La izquierda latinoamericana pierde fuerza
Entre la pérdida del candidato de Cristina Kirchner en Argentina, el malísimo momento (y posible destitución) de Dilma en Brasil y la derrota contundente del partido de Maduro en los comicios legislativos en Venezuela, tres de las sendas más importantes de la izquierda latinoamericana están perdiendo fuerza.
Quizás sea un poco prematuro concluir que la derecha está en alza, ya que los tres ejemplos arriba responden a situaciones muy particulares de sus países respectivos. Los votantes argentinos rechazaron el kirchnerismo por una combinación de hartazgo y frustración con el manejo económico contraproducente. El futuro de Dilma está en duda gracias a su debilidad política ante la peor recesión en décadas. Y la pérdida del chavismo, una fuerza basada en contradicciones insostenibles, fue de alguna forma inevitable.
Pero sean las causas que sean, no queda duda de que los acontecimientos recientes conllevan un cambio verdadero en el manejo de cada país. Macri, por ejemplo, cambió brusca e inmediatamente tanto la política monetaria como la postura internacional. Y la idea de una corrección continental hacia la derecha, después de una ola rosada que duró bastante, no está tan zafada como para no contemplarlo.
De ser cierto, sería la primera vez desde hace casi 25 años que las fortunas de la derecha están en alza. Durante la mayor parte del siglo XX los regímenes de la derecha se asociaron con el anticomunismo, cosa que suena bien pero se traducía al favoritismo hacia las grandes empresas (sean nacionales o extranjeras), los abusos de los derechos humanos y el autoritarismo. No es un saldo positivo.
La derecha volvió a tener un momento en los años 90 y resultó que cambió una ideología por otra: en lugar del anticomunismo, líderes como Alberto Fujimori y Carlos Menem utilizaron el neoliberalismo como su guía. Y el neoliberalismo en sí no está tan mal como lo pintan, pero las políticas que se implementaron en Perú y Argentina (y varios otros países) de la manera más rígida, sin tomar en cuenta la opinión pública y, para colmo, con amplias dosis de corrupción a lado. Efectivamente sustituyeron una dogma por otro y el bienestar material del pueblo nunca figuró entre sus prioridades.
Estas son generalizaciones, claro, y hay excepciones. Además, la división hoy en día entre la izquierda y la derecha no está tan clara como lo estuvo hace cincuenta años. Pero, sin duda, sigue siendo pobre la impresión popular que dejan los regímenes que se identifican con la derecha.
He ahí una gran oportunidad de corregir los errores del pasado y de limpiar la imagen de la derecha. Hace falta combinar las fortalezas tradicionales de la derecha —responsabilidad macroeconómica, una moneda estable, baja inflación, etcétera— con un espíritu de pragmatismo y atención a las necesidades del pueblo, y un esfuerzo redoblado para reducir los espeluznantes niveles de pobreza y desigualdad.
Hay quienes tomarían el párrafo anterior como una ingenuidad. Es decir, según esta versión, no es una casualidad o un tropiezo que la derecha se haya aferrado a los dogmas que ignoran las necesidades de la mayoría del electorado. Al contrario, el desinterés en el pueblo es parte del ADN de la derecha latinoamericana. De hecho, la mayor parte de la historia apoya esta versión.
No obstante, tengo optimismo de que la globalización y la democratización hayan cobrado efecto de una forma que no era posible hace veinte años, que los derechistas de hoy no serían los herederos de Menem, ni mucho menos de Pinochet.
Veremos si es así.
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