#CuotaDeGénero: Temporal
A los diez años, adopté una gatita que me encontré en mi unidad. Había una gata naranja que parió cinco gatos abajo de una escalera del estacionamiento, y los policías los querían sacar a todos a la calle. Habían nacido acaso dos semanas antes. Y una de las crías tenía los ojos cerrados, llenos de lagañas y era más pequeñita que el resto. Entre varios amigos nos juntamos y les encontramos casa a todos, menos a la enferma.
Como yo llevaba años pidiéndole a mis papás adoptar un perro y siempre decían que no, descarté la posibilidad de quedarme con un gato. Además no conocía nada de gatos. Perros había tenido miles. Mis papás no querían mascotas ni nada que nos atara a algo, porque según esto ya nos íbamos de la ciudad.
De todos modos, me paré bajo nuestra ventana con la gatita en brazos y les grité para que se asomaran. Era tan pequeña que cabía en mi mano.
Mamá, está muy enferma, ¿nos la podemos quedar hasta que se cure?
Y mi mamá desde la ventana me dijo que sí, contenta. Y mi papá sólo la volteó a ver sin poder decir nada.
El acuerdo era que en cuanto estuviera mejor, la dejaríamos en la calle otra vez. Trajimos unos días a la gata naranja, alias su mamá, para que la alimentara. Luego le enseñé a tomar de un refractario, a comer sola. Le limpiamos con agua tibia los párpados y recuerdo el golpe que fue descubrir por primera vez su mirada, sus enormes ojos azules, siempre cerca de mi cara cuando nos íbamos a dormir.
Me sentía tan feliz de que estuviera ahí esos días, que con el paso de las semanas la idea de separarme de ella empezó a estar más presente. Aunque decidí que no me sentiría atada a ella, era difícil. Soñaba que la dejábamos libre. Que la gata naranja se la llevaba. Que llegaba a mi casa y ya no estaba. Cuando le conté a mi mamá se rio, como si eso de que tuviera que irse hubiera sido un chiste o pasado en otra vida.
Luna silvestre, Armando Fonseca
El nombre que le puse era una palabra que mi prima inventó. Un sonido que derivaba del verbo en inglés to weave, “tejer”, y que ningún veterinario entendía ni la gente en la calle ni mis amigos, y yo de grande tampoco sabía por qué le había puesto así. Ahora me gusta recordar esa etimología enterrada, porque algo pasó con esa gata y esa casa, que terminó quedándose y al final nosotros jamás nos fuimos a vivir a ninguna otra ciudad.
Por más que uno no quiera atarse, algo termina pasando. Algo animal que ocurre también en los humanos y que va más allá del poder de uno por sentir o no sentir nada. O más bien porque no existe ese control.
Me quedó más claro cuando el año pasado adopté dos gatos. Como no lo hice al mismo tiempo, investigué mucho sobre cómo introducir un gato nuevo al hogar.
El amor empieza por el olfato. Para empezar a querer a alguien, tiene que gustarte de entrada su olor. Eso es fácil identificarlo en los humanos, pero en los gatos no. Los gatos odian a los extranjeros. Por eso orinan su territorio.
Así que, para introducir a un nuevo gato, que el viejo gato verá como un enemigo, hay que presentarlos primero a través del olfato.
No juntarlos de inmediato. El amor crece paulatinamente.
Llevar la cama de uno al territorio del otro.
Dicen también que puedes frotar con un pedazo de tela los bigotes de cada gato y luego poner esa esencia bajo el plato de la comida. Así, aunque quizá en principio el olor del otro gato le haya causado dolor o repulsión o enojo al primer gato, comenzará a vincularlo con algo placentero.
El dolor del gato viejo se contendrá por su amor por la comida. Y pronto ligará al gato nuevo al placer. Y del placer nacerá el amor. Hay que hacer eso mutuamente. Así el gato nuevo también comenzará a incorporar el olor del gato viejo a su cotidianidad.
Finalmente, viene la vista. Es necesario que los gatos se huelan y se vean, pero que no se toquen. Cuando dejen de rugirse, pueden juntarse.
Al principio se agredirán. Es normal.
Pero también comenzarán a lamerse, a quererse, a acurrucarse y a cuidarse.
Estarán tanto tiempo juntos que generarán un nuevo olor. Ya no habrá un olor de uno o de otro. Ya no existirá un gato viejo y uno nuevo.
Se volverán familia cuando exista un tercer olor. El de los dos gatos juntos.
No somos gatos. Pero qué tal si se pudiera vivir una relación de otra manera. Incorporar a la gente nueva en vez de sustituirla. No sentir que somos dueños de nadie. En el fondo, todo es temporal. A veces los gatos sí regresan a la intemperie. Quizá eso sea una ruptura. Estar de vuelta en la calle.
Mi gata terminó viviendo dieciocho años con nosotros. Se murió de vieja, entre la ropa de mi hermano, rodeada de su olor, y está enterrada en nuestro jardín.