#Norteando: La falsa fachada
A primera vista, Donald Trump es el señorazo de la política estadounidense. Él ganó la presidencia el año pasado, en contra de todas las predicciones, y su partido controla las dos cámaras del Congreso. Teóricamente, el país está a su disposición.
Por más entendible que sea esa conclusión, no es la correcta. Al contrario, a un año de la elección de Trump, está quedando claro que los que más sufrirán políticamente por su presidencia son sus copartidarios.
Veamos el caso de Roy Moore, el candidato republicano de Alabama para el senado. Moore es más trumpiano que el mismo Trump, aunque le falta el carisma adolescente del presidente; es un presunto abusador de adolescentes, fue destituido como juez dos veces por desconocer los fallos de cortes mayores, y es admirador abierto de Vladimir Putin. Moore cree que la homosexualidad debe ser ilegal, y que el país estuvo mejor en el siglo XIX, antes de la abolición de la esclavitud. Más allá que su ideología maligna, Moore tampoco es competente ni en los temas que le deberían preocupar; en una entrevista durante la campaña, no sabía que es DACA, el programa para frenar las deportaciones de niños indocumentados, némesis de cualquier conservador duro.
Quizá el hombre más despreciable en la historia política moderna de su país, Moore es sobre todo un producto de la trumpificación de su partido. No gozó del apoyo de los líderes republicanos en el Congreso, pero sí de la operación política de Trump, y eso fue suficiente para triunfar en las elecciones primarias. Ser un hombre de Trump —y para eso, entre más grotesco, mejor— es suficiente para conseguir el apoyo de la base electoral de los republicanos, no importa la falta de carácter o de habilidad.
Sin embargo, Moore perdió la elección general la semana pasada por 1.5 puntos. El senador de Alabama será el demócrata Doug Jones. Alabama es uno de los estados más republicanos de la Unión Americana, y es una catástrofe que los republicanos pierdan allí.
Algo parecido sucedió en la última elección importante, para el gobernador de Virginia. Ed Gillespie, un funcionario republicano gris con décadas de experiencia en Washington, renació como un hombre de Trump. Disfrazado de fuereño populista, atacó a los hispanos y dio voz al resentimiento sureño que ha infectado unas regiones del país desde el fin de la Guerra Civil, en 1865. Claro, Gillespie también recibió el apoyo entusiasta de Trump. Y luego perdió por 9 puntos.
Resulta que el respaldo de Trump no vale mucho hoy en día; al contrario, se ha convertido en un signo de la muerte. No debe extrañar que un hombre tan poco popular —apenas 32% de la población lo aprueba, según las encuestas— no tiene el don para guiar a sus aliados a la victoria electoral.
El año que entra, el repudio hacia Trump probablemente ocasionará otro desastre para los republicanos. Se vislumbra la pérdida de la Cámara Baja, y su control del Senado tambalea. El Congreso tiene las facultades de investigar a la Casa Blanca, y bajo el control de los demócratas, seguramente lo haría.
Como en su carrera empresarial, Trump prometía mucho. Su presidencia iba a ser histórica, iba a arreglar todos los problemas del país en un dos por tres. Pero igual que sus marcas, es un montaje, una fachada de oro tapando una fundación podrida.