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Travesías: Hoteles interesantes

Andrés de Luna | 01.02.2016
Travesías: Hoteles interesantes

El hotel forma parte de los archivos del viajero. Los hay desde los que invocan el gesto de la neutralidad, que lo mismo están en Nueva York que en Singapur, o los que tienen algún sello distintivo. En la cinta Un tropiezo llamado amor (The accidental tourist, Estados Unidos, 1988) de Lawrence Kasdan, se daba una mirada irónica en torno a un hombre que escribía guías para el viajero y que se conformaba con un mundo exento de aristas, en donde todo estaba controlado. Hasta que, en esos vuelcos del destino, el amor terminaba por arruinar ese tedio monumental. El personaje del filme se hospedaba en esos hoteles que son cadenas transnacionales y que son semejantes en un país y otro.

Habitar por unos cuantos días o semanas un cuarto de hotel es toda una experiencia. Ejecutivos de portafolios y laptop buscarán la tranquilidad para llevar a cabo sus labores; en cambio el viajero tratará de ir más allá, de encontrar esa suerte de fantasmas que aparecen cada vez que se hospeda en un hotel lujoso o barato. La sensualidad de la vista, la dureza de los colchones, los alimentos que pueden probarse ahí, las bebidas y todo un sinnúmero de detalles que conforman una estancia que cambiará de país en país, de cuarto en cuarto. ¿Cómo evitar la claustrofobia en algunos hoteles de Tokio o de París en los cuales hasta las maletas son un estorbo ante la pequeñez insensata de las habitaciones? De hecho algo que queda en la memoria del viajero es el deleite o el rechazo ante esos espacios que le son ajenos. Roland Barthes hablaba de que solo gustaba de las fotografías de paisajes habitables, lugares que él seleccionaría para vivir. Eso, en su carácter subjetivo, es algo que puede hacerse extensivo a los hoteles.

Los hoteles tienen su propio imaginario. Uno de los que cumple con excelencia su mandato es el Península, ubicado en la calle Salísbury, en Kowlon, en la isla de Hong Kong, tiene los méritos de un encanto perdido y encontrado en ese espacio de lujo y voluptuosidad. Eran los días de John F. Kennedy en el poder, todo respiraba el aura del progreso. Uno de los hombres con derecho de picaporte ante el presidente era el cantante y actor Frank Sinatra, vínculo indispensable con la mafia. El dinero fluía, al menos para unos cuantos, el Rat Pack, el grupo integrado por Dean Martin, Sammy Davis Jr., Joel Bishop y Peter Lawford —cuñado de Kennedy— y, desde luego, el propio Sinatra, de pronto abordaban un jet, pedían la mejor suite del “Pen”, el hotel con la mayor colección de Rolls Royce del mundo, solicitaban que estuviera lista la bebida: whiskey, vodka, champaña para las chicas, unas cuantas de vino Chateau Latour, por si se presentaba alguna emergencia e, incluso, algo de ron. La comida era lo de menos si estaban juntos Martin y Lawford, dos de los más célebres alcohólicos de Hollywood. Sinatra, Davis y Bishop despacharían las dos, tres o cuatro muchachas que les tocaban. “Blue Eyes” Sinatra era afecto a compartir el lecho con varias mujeres a la vez, la pura compañía era un deleite, con unas tenía sexo y con otras le bastaba acariciarlas o que le dieran algún tipo de placer. Las drogas aparecían de manera ocasional, todos eran de la vieja guardia y se contentaban con los paraísos etílicos. En la actualidad el “Pen” conserva sus prestigios originales, tiene una ubicación fantástica y sus doce pisos han reservado la elegancia que combina lo oriental con lo occidental. Desde luego que nunca falta una turista ebria que pretenda cantar una balada junto con la orquesta del lobby del hotel. El recorrido inspira, pues todavía el Península es una caja de sorpresas. Sus boutiques son fantásticas y pueden conseguirse prendas de seda y de diseñador de la más alta calidad. Además, en el último piso se ha instalado el restaurante Félix, diseño de Philippe Starck que, entre la arrogancia y el desafío, canceló la vista a la bahía para que los comensales se dediquen a probar los alimentos sin distracciones.

Caso contrario al del hotel Mandarín Oriental, de Bangkok, en Tailandia. El lujo se respira por doquier. Acaudalados japoneses son la mayor clientela. Entre las tiendas del vestíbulo está una casa de antigüedades. Un anillo llama la atención por la belleza de su montura. Si se pregunta por el precio es posible que la cantidad de dólares se convierta en un balde de agua fría. Las piedras son, si existía alguna duda, diamantes de finísimo corte, la joya queda reservada para chequeras abultadas. El asunto queda olvidado. Deben recorrerse unos metros para llegar al elevador que conduzca hasta el restaurante Normandie. Aparece el deseo como un reflejo de los vestidos, la champaña, los quesos y la gestualidad de estos habitantes de un lugar de cocina magnífica. La visión panorámica tiene en las barcazas iluminadas un prodigio. El embarcadero del hotel cuenta con un bar que hace extensivo el goce de beber una copa más y de navegar por unos minutos por las aguas oscurecidas que contrastan con el resplandor de la luz de las embarcaciones minúsculas. La noche de diciembre es todo resplandor, una envoltura que entrega su euforia al que quiera poseerla. Por un instante, solo por esa intemporalidad, asoma lo que podría llamarse felicidad.

Otro hotel de ensueño es el Moana, en Honolulu. Tiene el exotismo que se mantiene en su lugar sin incurrir en el ridículo. El uso de la madera es constante. Lo primero que se percibe es la exclusividad de lo que vende su boutique. Ahí puede adquirirse una camisa Tori Richards, con los estampados hawaianos, solo que aquí esas flores y palmeras están diseñadas con un gusto exquisito; para las mujeres la oferta es considerable: vestidos, blusas, pañuelos y ornamentos. Luego de una ojeada habrá que esperar la cena de año nuevo. Un grupo de jazz y luego una pequeña orquesta animan el ambiente. Los vestidos de telas ligeras —el calor es una realidad— realzan el toque del hotel. Pocas veces es posible encontrarse con tal colección de zapatos que van de los Manolo, Blahnik, desde luego, a los Jimmy Choo, los Gucci, los Prada o los indispensables Ferragamo. Ese estallido que llega desde los pies conjuga muchos elementos de la fantasía lúbrica. Si la mirada avanza, entonces lo que queda es una imagen condensada de cuerpos atléticos, bronceados por las horas dedicadas a las playas y a la piscina, escotes que atisban los pechos y telas que envuelven con suavidad los traseros. La armonía es completa: un ritmo al caminar y otro tanto al probar los alimentos, todo parece conjugarse para que la comida y la degustación de champañas —se sirven siete diferentes— tenga el carácter explosivo de lo magnífico. Luego de las doce, iniciado el nuevo año, la brisa sopla. El hotel está ubicado junto al mar y la vista de los fuegos artificiales y el bullicio es espléndido en el Moana. Honolulu exhibe la levedad de su espíritu.

La chilena Francisca Mattéoli escribió un libro delicioso Hotel Stories: Legendary Hideaways of the World (Assouline, Nueva York, 2002), en el que ubica a ciertos personajes cuyas vidas quedaron ligadas a un hotel. Algo semejante a lo que hizo la francesa Nathalie de Saint Phalle en Hoteles literarios (Alfaguara, 2002), texto que refiere los encuentros de los escritores ante esas habitaciones que les dieron refugio temporal. Truman Capote era un asiduo al Plaza de Nueva York. Su gran celebración luego del triunfo literario de A sangre fría fue en esas instalaciones, que ahora se han convertido en departamentos de lujo. Pequeño y con voz aflautada, Capote era experto en el arte del entretenimiento de sus amigas millonarias, por lo regular cincuentonas, que apreciaban el sentido del humor del escritor sureño. El escenario mayor fue el Plaza, en tanto que el restaurante La Cote Basque fue el espacio íntimo. Por otro lado, el patriarca del arte pop, Andy Warhol, fue un convencido de los beneficios de hospedarse en The Savoy, en Londres. Aunque debe decirse que los lectores de sus Diarios (Anagrama,1990) ese libro monumental que refiere día a día los últimos años del artista, se dará cuenta de que el hombre de la peluca albina era un tipo extraño. Llegaba a un hotel y era incapaz de destender la cama y de quitarse la ropa para dormir. Tenía un horror enfermizo por el contagio de enfermedades y padecía lo referente a los viajes al enfrentarse a esa circunstancia. Los hoteles son parte de nuestras imaginaciones viajeras. 

 

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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998), El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011) y su publicación más reciente: Los rituales del deseo (Ediciones B, 2013).

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