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Ocios y letras: Elena Garro y los colores de la generación del medio siglo

Miguel Ángel Castro | 01.03.2017
Ocios y letras: Elena Garro y los colores de la generación del medio siglo

En 1956, más o menos a la mitad del sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, ocurrían en el país movilizaciones de campesinos, profesores y ferrocarrileros; se iban a Estados Unidos numerosos braceros mexicanos y “espaldas mojadas”, los primeros, apreciados, los segundos, humillados; se impulsaba una política estabilizadora para contener la inflación provocada en buena medida por la devaluación del peso, y cerca del 40% de los casi 35 millones de mexicanos que poblaban el territorio no sabía leer ni escribir. La imagen en movimiento se había adueñado del mundo, el cine estadounidense atraía a multitudes con Los diez mandamientos y Gigante, la primera con Charlton Heston y Anne Baxter, y la segunda con Elizabeth Taylor, Rock Hudson y James Dean. Es el año en que se estrenan y conmueven al público La historia de Eddy Duchin (Tyrone Power y Kim Novak); El rey y yo (Deborah Kerr y Yul Brynner); Nuestra señora de París, en la que Gina Lollobrigida seduce y Anthony Quinn enseña la cara de la resignación romántica; La caída de un ídolo (Humphrey Bogart); la versión de Moby Dick de John Huston, con Gregory Peck como el obcecado capitán Ahab, y Helena de Troya, interpretada por la bella Rossana Podestà bajo la dirección de Robert Wise. También es el año en que George Cukor encuentra a Ava Gardner en un Cruce de destinos y entretienen las ingenuas ficciones de Planeta prohibido y el primer Godzilla. Es el año del melodrama de Té y simpatía, de Vincente Minnelli, y de la chispeante Alta sociedad, en la que cantan y bailan Grace Kelly, Bing Crosby y Frank Sinatra, y en el que alcanza lugar Elvis Presley con Ámame tiernamente y hace aparición en el oriente Marlon Brando con Glenn Ford y Machiko Kyô en  La casa de té de la luna de agosto.

En Francia, René Clément filma Gervaise, donde sufren Maria Schell y François Périer; Julien Duvivier hace un thriller con Jean Gabin, protagonista de Gente sin importancia y Crimen y castigo; Roger Vadim revela la sensualidad de Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer, y Luis Buñuel dirige La muerte en este jardín, donde impacta una joven Simone Signoret. En Italia, Marcello Mastroianni se divierte en el papel de El bígamo. De Austria sale Sissi Emperatriz, en la que Romy Schneider conquista con una belleza infantil.

En nuestro país insisten en la socorrida épica amorosa de la Revolución, María Félix y Pedro Armendáriz, dirigidos por Roberto Gavaldón en La Escondida; Julio Bracho lleva a la afamada y emblemática pareja a su Canasta de cuentos mexicanos; Alfredo B. Crevenna recurre a la literatura de Juan Rulfo para inquietar al respetable con las pasiones y belleza de Lilia Prado en Talpa; van Del brazo y por la calle Manolo Fábregas y Marga López bajo la guía de Juan Bustillo Oro; Pedro Infante libra enredos con la ya no tan sufrida Marga López en la comedia de Julián Soler, La tercera palabra, mientras que Silvia Pinal, en compañía de Ana Luisa Peluffo y Víctor Junco, vive la tragedia de La adúltera; Silvia y Pedro todavía tienen tiempo ese año para enamorarse en El inocente, comedia musical en la que los acompaña una consagrada Sara García; Germán Valdés da cuerpo a  Tin Tan en El vividor y El sultán descalzo, de Gilberto Martínez Solares, su mancuerna, que dirige a destajo y contribuye a la fama de Ninón Sevilla, Arturo de Córdova, Ramón Gay, Ana Bertha Lepe, Fanny Kaufman “Vitola” y Antonio Espino “Clavillazo”, rodeados de numerosos personajes populares, entre los que para entonces ocupa el primer sitio Mario Moreno “Cantinflas”, que ese año incursiona en Hollywood al aparecer en la versión de Michael Todd de la novela de Julio Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, al lado de David Niven. Todo esto para dar gusto a un público ávido de aventuras, ocurrencias, enredos, canciones, bailes, hazañas, desgracias, dramas de barrio e historias felices.

Para dar paso a las coincidencias, en 1956, Jean Renoir dirige a Ingrid Bergman —que también da vida en ese año a la Anastasia de Anatole Litvak— en la romántica Elena y los hombres. Y es que en ese 1956, otra Elena cumple cuarenta años y debuta como escritora con la obra teatral Un hogar sólido, que fue incluida en la Antología de la literatura fantástica de Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, y que, según pesquisas recientes, atraído el segundo por el talento y la personalidad de la poblana ciudadana del mundo, la enamora y vive con ella una apasionada historia que da veracidad a los guiones de las películas románticas que estaban en cartelera aquellos años. Se trata de nuestra Elena —la Garro, le dicen algunos—, a quien es recomendable leer y releer y que escribió dramas, novelas, cuentos y guiones, hizo periodismo y, según testimonios de estudiosos de su vida y obra, dejó poemas inéditos.

Elena Garro y Los recuerdos del porvenir es la asociación inmediata de su ficha literaria —hay suficientes razones para que así sea (Premio Xavier Villaurrutia en 1963)—; sin embargo, tras el centenario de su nacimiento, merece la pena ir a sus otros textos, como apunta Geney Beltrán Félix en la antología de la escritora que publicó el año pasado Cal y Arena. Yo tengo cierta preferencia por La semana de colores, que apareció en 1964, un libro de cuentos sin desperdicio, un conjunto de historias que se conectan sin perder su autonomía y eficacia. Los personajes y los espacios construyen una atmósfera donde la realidad no tiene fronteras, porque nada es sobrenatural, por eso se puede afirmar que “La culpa es de los tlaxcaltecas” y recordar “El día que fuimos perros”.

Interesa, por otra parte y para conocer a la narradora de aquella generación de medio siglo, influida quizá por los temores de la Guerra Fría y las posibilidades de la fábrica de sueños, explorar su novela Reencuentro de personajes (Grijalbo, 1982), a la que se aproxima la Medianoche en París de Woody Allen, porque en ambas Scott y Zelda Fitzgerald, y conocidos, proyectan sus sombras. De esa manera observamos a Verónica, protagonista del libro de Garro, cuando se mira en el espejo retrovisor del auto y tiene la certeza de que al final de esa noche va a saberlo todo: “Cuando el auto entró en la carretera que bordeaba el Lago Mayor sintió que cruzaba una frontera, un límite invisible que le permitía verse como un personaje ajeno a ella misma. El mundo se volvió irreal como el de una película y su rostro se agrandó como el de una estrella de cine. Sintió alivio al saber que al final de esa noche aparecería la palabra fin”.  ~

 

 

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MIGUEL ÁNGEL CASTRO ha sido profesor de literatura en diversas instituciones y es profesor de español en el CEPE. Especialista en cultura escrita del siglo XIX, forma parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM. Investiga y rescata la obra de Ángel de Campo. Publicó Pueblo y canto: La ciudad de Ángel de Campo, Micrós y Tick-Tack.

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