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Tratado sobre la incubación del ganso

Diego Rodríguez Landeros | 13.11.2015
Tratado sobre la incubación del ganso

El consejo que, en un ensayo titulado “Iniciación en la fisonómica”, ofrece Hugo Hiriart para lograr escrutar rostros de mujeres ancianas sin ser descubiertos por ellas es el siguiente: “En el café, camuflados por el tratado sobre la incubación del ganso (o cuando menos por el periódico) y el vaso de capuchino, ponemos en la mira a la dulce anciana de manos blancas y perfil de abadesa. Ella es nuestro ejemplar y habremos de estudiarla diligentemente…”.

Lo que llama la atención es, más que la declaración fisgona del autor, la rareza del título mencionado. Diversas son las interpretaciones que he escuchado acerca de esa singular elección libresca: que es adecuada e inteligente porque de un ornitólogo ninguna anciana espera miradas atentas; que se trata de una broma fina e intelectual; que en ese café los parroquianos portan libros similares y así uno puede pasar desapercibido; que los tratados biológicos son por lo general grandes y tapan con eficacia nuestro rostro…

Yo suscribo todas, y añado una: los libros especializados son parte cotidiana de la dieta lectora de Hiriart; mencionarlos equivale, para él, a mencionar el periódico. Quien se acerque a su obra (compuesta de ensayos, novelas y obras de teatro) advertirá que parte de su calidad embrujadora radica en la disposición del autor para transmutar en literatura cualquier tema extravagante. Filósofo, escultor, periodista y dramaturgo, Hiriart es capaz de disertar literariamente sobre la fundición de bronce para las estatuas ecuestres, la fisiología, La Ilíada, la vida de pintores barrocos, los hot-dogs, las alfombras, las telarañas, los jardines y un larguísimo etcétera. Por eso no es raro que mencione el tratado sobre la incubación del ganso; y tampoco lo es que un libro sumamente especializado como El paradigma porfiriano: Historia del desagüe del valle de México, del Doctor Manuel Perló Cohen, tenga un prólogo literario de Hiriart.

La existencia de ese proemio me parece interesante pues estoy seguro de que, además de obedecer a la curiosidad sin límites que el autor siente hacia toda clase de asuntos y estudios, se debe a razones familiares. Su padre, Fernando Hiriart, fue un ingeniero y funcionario público que trabajó en pos del desarrollo energético e hidráulico del país (hay una central hidroeléctrica que lleva su nombre). Bertha Hiriart, hermana de Hugo, comentó en un homenaje póstumo a su padre: “Mis hermanos y yo, y también nuestros hijos, aprendimos a hablar la jerga ingenieril: kilowatts-hora, cortinas y compuertas, leyes de la termodinámica y otros términos”. El tema del desagüe del valle de México seguramente le resultaba conocido al escritor desde que era pequeño y eso lo llevó a redactar ese prólogo que, por cierto, es un breve y muy bello texto ensayístico donde, entre varios asuntos, se discurre sobre la relación oculta entre la alquimia, el personaje Fausto de Goethe y Porfirio Díaz.

Me gusta cuando los escritores de literatura redactan textos para obras no literarias. Hace unos días, afuera de la estación Taxqueña del metro, compré Historia y cultura del tabaco en México, libro editado en 1988 por la ahora extinta Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos y por Tabamex, empresa paraestatal suprimida, como tantas otras, en el sexenio del archineoliberal presidente Carlos Salinas de Gortari. El prólogo lo escribió Fernando Benítez y tiene esa perfección literaria que solo se logra cuando el autor es un adicto irredento que tiene la oportunidad de explayarse sobre la sustancia que lo subyuga. Mezcla armoniosa de datos históricos, investigación de campo, inventario de preferencias, aversiones personales y voluntades postreras (“espero que mi último suspiro se transforme en una bocanada de humo perfumado”, dice Benítez), dicho texto es una enseñanza de cómo practicar la brevedad y la discreción (todo buen prologuista sabe que su tarea, como la de un maestro de ceremonias, no debe cansar al público ni opacar a la obra que introduce) y, aun así, lograr un efecto de redondez, autonomía y originalidad.

Lo anterior, que parece cosa sencilla, es un trabajo arduo no compatible con todas las personalidades literarias, mucho menos con las que tienden a la dispersión. Muestra de ello es Renato Leduc, a quien un ministro de agricultura encargó cierta vez un prólogo para un libro sobre la producción cafetalera en México. El desconcertante —y genial— resultado fue “De café y cafés”, ensayo irreverente, digresivo e inconcluso que fue inmediatamente rechazado por el ministro que lo pidió y por los editores encargados, lo cual es una verdadera lástima porque el texto (al final Leduc lo publicó en su libro Historia de lo inmediato) ilustra avant la lettre y con un delicioso estilo campechano el quinto valor que Italo Calvino proponía para el futuro de la literatura: la multiplicidad.

Según Calvino, la multiplicidad es una manera de ver y comprender el mundo que no oculta la imbricada e inabarcable complejidad de este. Es la conciencia de que cada cosa mantiene una relación arborescente con su entorno, y de que es necesario, para acceder a cualquier aspecto de la realidad, ejercitarse tanto en el arte de la clasificación meticulosa como en el establecimiento de infinitas conexiones entre lo disperso. Para explicar la multiplicidad en la literatura, Calvino cita el caso de Carlo Emilio Gadda, un escritor que la practicaba a tal grado que por lo general no podía terminar sus novelas y se veía en la necesidad de enviarlas inconclusas a la imprenta, necesidad que, por supuesto, no era señal de incompetencia, sino la puesta en práctica de una convicción epistemológica irreductible. Creer que se puede agotar un tema o una historia dentro del marco de un texto o en el lapso de una existencia humana individual —nos dice Carlo Emilio— es una pretensión desmesurada e ingenua. Un grano de café o de arroz nos conduce al infinito; jamás terminaríamos de hablar de ellos sin de paso tocar cada detalle del universo.

Eso mismo intuyó Leduc —probablemente sin haber leído a Gadda ni a Calvino— en su ensayo, y además lo hizo con una gracia y un humor envidiables. Es delicioso leer cómo a propósito del café termina hablando del matrimonio, la Santa Inquisición, los mercaderes, los vicios intelectuales de ciertos investigadores que desprecian el saber empírico, de Dios y de una larga lista de temas hasta que de pronto el discurso, que podría haberse expandido sin fin, se interrumpe en un párrafo que promete introducir el tema del café como establecimiento comercial sin cumplir con la expectativa.

El ensayo acaba como lo hacen las novelas de Gadda, que a su vez terminan como la vida misma: de golpe, sin haber llegado a la meta, sin fanfarrias ni conclusiones edificantes, lo cual me trae a la mente los huevos malogrados de la gansa, los embriones que no sobreviven a la incubación y que con su fracaso radical introducen en el entusiasmo generalizado el poderoso efecto anticlimático con el que la naturaleza nos recuerda que no todo es luz, no todo es vida, no todo es un sí.

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Foto: Flickr.com/“16-cell stage of a sea biscuit” by Bruno Vellutini

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