Boca de lobo: AMLO vs. El Odio
Salió de su casa y vi que sacó el brazo por la ventana del Jetta para tocar al huracán humano que lo rodeaba antes de partir al Congreso. El auto serpenteó por la colonia Toriello Guerra y Andrés Manuel mantuvo firme el brazo para contactar a las multitudes. Luego enfiló por Calzada de Tlalpan: ahí seguía su brazo, bien salido en la manga del traje, con una flexión del codo pero suficientemente estirado para dirigir la mano hacia la multitud ávida de ser saludada por sus cinco dedos ondulantes o, con fortuna, tocarlo.
El brazo, siempre el brazo extendido rumbo a la toma de protesta.
Y entonces ante la tv me asaltó una duda fisiológica: “¿No se le cansa el brazo?”. Prodigioso que el deltoides, bíceps y demás músculos de un señor de 65 años, en un viaje de 40 minutos, persistieran vigorosos, sin fatiga, y hasta imaginé que portaba una de esas prótesis con que los personajes del Güiri-Güiri hacían una cosa aparentando otra (quizá el brazo de plástico emergía de la ventana mientras su dueño leía una biografía de Benito Juárez). Pues no: en San Lázaro bajó, fue hacia la alambrada repleta y lo constaté: el brazo con que ahora palpaba a sus seguidores era real y pertenecía al presidente.
Ese amor magnético, ardiente, estrujante que enciende en millones se avivó en las escaleras del Congreso con el grito callejero “Pre-si-dente”, en la Cámara con el “Es un-honor-estar-con-Obrador” que alternaba su reprobación al neoliberalismo; en selfies y abrazos tras el discurso, en el templete con un indígena que sollozando le daba el bastón de mando, o de cara a un Zócalo atestado que lo vitoreó las casi dos horas que habló al país.
Al amanecer siguiente desperté con la sensación rara que dejó una explosión político-amorosa como erupción volcánica (un pueblo aplastado, vejado, que en su desesperación asigna a un solo hombre la ilusión del fin del sufrimiento), y comencé a leer los diarios y Twitter. En Milenio, Román Revueltas escribió que el presidente emula “la insolente zafiedad del matón que se sabe dueño del poder”. De Mauleón lanzó junto a una carita feliz “el gluten era el enemigo número uno de la humanidad. Hoy, oficialmente, es el neoliberalismo”. El empresario Claudio X González tuiteó un apocalíptico: “Nos va a ir mal, muy mal. Lástima”.
Pensé “lo odian”, y busqué en la RAE certezas de si realmente era odio lo que despierta en hordas de personajes públicos (y no públicos): “Odio: antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”. Sin duda por él hay antipatía, aversión, y eso no es ilegal. Y aunque tenga sospechas porque sería extraño desearle el bien al enemigo, ignoro si le desean el mal (lo cual tampoco está estrictamente fuera de la ley).
Andrés Manuel detona pasiones descarnadas. A unas, las que lo abrazan, lloran, besan, estrujan, les responde con facilidad: besa, oye, abraza, sonríe. Pero están las otras pasiones, las que repudian no solo sus ideas, sino incluso que hable lento, tenga el pelo blanco, no pronuncie las “s”, y que repiten sin tregua, “¡populista, demagogo, Mesías tropical!”, o incluso “¡dictador!” cuando suma cinco días de gobierno y lo votaron 30 millones.
En este sexenio, aquello de que “del amor al odio hay un solo paso” no sucederá. Por la ferocidad emocional que su figura engendra, quienes en 2018 lo ven con repulsión lo verán así en 2024.
Andrés Manuel debe pensar bien cómo encarar a quienes discrepen y, sobre todo, a quienes lo abominan. Su destino está en sus actos, pero también en los aún misteriosos caminos con que desde el 1 de diciembre lidiará con el odio.