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La permanencia de las balas

Diego Rodríguez Landeros | 05.11.2015
La permanencia de las balas

Hay a quienes los cuchillos los deslumbran. Borges escribió: “interminablemente sueña el puñal su sencillo sueño de tigre”, y luego: “es, de algún modo, eterno, el puñal que anoche mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César”. Por mi parte, yo prefiero las balas, de las que también se puede decir que son eternas: su figura ha cruzado intacta muchos de los momentos más importantes de la Historia. Sin embargo, hay épocas y lugares más propicios que otros para estos proyectiles. La Revolución mexicana fue un periodo excesivamente fecundo en disparos y pólvora, los cuales fueron fijados para siempre en las narraciones de algunos escritores de la primera mitad del siglo XX en nuestro país. A continuación presento las balas revolucionarias y literarias que más me gustan.

Gregorio López y Fuentes, en el libro Tierra (1932), reconstruye los truculentos preparativos de un disparo traidor, el que le quitó la vida a Emiliano Zapata. La historia es la siguiente: en 1919, el distinguido coronel carrancista Jesús M. Guajardo fingió desertar de su bando y pasarse a las filas de Zapata, quien le puso una serie de duras pruebas para que demostrara su fidelidad a la causa de los campesinos. Con una capacidad impresionante para mentir, por fin Guajardo logró que el general lo aceptara. Para festejar su unión, el traidor propuso celebrar en grande con una atractiva fiesta. Sin saber que se estaba condenando a muerte, Zapata le contestó: “¿Conque en Chinameca…, mole de guajolote…, cerveza…, música y muchachas? Por allá caigo mañana”. Al día siguiente, el Caudillo del Sur llegó al lugar de reunión. Adentro de la hacienda, los hombres de Guajardo terciaron las armas en señal de respeto para recibirlo. El corneta tocó Marcha de honor. Se respiraba solemnidad, pero todo era falso. De pronto, sonó un disparo. Los acontecimientos previos a la aparición de la trágica bala, narra López y Fuentes, se sucedieron con vértigo: “El general Zapata, violentamente, intentó dar media vuelta, con la idea de salir de semejante trampa. Pero se quedó a la mitad del movimiento. En el primer flanco se derrumbó, azotando en el suelo. El animal salió huyendo. El cabo se acercó al general. Con la carabina le dio el tiro de gracia”. Desde entonces, dice el autor, los campesinos de Morelos aseguran que de noche aún cabalga Zapata, fugaz como una estrella o un fantasma.

Otra bala inolvidable es con la que José Rubén Romero cierra su novela Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936), libro que se caracteriza por tener una visión pesimista y ácida de la Revolución. Julián, el protagonista, es un joven rebelde lleno de ideales que poco a poco, al internarse en el mundo de la guerra, se desencanta de la realidad. En una ocasión, al encontrarse herido, cae desmayado en el campo y sufre un delirio revelador: su caballo, su perro y su rifle discuten acerca del futuro de la lucha armada. El perro defiende los ideales de justicia y tiene fe en los caudillos que guían al pueblo. Su caballo emite opiniones maquiavélicas y asegura que es imposible reivindicar a los desprotegidos porque “cada revolución canoniza su mártir y forja su tirano”. El rifle se limita, como un cretino, a reír con sorna. Tiempo después, al huir Huerta del país, Julián se une a la marcha que entra a Morelia para celebrar la victoria del ejército revolucionario y, con desconcierto, lo primero que ve cuando llega a la plaza principal es que en el balcón del gobernador se encuentra el cacique contra el que, en un principio, se levantaron en armas en Michoacán. Es evidente: los dirigentes y los poderosos son los mismos, pero disfrazados con un nuevo uniforme. Desconsolado, describe la escena final en la que aparece la simbólica bala de la derrota revolucionaria: “Descendí del caballo como un autómata y arrojé con violencia el pesado rifle. Disparóse al chocar con las piedras del patio y una bala, silbando indiferente, fue a destrozar el cráneo de mi perro. Mirándolo rodar sin vida, exclamé lleno de congoja: ¡Mi perro! Hubiera querido gritar con el dolor enorme de mi alma: ¡Mi carne, mi pueblo, que la revolución ha hecho pedazos para que los caciques sigan mandando! Y aquella risa, que oí otra vez, en el delirio de una calentura, salió de la boca de mi rifle: -¡je, je, je!- como un responso cruel, irónico, sarcástico, a una grande ilusión muerta en mi pecho repentinamente…”.

Los dos anteriores disparos son extraordinarios, pero no se comparan con la teoría que acerca de las balas escribió Martín Luis Guzmán en su cuento titulado “En el Hospital Militar”: la ciudad de Culiacán estaba sumida en guerra y los heridos no dejaban de llegar al centro de salud, donde poco se podía hacer por ellos. El médico encargado, al darse cuenta de lo inútil de sus esfuerzos, comienza a observar con detenimiento las heridas de los soldados y poco a poco descubre un fenómeno que no tarda en definir como “la imaginación de las balas”.

A partir de ese momento, una compleja reflexión surge en torno al aparentemente azaroso trayecto de las municiones. El médico dice: “Separadamente, cada herido era revelador de la existencia de una categoría particular de balas, de una personalidad actuante en cada proyectil al momento de asestar el golpe”. Lo que más le sorprendía es que hubiera disparos que no mataran pero sí arrancaran un dedo, separaran el cuero cabelludo o se limitaran a desaparecer el labio inferior de un combatiente. Se intuye, al leer este cuento, que existe una voluntad no humana que dirige el deseo macabro de las armas de fuego.

La llamada literatura de la Revolución es pródiga en este tipo de descripciones y reflexiones acerca de los disparos, y bastaría con tomar cualquiera de las novelas que de ese periodo se escribieron en la primera mitad del siglo XX en México para elaborar una antología de las mejores balas revolucionarias. Por otra parte, sería interesante realizar un análisis comparativo con las balas literarias de las décadas posteriores para determinar si se ha logrado un perfeccionamiento estético en la representación de este fenómeno.

Me parece notable, por ejemplo, la publicación de textos actuales cuya intención es el reconocimiento del linaje balístico de las detonaciones contemporáneas. La novela Decencia (2011), de Álvaro Enrigue, hace explícita esta intención al narrar la historia de Longinos, el protagonista, que era niño cuando estalló la Revolución mexicana y en una ocasión se encontraba a un lado de su hermano cuando éste le disparó en la frente a un soldado rebelde. Al paso de los años, Longinos formó parte de la clase dirigente revolucionaria y, ya anciano, en la década de 1970, por circunstancias extrañas, fundó un cártel de narcotraficantes. La anécdota de la novela es clara, y de ella se deduce sin dificultad que en nuestro país son, de algún modo, iguales las balas que se dispararon en la Revolución y las que dispara ahora el crimen organizado. Sin embargo, me parece insuficiente esta conclusión, pues la descripción que hace Enrigue de la bala no es memorable ni sofisticada.

Los narradores mexicanos del siglo XXI tienen una deuda grande con el reclamo que en 1915 hizo Julio Torri en su texto “De fusilamientos”, donde se queja del injusto filisteismo que se presentaba a la hora de fusilar a alguien y, peor aún, en el momento de acometer la crónica del suceso. Parece que una vez más la literatura ha demostrado su rezago con respecto a las otras artes y, sobre todo, con respecto a la realidad.

Mientras los criminales han sabido innovar en los procedimientos para ejecutar a sus enemigos, incluyendo en sus métodos insospechadas cargas de crueldad e ingenio, introduciendo sin descanso herramientas envidiables como el calibre .50 que sirve para derribar aviones, los lanzagranadas y los kalashnikovs rebautizados como cuernos de chivo, los escritores apenas nos entusiasman con narraciones de título promisorio como la novela policiaca de Élmer Mendoza Balas de plata (2008).

De ese libro yo salí sin estremecerme, aun cuando las ráfagas de plomo rasgan su estructura narrativa y aceleran al máximo la velocidad de la historia. Si acaso sentí un pasajero sobresalto cuando balacearon salvajemente la casa del Zurdo Mendieta, el protagonista. Es evidente, a la luz de ejemplos como éste, que falta algo que haga vívido y aniquilador el estrépito de los proyectiles en nuestra literatura. Geney Beltrán Félix ya lo dijo a propósito de la novela de Mendoza, y propuso algo que nadie, hasta el momento, ha satisfecho: “Violencia afuera, en las calles; violencia adentro, en la sintaxis misma”.

Por mi parte, parapetado detrás de la última novela que acabo de comprar, espero ya sin mucho entusiasmo la narración que me sorprenda, el estilo de calibre nunca antes visto que me haga saltar por los aires, destrozado en mil pedazos. Cansado, con un bostezo a punto de salir de mi boca, levanto la vista de la página y pienso que los libros mexicanos de narrativa perdieron ya para siempre este tiroteo con la realidad, y que es otro tipo de libros el que tomará su lugar.

Recuerdo entonces esa pieza perturbadora y perversa que vi en una muestra de arte contemporáneo: las fotocopias encuadernadas que Teresa Margolles (artista que, como Élmer Mendoza, nació en Culiacán) tomó de las primeras planas de un periódico de nota roja de Ciudad Juárez. Se trata de un libro cuyas páginas corresponden a cada día del año. En ellas se repiten, siempre diferentes y siempre iguales, las fotos de asesinados, descuartizados, cadáveres en descomposición, casquillos de balas en medio de manchas sanguinolentas y demás monerías poco edificantes que, en el espacio de composición gráfica, son contiguas a las efigies de mujeres voluptuosas y semidesnudas.

Margolles armó un objeto de lectura perfecto y sorprendente bajo los principios que Ulises Carrión, en El arte nuevo de hacer libros (especie de manifiesto y teoría sobre la elaboración de libros de artista), estableció: “Un libro es una secuencia de espacios. Cada uno de esos espacios es percibido en un momento diferente: un libro es también una secuencia de momentos”. Cada página de Margolles es una parcela diaria, un momento en el que las balas dejan una estampa de muerte cotidiana que, para comunicar, no se vale únicamente de un estilo ni discurso verbal, pues como dice Carrión: “En un libro del arte nuevo las palabras no transmiten ninguna intención; sirven sólo para formar un texto, el cual es un elemento del libro, y éste, en su totalidad, es el que transmite la intención del autor”.

Un libro como el de Margolles no puede leerse igual que una novela tradicional, sin embargo, parece ser más eficaz en el contagio de la realidad y la irrealidad de las balas. Mientras que la literatura y sus códigos de lectura convencionales se muestran cada vez menos capaces de transmitir la violencia asesina, las fotocopias encuadernadas de la artista introducen otro modo de interpretación. “Para entender y apreciar un libro de arte viejo [literario] es necesario leerlo enteramente. En el arte nuevo a menudo NO es necesario leer el libro entero. La lectura puede cesar en el momento en que se ha comprendido la estructura total del libro”, afirma Carrión.

Y en efecto, cuando tuve la oportunidad de hojear el volumen de Margolles, no necesité agotar sus páginas para comprender que quizás aquel amasijo de papel impreso era uno de los pocos libros de la actualidad mexicana –libro que, además, todo ciudadano puede componer con sólo recortar y reunir las primeras planas de cualquier periódico amarillista- que ha logrado captar la esencia del poder de las balas y las características de su reinado de plomo, que parece gozar en nuestros días de un esplendor aún mayor que en tiempos de la Revolución.

 

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Foto: Flickr.com/ “bullets” by Franklin Heijnen

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