#PoliedroDigital: Transculturación en Yawar Fiesta: de Rama a Arguedas
¿Cómo podemos establecer los límites de una cultura para empezar a hablar de otra? En 1994, Homi Bhabha escribe The location of culture, en donde se cuestiona la forma en la que la historia oficial de occidente ha establecido su imagen, sus discursos, su lengua; en fin, una serie de características que la harían no solamente única, sino fundamentalmente diferente. En nuestros días, sería difícil establecer unos márgenes tan definidos no solamente porque vivimos en un mundo completamente globalizado, sino porque sabemos ahora que no existe nada “puro” o “esencial”.[1] Lo que sí sabemos, gracias a muchas teorías (entre ellas las poscoloniales -que devinieron en decoloniales en el contexto latinoamericano-), es la forma en la que estos límites imaginarios han dado pie a las relaciones de otredad, o, para decirlo de otra manera, cómo dentro de un discurso o una práctica política se ve, se construye, se representa y se significa al otro. Esta es la forma que tienen las culturas para poder pensarse como una comunidad que tiene ciertos rasgos identitarios, o que cuenta con sujetos que tienen algunos atributos que los une: ya sea una lengua, un territorio, ciertos imaginarios legales, políticos, sociales, económicos o literarios.
Lo que nos interesa desarrollar aquí, a modo de una breve reflexión inicial, es cómo esto opera dentro de la literatura. La literatura latinoamericana, para denominarla de alguna manera rápida –pues sabemos que tiene sus especificidades concretas y sus determinaciones históricas específicas- no sólo no es ajena a este tipo de problemáticas, sino que ha sido parte fundamental tanto de su forma, como de su contenido literario.
¿Quiénes somos?, ¿cuáles son nuestras determinaciones históricas que nos hacen hablar y escribir de esta(s) manera(s)? Ya Saúl Yurkievich en su texto “Nuestra literatura, una cimentadora de libertad” escribe que: “Esta constitución de la literatura latinoamericana en un corpus autónomo capaz de asimilar cualquier aporte exterior y de transmutarlo en su propia sustancia, es muy reciente. Tan reciente es que aún suscita desconfianza o descrédito.”[2] Más adelante, sin embargo, califica la producción literaria latinoamericana como una totalidad en movimiento. Si bien no es el caso aquí explicar desde cuándo podríamos rastrear estas características de la literatura latinoamericana, es interesante ver que son muchos los críticos que hablan de la hybris como el fundamento de cierta identidad o de producción, en este caso literaria, pero podríamos hablar también dentro de la política, la teoría crítica, la economía o la sociedad.[3]
Si empezamos esta reflexión problematizando sobre los márgenes de una cultura, ¿qué rasgo más característico de la construcción de la otredad que el “choque” entre la población que se ha pensado indígena, por un lado, y una mestiza o blanca que se construye en contraposición a esta, por otro? Nos parece, por ello, que la literatura indigenista de mediados del siglo XX es fundamental para entender estos nuevos planteamientos teóricos y poder reflexionar sobre sus límites. Es a principios de este siglo, pues, que se empieza a ver a los indios como sujetos que tienen cierta participación en los quehaceres de la nación. Por ello, es desde la literatura que se empieza a representarlo. Sin embargo, ya como lo mencionaba Spivak en “¿Puede hablar el subalterno?” de manera general, o como lo explicó de manera fenomenal Mariátegui en sus “Seis ensayos de interpretación sobre la realidad peruana” en específico, la literatura indigenista no muestra la “realidad” indígena tal cual es, pues no es el mismo sujeto quien está hablando, sino que están hablando por él. Así, Mariátegui menciona que: “La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla”.[4]
No obstante, habrá también que mirar esto con ojos críticos, pues podría haber cierta literatura que sí pueda hacer una representación “más cercana” de lo indígena, como podríamos pensarlo desde las narraciones de Arguedas. También, es el primer intento de acercase a esa realidad que había estado completamente a fuera de los discursos de la nación. Los indígenas eran sujetos completamente separados de los signos nacionales, o bien, eran mencionados solamente como un problema a resolver. Ya Conejo Polar hablaba de cierto reconocimiento que se da a través de la literatura indigenista. Este reconocimiento se da gracias a que existe cierta movilización de los atributos de una cultura a otra, o sea que existe, según este autor, la “comunicación intercultural”.[5]
Es así como nos acercamos, en un primero momento, al concepto de transculturación expuesto por Ángel Ramos quien muestra que este término “registra que la cultura presente de la comunidad latinoamericana (que es un producto largamente transculturado y en permanente evolución) está compuesta de valores idiosincráticos, los que pueden reconocerse actuando desde fechas remotas; por otra parte corrobora la energía que a mueve, haciéndola muy distinta de un simple agregado de normas, comportamientos, creencias y objetos culturales pues se trata de una fuerza que actúa con desenvoltura tanto sobre su herencia particular, según las situaciones propias de desarrollo, como sobre las aportaciones provenientes de fuera. Es justamente esa capacidad para elaborar con originalidad, aun en difíciles circunstancias históricas, la que demuestra que pertenece a una sociedad viva y creadora…”[6]
Este rasgo creador lo podemos ver desde el título de la obra que contiene tanto la lengua del “colonizado” como la del “colonizador”: “Yawar Fiesta”. Juntas, —el español y el quechua— establecen lo que sería una de las grandes aportaciones latinoamericanas en la literatura, que es justamente mostrar desde una particular forma de narrar la realidad, el conjunto de los elementos del proceso del colonialismo y sus efectos en ambas sociedades (que luego se harían una). Por ello, “Las soluciones estéticas que nacieron en los grupos de esos escritores mezclarán en varias dosis los impulsos modernizadores y las tradiciones localistas…”[7]
Es así que a lo largo de la obra, podemos ver el intento de Arguedas por representar, a través de la lengua y de los elementos culturales, la resistencia que ciertos “actos” culturales tienen, y la diferencia entre todos los grupos que conforman la sociedad. Estos grupos están representados por sus propios personajes que tienen un idioma, ciertas costumbres y una geografía particular (la costa y la sierra). De la misma manera, el autor se está ayudando de su universo diegético para mostrar los elementos culturales de los personajes, así, por ejemplo, narra en el segundo capítulo:
Los comuneros, que ya no tenían animales, ni chuklla, ni cueva, bajaron al pueblo. Llegaron a sus ayllus como forasteros, cargando sus ollas, sus pellejos y sus mak’tillos. Ellos eran pues, punarunas, pastores, iban al pueblo solo para pasar las grandes fiestas. Entonces solían llegar al ayllu con ropa nueva, con las caras alegres, con “harto plata” para el “trago”, para los bizcochos, para comprar géneros de colores en el jirón Bolívar. Entraban a su ayllu con orgullo, y eran festejados. Pero cuando llegaron empobrecidos, corriendo de los mistis, vinieron con la barriga al aire negros de frio y de hambre.[8]
Sin embargo, mientras la novela transcurre, estos rasgos parece difuminar su límites, aunque siempre existe un conflicto entre ellos. Vemos en la novela que dichos personajes, que son tantos y tan heterogéneos, no dejan de diferenciarse por momentos y convivir y relacionarse por otro. Ya lo decía Ángel Rama en su texto en el cual Arguedas “se ve en la obligación de presentar no menos de cinco tipos de personajes, los cuales estima representativos de los cinco estratos o clases sociales que le es dable distinguir en las capitales de provincia: indios, terratenientes tradicionales, terratenientes nuevos ligados a los políticos, mestizos bivalentes y por último los estudiantes, igualmente oscilantes entre “su pueblo” y el orden social limeño que ha de engullirlos”.[9] Nos parece aquí que esto es justamente de lo que Ángel Rama está analizando: la cultura no es completamente absorbida por otra, sino que existen una serie de elementos que se heredan de una cultura a otra y que, por lo tanto, la modifican, pero que hay ciertos rasgos que perduran en el tiempo. Esta relación se da en ambos lados, pues si bien existe una que parecería por momentos “más hegemónica”, ambas se encuentran en este proceso relacional. Es por eso que existen tantos y tan variados personajes. Si hubiera una aculturación, entonces sólo existirían dos. La corrida de toros, por lo tanto, simboliza, primero, la apropiación de una cultura ajena, y por otro, la resignificación de esta que se volverá eventualmente un símbolo de resistencia.
La literatura, por lo tanto, tiene la capacidad de retratar estos procesos históricos con una suspicacia impresionante. Es sólo desde aquí, que podemos acercarnos a estos procesos tan complejos, creadores de dinámicas sociales y realidades múltiples. Por ello, el concepto de transculturación retomado después por Ángel Rama para hablar de los procesos narrativos latinoamericanos es de tanta importancia. Es desde aquí que se muestra que la cultura es un proceso complejísimo que habría que estudiar con más cuidado.
[1] Sin embargo, seguir reflexionando sobre estos temas se vuelve más que nunca necesario porque vemos que esta forma de entender a la cultura de forma esencialista resurge de nuevo con sujetos como Donald Trump.
[2] Saúl Yurkievich, “Nuestra literatura, una cimentadora de libertad” en Suma crítica, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p, 5580.
[3] Tenemos, por ejemplo, el concepto de sociedad abigarrada de René Zavaleta; la heterogeneidad de Antonio Cornejo Polar, la cultura híbrida de Néstor García Canclini, La hybris del punto cero, de Santiago Castro-Gómez, por mencionar sólo unos cuantos.
[4] José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de la realidad peruana, Lima, Empresa Editora Amauta, 1971, p, 335.
[5] Antonio Conejo Polar, Los universos narrativos de José María Arguedas, Argentina, Editorial Losada, p, 12.
[6]Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina, Buenos Aires, Ediciones El Andariego, 2008, pp, 40 y 41.
[7] Ibíd., p, 44.
[8] José María Arguedas, Yawar Fiesta, Chile, Editorial Universitaria, 1973, p, 14.
[9] Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina, México, Siglo XXI, 2004, p, 177.