El sistema judicial de Estados Unidos
El sistema judicial de Estados Unidos se considera un modelo a nivel mundial. Es innegable que, pese a sus diferencias fundamentales, ha sido un ejemplo para México, que lleva años implementando una reforma judicial basada en el sistema gringo con los juicios orales y asesores jurídicos estadounidenses.
Pero como deja en claro un reciente artículo de Alex Kozinski, un juez federal desde hace treinta años, este sistema no está libre de defectos. Kozinski, quien ocupa un lugar en la prestigiosa Novena Corte de Apelaciones, publicó un artículo en Georgetown Law Review donde argumenta que las prácticas comunes de los empleados jurídicos carecen de un sentido básico de justicia y rectitud. En consecuencia, este sistema —que inspira tanta admiración— regularmente atropella los derechos de los acusados y administra la justicia de una forma muy arbitraria. Lo peor es que realmente no hay conciencia de los excesos, porque no se consideran como tal; es la función normal del sistema.
El fondo de los problemas es que los investigadores policiacos y los fiscales, quienes tienen la responsabilidad básica de determinar el culpable, tienen muchísimo poder y pocos contrapesos. Hay un viejo chiste: un buen fiscal puede convencer a un jurado preliminar de acusar a un sándwich de jamón, y no está lejos de la verdad. Para que funcione bien un sistema así se requiere, por lo menos, que los fiscales actúen siempre impecablemente, pero como estamos hablando del mundo real, claro que no lo hacen. Kozinski ofrece varios ejemplos de los fiscales y la policía manipulando u omitiendo evidencias en procesos criminales, incluso en el famoso procesamiento catastrófico del exsenador de Alaska Ted Stevens. Claro, la gran mayoría de fiscales y policías no buscan atropellar a los sospechosos, pero un sistema que concentra tanto poder en sus manos y luego los evalúa según su habilidad de encontrar y castigar culpables inevitablemente genera abusos.
Más allá de los casos de impropiedad oficial, las cortes gabachas son cada vez más duras. Según una investigación reciente de John Pfaff, un profesor de la Fordham University School of Law, los fiscales están cada vez más inclinados a levantar cargos serios para cualquier crimen. Según su análisis, la probabilidad de que un procesado enfrente una acusación clasificada como “felony”, que implica una sentencia larga y costosa, se ha duplicado en apenas dos décadas.
Los incentivos perversos de los fiscales se combinan con otros defectos que debilitan la función del poder judicial aún más. Las evidencias que sirven para encarcelar a todo tipo de acusado —desde las afirmaciones de los testigos presenciales hasta las confesiones— no son infalibles. Los jurados, que teóricamente sirven para mitigar y contener los excesos de los fiscales y la policía, son compuestos de gente común y a menudo demuestran una competencia legal muy limitada.
Según el retrato y crítica que ofrece Kozinski, el efecto total de estos defectos es un sistema inconsistente y desigual que a veces roza en el autoritarismo. Quizás es inevitable, ya que el objetivo de tal sistema es privar a algunos ciudadanos de su libertad, y no hay nada más autoritario que eso. Pero no deja de ser un escándalo.
Y más aún, levanta cuestionamientos si el sistema de Estados Unidos es un modelo apto para México, porque los problemas de los dos países son muy diferentes. En México la corrupción no deja que los policías y las cortes realicen sus labores. Ahí está el reto principal, aunque sobren casos de abusos autoritarios. Los esfuerzos para mejorar la justicia mexicana deben concentrarse en ese defecto, que habla de un entorno completamente distinto a lo que arrastra la justicia de la Unión Americana.
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