para transportar animales repletos de personas, conducidos por miserables que hacen negocio de la necesidad. Esta es la esclavitud del siglo XXI.
Algunos buscan el sueño europeo; la mayoría, dormir tranquilos. Algunos son emigrantes; la mayoría, refugiados. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en los primeros seis meses de este año, 137 mil personas atravesaron el Mediterráneo queriendo llegar a Europa. En el mismo periodo del año pasado habían sido 75 mil. El avance yihadista en Iraq, el “Estado Islámico” en Siria y Afganistán, los conflictos en Somalia, Nigeria o Sudán del Sur, la represión a la que somete el dictador de Eritrea a su propia población o la persecución de Birmania a los rohingya están provocando movimientos masivos de personas que buscan salvar su vida. El 91% proceden, precisamente, de países en conflicto. No son inmigrantes por razones económicas, personas que anhelan una mejor calidad de vida. Son refugiados: huyen porque su país está en guerra o porque son perseguidos a causa de su raza, su religión, su pertenencia a una etnia o sus ideas políticas.
Además de que la Unión Europea está demostrando una incapacidad absoluta para respetar su propia Carta de Derechos Fundamentales, esta situación dramática pone de manifiesto que la “unión” solo es para algunas cosas. Los Estados no quieren dejar estas competencias en manos de Bruselas, de ahí la disparidad de criterios al abordar el problema y la imposibilidad de adoptar una política común. Por ejemplo, según el acnur, Grecia no aceptó a ningún refugiado iraquí el año pasado, mientras que Suecia acogió al 81%. Otros países han intentado medidas más drásticas. Es el caso de España, que ha levantado una valla en Melilla para impedir la entrada de inmigrantes de procedencia africana; Bulgaria, que construyó otra para frenar el acceso desde Turquía, o Hungría, que ha hecho lo mismo para impedir la entrada desde Serbia a los refugiados procedentes de Macedonia y Grecia. Paradójicamente, Hungría y Bulgaria prohíben el acceso a sus países con mecanismos de dudosa legalidad y, sin embargo, la mayoría de los refugiados que lo intentan no pretende quedarse en esos países. En el año 2014, de las 500 mil personas que pidieron asilo en Europa, la mitad fueron acogidas por Suecia y Alemania, destinos prioritarios de quienes pretenden comenzar de nuevo.
Europa hace frente a un grave problema humanitario, y eso a pesar de que los miles de refugiados que están llegando a las costas representan solo un 5%. El 95% restante es acogido por Turquía, Pakistán, Líbano e Irán. Se trata de países con un muy bajo nivel de desarrollo o con infraestructuras incapaces de asumir a tantas personas. Entre los cuatro han acogido a cinco millones. La situación comienza a ser insostenible en algunas regiones, no tanto porque sus gobiernos no quieran sino porque ya no pueden recibir más.
A la incapacidad europea se suma el oportunismo de la extrema derecha, que aprovecha la situación para enarbolar un discurso abiertamente xenófobo —como en el caso de algunos movimientos nazis en Alemania— o revestido de una pretendida defensa de los valores patrios —como en el caso de la formación austriaca fpö o la belga Vlaams Belang— o, incluso, aparentemente “preocupado” por los derechos de los propios refugiados, como en alguna ocasión ha fingido reconocer la francesa Marine Le Pen.
Y, mientras tanto, los noticieros de televisión siguen mostrando imágenes que parecerían sacadas de otra época si no fuera porque son en color. La prensa continúa titulando con números escalofriantes. Y ese es el riesgo: pensar que solo son números. Cada uno de ellos son miles de vidas, miles de historias. Algunas de muy corta edad: la mitad de los refugiados son menores. Y la frecuencia desgarradora de estas noticias amenaza con dejar de serlo; y la exposición continuada a la miseria corre el riesgo de narcotizar para ya no sentir nada.
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Julio César Herrero es profesor universitario, periodista, analista y especialista en marketing político.