Boca de lobo: Qué barato es ser criminal
Sus raíces emergen desde el abismo como las manos de un gigante furioso empujando el techo de un calabozo que lo asfixia. No vemos dedos ni nudillos, pero sí borbotones y tiras de madera rígida de un árbol de hule de 30 metros que en el piso giran, se enciman, se zambullen en la tierra, irrumpen otra vez a la atmósfera de la calle Moras.
Quiebran el pavimento esas raíces, se abren paso como músculos de un titán harto de hombres que han desaparecido a sus hermanos verdes de la Colonia del Valle. Él se ha salvado pues tumbarlo sería dinamitar un rascacielos, pero otros hules que lo rodeaban, además de jacarandas, encinos, colorines, nísperos, con sierras eléctricas fueron talados de tajo, desde la base, o mutilados: de sus ramas quedan redondeles muertos, muñones de una savia que ya no existe.
En 2009, al entrar por primera vez al departamento donde vivo, la luz de la mañana se filtraba sigilosa: las ramas serenaban al sol tirano que subía por el oriente. Pero pasó una década y el entorno, con árboles pelones, famélicos por podas sanguinarias o eliminados de la cabeza a los pies, volvieron este edificio y algunos otros un blanco de rayos afilados que penetran, iluminan con luz blanca y calientan hasta el sopor paredes, muebles, pisos.
Si los habitantes de este rincón del sur oímos las sierras, ya habituales, salimos a defender a los árboles. A veces solicitamos en calma a las cuadrillas constructoras o del gobierno: “por favor, no”. Otras, subimos la voz. Nos han exigido quienes portan las sierras llamar para pedir piedad a la Procuraduría Ambiental, a Jurídico y Gobierno de Benito Juárez, a la Unidad de Programas Ambientales. “Hagan un oficio”, nos responden en esas oficinas. La burocracia demora eternidades mientras una sierra eléctrica aniquila en segundos: el día que lean nuestro oficio, el árbol será aserrín.
Una a una, todas las batallas las perdimos. Un ciudadano que lucha contra el imperio inmobiliario es un niño ante un tanque de guerra. En este país y la Ciudad de México erigir un edificio es un botín multimillonario; corrupto, pero qué importa: baña de fortunas a constructor y autoridad. En cambio, un árbol vivo no hincha cuentas bancarias.
El 5 de mayo, fecha en que -el sistema nos repite ad nauseam- debemos estar orgullosos de nuestra identidad, nuestra identidad probó estar infectada de ruindad. Los 60 árboles que oxigenaban y daban sombra y humedad a la calle Real de Mayorazgo fueron talados ilegalmente para la edificación de la torre residencial Mítikah, de 273 metros y 67 pisos: monstruo apto para Manhattan pero construido en Xoco, hasta hace años un pueblito.
Las fotos que vimos hace tres días fueron horribles como heridas. Fulminados en hilera, los troncos cercenados nos dolieron. Primero, porque no queremos una ciudad asfixiada y sin verde, devastada por cemento. Segundo, porque eran hogar de cientos de aves. Y tercero porque esos árboles convertidos en cerritos de astillas son México: el canalla poder del dinero que aplasta, humilla, engaña y asola lo que no agiganta su dominio depravado.
¿Y la respuesta de la autoridad?
Nueve empleados taladores que siguen órdenes de los dueños de Mítikah y acaso ganan tres sueldos mínimos, fueron detenidos (como si los criminales de guerra fueran los soldados). Hasta ahora, no se esposó a ninguno de los de arriba, pero a ellos sí se les sancionará, advirtió el gobierno capitalino: pagarán de 7 a 50 millones de pesos. O sea, podrían ser libres con menos de lo que cuesta una sola de las 603 residencias de su torre.
Qué barato es destruir al país, ser criminal.