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Travesías: Un trayecto pleno de sorpresas  

Andrés de Luna | 01.10.2015

Jack Dykinga

 

 

La época victoriana fue un periodo con muchas luces y más sombras de lo que se podría imaginar. Bastaría saber que sus naves circularon por el mundo con el objeto de apropiarse de más territorios y aumentar las riquezas de un Reino Unido plagado de cinismo y sin la menor consideración para el resto de los pueblos del planeta. Si se hiciera un recuento de sus atrocidades, tal vez tendría una duración excesiva; por ello es mejor dejar que la historia los condene y que surjan nuevas cosas. Entre ellas la crónica del Challenger, un buque que hizo una travesía alrededor de los mares de una geografía aún incierta y plagada de peligros. Esto ocurría en 1872 y el viaje duró hasta 1876. Su propósito era realizar una expedición que tuviera la importancia que le dio el Gobierno británico, a través de la Royal Society y la Universidad de Edimburgo. La embarcación recorrería sesenta y ocho mil millas náuticas a lo largo de los tres años y medio que duró el viaje; era un vehículo de madera con tan solo tres mástiles y velas cuadradas. La tripulaban doscientos cuarenta y tres hombres, entre los cuales iban los naturalistas Henry Moseley y John Murray, quienes procuraron indagar todo aquello que les resultaba desconocido o que era sorpresivo en medio de aquella travesía inmensa y fascinante. Los ilustradores del viaje fueron lord George Campbell, Herbert Swire y Richard Channer, quienes tuvieron a su disposición una vasta colección de materiales producto de la naturaleza.

El comandante en jefe del Challenger era George Nares, un hombre nacido en Aberdeen, Escocia; fue un explorador del Ártico. Entre su tripulación se encontraban veinte oficiales navales. La otra parte del trayecto estuvo comandada por Charles Wyville Thomson. Ellos guiarían al resto de los marinos, que partieron del puerto de Portsmouth el 21 de diciembre de 1872. Al principio el viaje estuvo lleno de tormentas; tan es así que el Challenger se convirtió en un sitio apto para el mareo. Las aguas estaban en disposición de enfermar a los tripulantes del navío. Swire, según se dice, tuvo una cena de Navidad por demás movida. Él, claro está, poseía un estómago capaz de resistir las embestidas. Caso contrario al de Wyville Thomson, quien se enfermó cuando apenas iniciaba la travesía. Otro de los que mejor respondía al tiempo era John Murray, quien tenía formación de marinero y aguantaba el ritmo de semejantes agitaciones. Todo se mantuvo igual hasta que la nave atravesó el golfo de Vizcaya; entonces las trombas calmaron sus ímpetus y los mares se convirtieron en algo reposado.

El trayecto llevaría a la tripulación hasta el extremo sur, incluso hasta los helados parajes de la Antártida; pasarían por Nueva Zelandia y las islas de la Amistad; Fiji, Filipinas y Nueva Guinea; Hong Kong, las islas del Almirantazgo y Tahití. Mientras que de Sudamérica recorrerían lo posible antes de regresar a Inglaterra. De Europa visitarían Lisboa, Gibraltar y Madeira. La expedición tenía fines científicos y estaba al margen de situaciones políticas que hubieran resultado engorrosas para la mayor parte de los involucrados en esa larga trayectoria internacional.

Moseley era feliz en tierra firme. Detestaba muchas de las operaciones marinas que hacía el barco. Además, viajar por los océanos le resultaba por demás aburrido. Eric Linklater, en su magnífico libro El viaje del Challenger (1872-1876) (Ediciones del Serbal, Barcelona, 1982), aclara que:

En Tenerife [Moseley] descubrió un geco que hibernaba a mil ochocientos metros, con manchas plateadas sobre su abdomen, una vegetación lujuriosa y una bandera que los españoles le habían arrebatado a Nelson. En la opinión de Moseley, las islas eran incomparablemente más atractivas que el mar que las circundaba (p. 25).

Jack Dykinga

Jack Dykinga 

En una de las ilustraciones del libro que surgió del periplo, Reporte de los resultados científicos del viaje de exploración del H. M. S. Challenger durante los años de 1873 a 1876, cuyo editor fue John Murray, se encuentra una caricatura en la que el teniente Channer, uno de los marinos del trayecto, vestido con la desenvoltura que permitía el mar, da la espalda a los habitantes de la isla de Saint Thomas, ellos son los colonizados de esta región caribeña, y todos están ataviados como si fueran a asistir a una festividad. Además, estos personajes tienen una característica fundamental: son negros.

A unas mil millas de distancia de Brasil, los tripulantes vieron dos masas rocosas llamadas San Pedro y San Pablo; aquí Linklater comenta que:

Toda la tripulación desembarcó en los peñones, “para andar un poco y pescar”, pero bajo estrictas órdenes de no molestar a las aves. Los peces eran abundantes en el mar profundo y de aguas rápidas, y una especie de caballa (denominada cavalli) daba un juego excelente con una caña para salmones; se trataba de peces de superficie: una liña lastrada no capturó nada, y no había sedal que fuera suficientemente fuerte para sostener un tiburón realmente grande. Los cavalli representaron un suplemento bien recibido a las raciones del barco, pues había pocos alimentos frescos, con excepción de las sandías compradas en San Iago; incluso en el comedor de oficiales se consumía casi únicamente cecina (p. 36). 

La expedición hizo unos cuatro mil hallazgos de especias diferentes a las conocidas hasta ese momento. Al llegar al Cabo de Buena Esperanza, el 18 de octubre de 1874, luego de diez meses de viaje, llegaron a aguas menos familiares y esto ocasionó que varios marineros encontraran peligrosa la expedición. Se dirigían hacia los icebergs del Antártico. Les dieron a los marineros un permiso de cuatro días, pero algunos ya nunca regresaron. Los que siguieron la travesía encontraron, en los trayectos por tierra, mangostas, puercoespines, tortugas de bellos caparazones; hubo evidencia de cobras y víboras bufadoras (Clotho arietans), entre otros ejemplares de la fauna del sitio. Uno de los hallazgos que hicieron Moseley y su equipo fue la oruga negra. Esta tenía ocho centímetros de longitud, y ya había sido contemplada en viajes anteriores, pero hasta ahora ningún naturalista se había ocupado de estudiarla con detenimiento.

A unas tres mil millas de Ciudad del Cabo se encuentra la Tierra de Kerguelen, también conocida como Isla Desolación. En estas geografías retornó un tiempo recio y cargado de movimientos que produjeron los estragos del mareo. Ni siquiera era posible lavar las cubiertas pues el clima era tan húmedo que tardarían en secarse. Muchos fueron los exploradores que lamentaban estar en esas aguas. En Kerguelen vieron la cerceta parda con una banda de color azul metálico, un ave de la región que sorprendió a la mayoría de aquellos que eran capaces de observar la fauna en medio de las mil y un náuseas. Luego, de acuerdo a las tendencias de la época, los navegantes vieron focas y se cebaron contra ellas en un acto criminal, como los que todavía ocurren en Canadá.

El trayecto del Challenger tuvo éxito, incluso a pesar de un grupo de marinos desertores, pues de los doscientos cuarenta y tres con los que empezó el recorrido, quedaron ciento cuarenta y cuatro. Murray y Moseley fueron científicos británicos que gozaron de una reputación amplia gracias a sus conocimientos y a su espíritu de investigación.  ~

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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998), El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011) y su última publicación: Los rituales del deseo (Ediciones B, 2013).

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