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#Norteando: El discurso de la guerra

Patrick Corcoran | 01.02.2017
#Norteando: El discurso de la guerra

Desde hace décadas, ha sido una moda que los líderes políticos declaren la guerra contra todo tipo de enemigo implacable. Esto ha llevado a varios gobiernos iniciar “la guerra” contra el hambre, la pobreza, el cáncer, y desde luego, contra el terrorismo y el narco.

 

El impulso es entendible; etiquetar cualquier esfuerzo como una guerra señala el compromiso del gobierno y ayuda a consolidar el apoyo público, de la misma manera que una guerra de verdad inspira el patriotismo. Pero este hábito tiene sus riesgos, como demuestra de sobra la experiencia de México en la “guerra contra el narco” que lanzó Felipe Calderón hace poco más de diez años.

 

Uno de los problemas principales es que al declarar la guerra, la gente espera resultados; quiere que su ejército ocupe la capital del enemigo, por ejemplo. Pero cuando la guerra es contra una táctica como el terrorismo o un tipo de comercio como el narcotráfico, no es posible obligar su capitulación. Más aún, no es realista esperar la desaparición de cosas que sirven a necesidades humanas que han existido por miles de años a pesar de las preferencias de muchos gobiernos. Si entendemos el asunto en los mismos términos de una guerra típica, tales “guerras” están destinadas al fracaso.

 

En cuanto a los problemas de seguridad pública, otro problema con la idea de una guerra es que exagera el tamaño del asunto y engrandece al enemigo. Gracias a la declaración de guerra de Calderón, cualquier pleito de una narcotienda es atribuible a su estrategia. Cada narcomenudista puede verse, no como criminal común, sino como un soldado en una guerra, lo cual le da más legitimidad de lo que se merece. En efecto, retratar la política de seguridad como una gran guerra contra el narco les ha dado un arma brutal a los críticos de Calderón. Ante un deterioro general, se ha vuelto sencillo describir la situación como una guerra fallida.

 

No es un problema simplemente de relaciones públicas. Un presidente que declara la guerra contra el crimen organizado o el terrorismo avisa a los miembros de los grupos de estos ámbitos que no habrá tregua, y que no les queda otra opción, sino seguir fuera de la ley. Eso no tiene mucho sentido; típicamente, se considera recomendable minar las ganas de pelear del enemigo y darle una razón para dejar las armas. En la Segunda Guerra Mundial, la insistencia pública de Roosevelt en la capitulación incondicional de Japón se vio como un grave error, precisamente por esta razón.

 

Entre un mar de errores, uno de los verdaderos aciertos de Peña Nieto ha sido cerrar la etapa de la guerra contra el narco, por lo menos como estrategia publirrelacionista. El problema para la administración actual es que no es suficiente cambiar el marco interpretativo cuando las circunstancias siguen siendo desfavorables. Por más que él se haya distanciado de la guerra, esto importa poco mientras el ejército siga enfrentando acusaciones de perpetrar masacres (y el gobierno federal metió la pata profundamente en la investigación de los alumnos desaparecidos de Ayotzinapa, por ejemplo).

 

Es decir, las palabras que utilizan las administraciones para presentar sus estrategias al público no lo son todo, aunque sí importan. Lástima que México no haya encontrado aún un presidente capaz de armar una estrategia correcta y describirla con las palabras indicadas.

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