Norteando: Venezuela y Trump
Los acontecimientos lamentables en Venezuela han provocado una reacción igualmente lamentable—aunque menos consecuencial—de varios sectores ideológicos. Dicho de otra manera, algunos no se han dado cuenta que la Guerra Fría se acabó hace casi 30 años, y siguen con sus manos atadas por los dogmas de aquella época.
En primer lugar, cabe destacar la necedad de la Casa Blanca. Reconocer a Juan Guaidó como presidente interino fue la decisión correcta, y a lo mejor ayudó a consolidar un bloque de apoyo internacional para la oposición a Maduro. Pero cuando Trump y su equipo empezaron a coquetear con una invasión, cometieron un error grave.
Desde una perspectiva humanitaria, no hay forma de que una intervención militar estadounidense pueda ayudar al pueblo de Venezuela a superar el desastre de los últimos cinco años; ya amenazado por la hambrina y hostigado por la violencia criminal, no necesita añadir una guerra a su lista de horrores. Una intervención tampoco ofrecería la esperanza de avanzar los intereses nacionales de Washington: como todo lo militar, sería bastante caro; minaría el apoyo de una comunidad internacional muy sospechosa del despliegue de tropas estadounidenses; y le convertiría a Maduro en un mártir contra el imperio y le quitaría legitimidad de cualquier gobierno que le siga. Más inmediatamente, la mera amenaza está complicando esfuerzos para convencer a los líderes demócratas a apoyar su estrategia.
Es difícil entender la lógica que está guiando las decisiones de la administración de Trump. Lo más probable es que realmente no hay una lógica, como se suele definir la palabra. Más bien, la administración anda como un viejo boxeador que golpea sin provocación, porque es la acción que su cerebro recuerda; Trump y los que le rodean aprendieron de América Latina durante la Guerra Fría, y la reacción combativa se siente lo más natural. Pero no es menos estúpido por ser reflexivo.
Con el mismo sentido de confusión, algunas voces importantes de la derecha estadounidense están culpando al socialismo en sí como el autor de todos los males en Venezuela. La implicación es que cualquier evolución hacia la izquierda—sobre todo los Demócratas jóvenes que utilizan la etiqueta “socialista” como un accesorio, que no es para usar siempre pero sí combina perfectamente con algunos atuendos—conlleva el riesgo de un futuro venezolano.
Pues, no; de ser así, Oslo y Estocolmo enfrentarían un entorno comparable a lo de Caracas. Muchos problemas de Venezuela tienen un componente ideológico, pero el caos de hoy es el producto de factores más bien de mal juicio y incompetencia básica—el pésimo manejo de la moneda venezolana; los acuerdos petroleros con Rusia y China, que ha mermado severamente su acceso a divisas fuertes; la caída en el precio de petróleo; el vaciamiento de las instituciones públicas; el colapso del estado de derecho; y un nivel de corrupción que haría sonrojar hasta a Peña Nieto. Atribuir estos errores al socialismo es un artefacto de la vieja división ideológica entre izquierda y derecha, la Unión Soviética y los Estados Unidos.
Por el otro lado, la reacción de algunas voces de la izquierda—desde legisladores como Gerardo Fernández Noroña en México y el estadounidense Ro Kanna, hasta intelectuales pro-Maduro como Mark Weisbrot y Noam Chomsky—ha sido hasta más vergonzoso. Ellos pintan a Maduro como víctima del imperialismo gringo, ignorando la criminalidad manifiesta con la cual gobierna su país. Este grupo culpa a la oposición por el caos de hoy y retratan a Maduro como una especie moderna de Salvador Allende.
La verdad es que Maduro no tiene nada que ver con Allende, como familiares y colaboradores del segundo han declarado en reiteradas ocasiones. Al contrario, una mejor referencia histórica para Maduro es el mismo Pinochet. Si bien no llegó al poder a través de un golpe de estado, Maduro ha metido preso a sus adversarios e intentó disolver el Congreso cuando la oposición llegó a controlarlo. Peor aún, Maduro ha activado escuadrones de paramilitares—sobre todo los grupos conocidos como las FAES, abreviatura para Fuerza de Acción Especial de la Policía Nacional Bolivariana—que intimidan y matan a sus enemigos políticos. Cifras confiables para las actividades de las FAES y los demás grupos tendrán que esperar el fin del madurismo, pero varias investigaciones han vinculado las fuerzas de Maduro con miles de muertes violentas en los últimos tres o cuatro años. Estos son los pasos de un dictador, no de un noble defensor del pueblo.
Todo lo anterior hace la posición del gobierno de López Obrador más que desafortunado. Mientras escribo estas palabras, es la única democracia grande de la región que no está abogando por elecciones inmediatas. Su preferencia para un diálogo entre los maduristas y la oposición representa un regalo diplomático para el régimen venezolano.
No es casualidad que la formación política de López Obrador sucedió durante los 70s, cuando México era un puente entre la izquierda y la derecha internacional. Como en aquella época, parece que López Obrador quiere tener un pie en cada lado. Es una postura que no tiene sentido hoy. Los tiempos han cambiado, pero el gobierno mexicano, como muchos contrincantes en la Unión Americana, sigue en el pasado.