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El control de armas en el discurso de Obama

Patrick Corcoran | 08.01.2016


Hace unos días, Barack Obama dio uno de los discursos más memorables de su gestión. Me refiero al anuncio del martes sobre nuevas medidas para frenar la venta de armas, en el cual Obama empezó a llorar al recordar a las víctimas de la matanza de 2012 de la escuela primaria Sandy Hook Connecticut, cuyos padres estaban a su lado.

Según dijo el presidente, se van a cerrar los huecos legales que permiten la venta de armas de fuego en ferias o por internet sin una averiguación sobre los antecedentes del comprador, para acabar con una de las mayores fuentes del tráfico de armas no regulado. También prometió incrementar los procesamientos por disputas domésticas (que representan una de las causas principales de violencia con pistolas), contratar a más gente para agilizar los chequeos sobre los compradores de armas e intensificar las investigaciones sobre el efecto de las armas en la sociedad.

Obama anunció estas medidas como alternativa a una acción legislativa que lleva años pidiendo sin éxito gracias a la falta de interés de los republicanos. Es decir, son soluciones a medias y no serán suficientes para cambiar radicalmente los patrones del comercio de armamento.

En referencia a eventos más recientes, el discurso también respondía a los ataques de San Bernardino el mes pasado, en donde una pareja utilizó armas largas legalmente compradas para aniquilar a 14 ciudadanos inocentes. Pero no es el único ejemplo ni el más reciente. Al contrario, se suma a los incidentes en la clínica de Colorado, en la Universidad de Oregon, en la iglesia de Carolina del Sur, entre cientos de otros eventos tan solo en 2015.

Como ha dicho Obama durante años, estos ataques mortales, no provocados, y esencialmente aleatorios, son rarísimos en otros países desarrollados, pero lamentablemente son noticia común en Estados Unidos. Es una dinámica que las leyes serían capaces de arreglar. El caso de Australia es relevante: luego de la masacre en Port Arthur en 1996, en que un asesino mató a tiros a 35 personas, el país implementó regulaciones muy estrictas sobre la venta de armas largas. Desde entonces, no ha habido otra matanza parecida.

Claro, la correlación y la causación son cosas distintas, y no hay garantía de que las mismas restricciones en la tierra de Obama tendrían los mismos resultados que en Australia. Pero no hay excusa para no intentar. No hay un derecho constitucional para portar una AR-15, ya que las metralletas no existían cuando los fundadores enunciaron la segunda enmienda constitucional, que garantiza el derecho de portar armas. Y la ciudadanía sí quiere más restricciones: encuestas demuestran que 90% favorece chequeos para todos los compradores de armas.

Es sumamente frustrante que haya tanta distancia entre, por un lado, la lógica y el deseo popular y, por el otro, la realidad, tanto para los que vivimos en el país como para los que lo lideran. (No es casualidad que Obama no sea el único funcionario que deja escapar las lágrimas al tocar este tema la semana pasada; véase el discurso de despedida del secretario de educación Arne Duncan.)

La disfunción y la estupidez que se manifiestan en las regulaciones sobre las armas son el producto de varios factores relacionados. Uno es la marcha hacia el extremismo de los republicanos, que representan el cuello de botella legislativo insuperable. Hace tres décadas, el mayor héroe histórico del partido, Ronald Reagan, habló a favor de chequeos universales, cosa que también apoya Obama pero que hoy es apostasía para los conservadores. Otro factor clave es la efectividad de la Asociación Nacional de los Rifles (NRA, por sus siglas en inglés), centro del cabildeo a favor de la libre venta de todo tipo de armas, que domina el debate y controla los votos republicanos mucho más que los deseos del electorado.

No hay muchas razones para ser optimista en este tema. El control republicano en por lo menos una de las cámaras del Congreso no va a desaparecer ni en el corto ni el mediano plazo, así que seguirá puesto el cuello de botella que imposibilita las soluciones legislativas. La NRA no va a perder influencia y la industria masiva detrás de ellos —es decir, los fabricantes de armas—tampoco perderá tamaño en el futuro previsible.

Por eso la frustración y las lágrimas.

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