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Reconozco haber llorado

Julio César Herrero | 01.09.2016
Reconozco haber llorado

Reconozco haber llorado al contemplar el abrazo del atleta español Bruno Hortelano a su abuela tras haber conseguido clasificarse para las semifinales de los Juegos Olímpicos de Río 2016. Era el abrazo de una mujer que había visto el sufrimiento de su nieto; a quien 90 años no impidieron recorrer 9 mil kilómetros para que la sintiera cerca. La imagen no hablaba de números, de récords, pero estaba bañada en un oro especial que no cuelga del cuello, pero que tiñe una vida.

Reconozco haber llorado con las lágrimas de la jovencísima gimnasta china Shang Chunsong, que no sólo no consiguió subirse a un pódium sino que, en ese preciso momento, se bajaba del de la vida que había imaginado. Lazarillo de su hermano ciego, miembro de una familia humilde, quizá no buscaba tanto un hueco en la historia del olimpismo como seguir percibiendo una beca con la que poder mantener a los suyos y con la que pagar una operación de la vista a su hermano. A diferencia de tantos, su llanto discreto —quizá reprimido por una cultura que impide exteriorizar los sentimientos— no era por una medalla.

Reconozco haber llorado con el atleta cubano, Orlando Ortega, que alcanzó la plata para España en 110 metros vallas. Al ser entrevistado en una emisora de radio se lamentaba de que el estadio no hubiera podido escuchar el himno del país que le acogió al no haber obtenido el oro. Después de semejante gesta, ése no era un problema insalvable, así que la emisora hizo sonar el himno de España sólo para él. El atleta rompió a llorar intentando agradecer, con la voz entrecortada, la oportunidad que le había dado el país que no le vio nacer.

Reconozco haber llorado con la tristeza del francés Renaud Lavillenie, abucheado en el pódium mientras escuchaba el himno de su país tras haber conseguido la medalla de plata en salto con pértiga. Una parte miserable y canalla del público brasileño no tuvo suficiente con intentar descentrarle durante la competición, sino que tampoco encajó, con la deportividad que se supone, ni el puesto que había logrado ni las disculpas que había ofrecido por una desafortunada analogía del comportamiento de los vengativos cariocas.

Reconozco haber llorado con la atleta etíope Etenesh Diro. Tras perder una zapatilla mientras corría la prueba de 3 mil metros con obstáculos como consecuencia de una caída, se levantó y continuó corriendo sin ella. Llegó a la meta y se fue al suelo destrozada. No había conseguido la clasificación para la final. Pero la muestra de coraje hizo que los jueces reconsideraran su decisión. El sufrimiento y las ganas de superación por encima del dolor compensaron los segundos.

Reconozco haber llorado al conocer la vida del gimnasta colombiano, Jossimar Calvo. Durante muchos años vivió con su madre en una casa con un piso de tierra y un techo de lata. Su beca es el principal sustento económico de una familia muy modesta. Gracias a ella viven, entrena y compite. Pero las cámaras y los espectadores probablemente sólo se centran en la belleza y precisión de sus movimientos sin tener en cuenta que compite con y contra los elementos.

Reconozco haber llorado con la corredora neozelandesa Nikki Hamblin y la estadounidense Abbey D’Agostino. Hamblin chocó con una atleta y cayó al suelo. D’Agostino tropezó con la neozelandesa y también se cayó. Se levantó pero no continuó con la carrera. Ayudó a Hamblin a incorporarse y las dos intentaron avanzar hasta la meta. Llegaron las últimas pero pasaron a la final. Los jueces determinaron que “en los Juegos Olímpicos no todo tiene que ver con ganar”. Como en la vida.

No es ninguna de ellas una historia de éxito o fracaso deportivo. Ninguna de ellas habla de series o de categorías. Todas representan momentos. Pero ninguno aparecerá en un anuario olímpico. Quizás alguno será objeto de noticia curiosa o para vestir una información que se justifica con otro motivo. Poco más. Pero detrás de cada uno de esos momentos hay envidiables y encomiables formas de entender las relaciones humanas, las prioridades, los valores que hacen grandes a quienes los exhiben. Esa grandeza pesa mucho más que el oro que se cuelga. Es otro medallero de donde no salen millonarios contratos publicitarios (en contadísimos casos), pero que da publicidad a los términos del contrato que algunos han firmado con su vida.

Sí. Reconozco que he llorado con historias de personas de las que, quizá, lo que menos importa es que hacen deporte.  ~

 

Julio César Herrero es profesor universitario, periodista y director del Centro de Estudios Superiores de Comunicación y Marketing Político.

 

 

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