Argumentos desiguales
En días pasados el periódico Reforma publicó un par de notas de dos de los más destacados comentaristas con que cuenta. Se trata de Luis Rubio y Jesús Silva-Herzog Márquez.1 El primero de ellos tituló su nota “La desigualdad no es el problema”, mientras que el segundo dio como título a su contribución “El nuevo segregacionismo”. El tema es uno de esos asuntos que, como bien dice Rubio, resulta muy “divisivo y politizado”. Se trata de la desigualdad. Que este tema sigue proveyendo de “interminable gasolina retórica” lo demuestra la nota de Silva-Herzog Márquez, la cual, sorprendentemente para un autor que no acostumbra hacerlo, contiene más adjetivos que argumentos.
El tema de la desigualdad es, sin duda, uno de esos temas espinosos que tiende a remover los ánimos y a picar la cresta, por lo que debemos caminar despacio. Ambos autores citan al filósofo de Princeton, Harry Frankfurt, quien, además de sus pequeños libritos, por demás exitosos, sobre los conceptos de verdad2 y bullshit,3 recientemente publicó uno sobre la desigualdad.4 En este último, Frankfurt hace una clara advertencia respecto a que nada de lo que escribe implica alguna tesis sustantiva sobre el tipo de políticas públicas o sociales que pudiese resultar deseable promover o evitar. Más aún, su discusión la motivan —nos dice de manera muy enfática— intereses analíticos y conceptuales exclusivamente. No se inspiran ni toman forma —remata— en alguna ideología política o social.
Al igual que Frankfurt, mis comentarios persiguen tan solo lograr claridad conceptual en la discusión de este tema. No pretendo, en consecuencia, defender ningún proyecto neoliberal inspirado en filósofos como Friedrich von Hayek, economistas como Milton Friedman o personajes políticos como Margaret Thatcher o Ronald Reagan. De entrada, a los ojos de un filósofo resulta un tanto problemático aceptar que, a partir de una relación formal como es la igualdad (o la desigualdad) en relación con algún parámetro cualquiera —por ejemplo, igualdad de ingreso, de riqueza, de oportunidades, de derechos, etcétera—, se pretenda adjudicarle un valor moral intrínseco, un valor moral per se. Todo valor moral que pueda adscribirse a la igualdad (o, en sentido negativo, a la desigualdad) es indirecto, es decir, le viene de fuera; esto es, una mayor o menor igualdad puede tener valor moral en virtud de que facilita, o hace posible, algún otro objetivo social o políticamente deseable. Pero, repito, la igualdad, como tal, no tiene un valor moral inherente o intrínseco. Esta es la tesis de Frankfurt sobre la igualdad, y es una tesis que yo suscribo. Nada de lo que dice Silva-Herzog Márquez le hace mella. Poco de lo que dice Rubio la apoya.
Es indispensable tener presente en todo momento que la igualdad es una relación meramente formal, es decir, es un caso particular de la relación de identidad entre dos cosas. Como tal, es una relación reflexiva, simétrica y transitiva; esto es, si consideramos la relación de igualdad de riqueza podemos decir que Juan es igualmente rico que sí mismo, o sea que la relación es reflexiva; puede decirse también que es simétrica, es decir, que si Juan es igualmente rico que Pedro, entonces Pedro es igualmente rico que Juan. Y, por último, podemos decir que es transitiva, o sea que si Juan es igualmente rico que Pedro, y Pedro es igualmente rico que Luis, entonces Juan es igualmente rico que Luis. De todo esto nada se dice acerca de si la riqueza de Juan es deseable o tiene un valor en sí mismo o si la comparación entre las riquezas de Juan, Pedro y Luis tiene algún valor o resulta deseable en algún sentido u otro.
Frankfurt insiste en que lo que debe preocuparnos moralmente no son cuestiones formales como las que acabamos de describir, sino cuestiones sustantivas: la preocupación moral debe ser si la gente tiene acceso a una vida con calidad, y no la preocupación derivada de comparar su vida con la de otros. Más que la tesis de la igualdad, por tanto, lo que importa moralmente es la tesis que Frankfurt llama de la suficiencia. Pero vayamos por partes. Por “igualdad económica” Frankfurt entiende la doctrina de que resulta deseable que toda la gente tenga la misma cantidad de ingreso y de riqueza, en pocas palabras, la misma cantidad de dinero. En este sentido, nos dice el filósofo: “La igualdad económica no tiene, como tal, ninguna importancia moral específica; y por la misma razón, la desigualdad económica no es en sí misma objetable moralmente. Desde el punto de vista de la moral, no es importante que toda la gente tenga lo mismo”. Acto seguido, enuncia su tesis central: “Lo que resulta moralmente importante es que cada uno tenga suficiente”. Y esta es la tesis que Frankfurt llama “la doctrina de la suficiencia”, a la que me referí arriba.
Silva-Herzog Márquez enuncia la tesis de la suficiencia de Frankfurt al escribir: “Lo que importa es que la gente tenga ‘lo suficiente’. Más que igualar, buscar la eliminación de la miseria”. Y, más aún, acepta la tesis. La cita anterior continúa: “El filósofo […] puede tener razón en el sentido más abstracto: la igualdad desplaza la atención moral a lo que tienen otros. No lo que tengo yo y lo que puedo hacer con mi patrimonio, sino lo que tengo en comparación con el de enfrente”. ¡Exactamente! Parte de lo que demuestra que la igualdad (o la desigualdad) no es lo que importa moralmente es que una persona que se cuestiona si debe o no estar satisfecha con lo que posee, pero que está convencida de que la igualdad económica es lo que realmente importa, buscará conocer lo que ganan otras personas, en lugar de preguntarse cuáles son sus verdaderos intereses y sus verdaderas ambiciones en la vida. La cantidad de dinero a la que tengan acceso otras personas nada tiene que ver con las consideraciones a las que debe apelar una persona para decidir el tipo de vida que, en su opinión, tiene calidad, y el cual se propone, por ende, hacer suyo.
Esta es la parte “conceptual” de la nota de Silva-Herzog Márquez. Su conclusión es la siguiente: “Frankfurt puede tener razón en ese plano, pero solo ahí”. Por supuesto que Frankfurt tiene razón, pero ¿qué es eso de “en ese plano” y de que “solo ahí”? ¿Se refiere, por lo que antes describió como “el plano más abstracto”, al plano de la razón? Y ¿cuál es el otro plano? El autor está consciente de que una manera de lograr la igualdad es hacer más pobres a todos, y esa meta, aunque igualitaria, difícilmente puede convencernos de luchar por alcanzarla. También podríamos lograr la meta de la igualdad, como lo sugiere el propio Silva-Herzog Márquez, expatriando a todos los potentados: “Si las diez familias más ricas de México cambiaran hoy de nacionalidad y residencia, mañana despertaríamos más igualitarios. […] ¿Habría algo que celebrar —pregunta retóricamente— en esa mudanza?”. Estos no son sino argumentos que demuestran lo fútil de defender el pretendido valor moral, supuestamente intrínseco, de una noción meramente formal. Y la ironía es que los argumentos vienen del propio ensayista, aunque, obviamente, se inspiran en lo dicho por Frankfurt.
La queja de Silva-Herzog Márquez con este argumento es que “se desentiende de la tela que nos envuelve”. Pero la preocupación de Frankfurt (al igual que mi preocupación) debe, por fuerza, desentenderse de la tela que nos envuelve, pues sea como fuere que interpretemos la metáfora, la discusión analítica y conceptual debe desentenderse de nuestra circunstancia histórica. Silva-Herzog Márquez está en total desacuerdo: “Porque no vivimos en aislamiento, nuestras posibilidades se miden en relación a las posibilidades que brinda nuestra circunstancia histórica”. Pero esto es una confusión. Nadie pretende afirmar que vivimos en aislamiento, mas vivir en sociedad no trae consigo la imposibilidad de engarzar el entendimiento con argumentos abstractos provenientes de las matemáticas, la lógica o la filosofía. Y, al hacerlo, nuestras premisas y conclusiones nada tienen que ver con nuestra circunstancia histórica.
Con miedo de reiterar algunas obviedades, diremos que reconocemos, abiertamente, que somos seres sociales y que, como quiere Silva-Herzog Márquez: “Es en diálogo con la ciudad, con el país, como trazamos la órbita de nuestra experiencia vital. Qué alimento y qué escuela para mis hijos. Qué caminos laborales tengo abiertos y cuáles me son vedados. Qué expectativa de vida tengo. Con otros y frente a otros dibujamos el aro de nuestros deseos”.
Por supuesto que dependerá de los recursos con los que se cuente el decidir qué alimento, qué escuela podré ofrecer a mis hijos y, en general, qué expectativa de vida tengo. Pero ya hemos visto que en estas deliberaciones el traer a cuento la desigualdad prevaleciente, es decir, el hecho de que siempre hay alguien que tiene más dinero que yo, lo único que logra es distraer mi atención de lo que resulta verdaderamente importante en mi vida. Frankfurt, hemos visto, habla de la doctrina de la suficiencia, es decir, piensa que el énfasis moral debe recaer en la idea de que cada persona tenga lo suficiente, pero ¿qué o cuánto es suficiente? He aquí cómo contesta esta pregunta el filósofo: “Decir que una persona tiene suficiente dinero significa —más o menos— que está contento, o que es razonable para él estar contento, con el hecho de no tener más dinero que el que realmente tiene”.
El problema no es, por lo tanto, que yo sea infeliz al caer en la cuenta de que hay gente más rica que yo, inmensamente más rica que yo, y esa comparación no constituye una de mis preocupaciones al ponderar cuál es la escuela en la que inscribiré a mis hijos, ni tampoco al reflexionar sobre el tipo de vida que me espera. El problema surge del hecho de que mi situación podría ser a tal punto miserable que me dejaría sin posibilidad alguna de elegir entre escuelas u optar por una vida con la más mínima calidad. Pero ese problema es el de la pobreza, y nadie duda que debemos atacarlo y, de ser posible, erradicarlo por completo. “La desigualdad —continúa diciendo Silva-Herzog Márquez— hace que lo deseable sea imposible para muchos”, y esto, me temo, es un flagrante non sequitur: es nuestra situación de miseria la que nos impide aspirar, realistamente, a lo deseable; no el hecho de que otras personas sí puedan hacerlo.
Realmente no puede afirmarse que la cantidad de dinero a la que muchas otras personas tienen acceso tenga algo que ver con los recursos que yo necesito para vivir el tipo de vida que, racional y sensiblemente, he escogido para mí, para alcanzar lo que verdaderamente me importa, lo que llena mis expectativas y está a la altura de mis capacidades y potencialidades, y lo que, estoy convencido, en última instancia me dará una gran satisfacción. Al decir esto, estoy asumiendo que tengo suficiente dinero en el sentido que interesa a Frankfurt, y, como el argumento puede generalizarse, podemos decir que si toda la gente tuviese dinero suficiente en ese sentido, entonces, a nadie importaría si algunas personas tienen más dinero que otras. El problema, una vez más, no es que algunas personas tengan más dinero que otras, sino que las que tienen pocos recursos realmente viven en la miseria y, en consecuencia, no pueden aspirar a una vida con calidad. Moralmente, por tanto, lo que impacta es que no se satisfaga la doctrina de la suficiencia, y no el que esa pobre gente tenga menos dinero que el resto de la sociedad. En otras palabras, el mal moral radica no en que algunas personas tengan mejores niveles de vida que otras, sino en que una vida miserable es, realmente, miserable, es decir, mala per se.
A Silva-Herzog Márquez le irritó de sobremanera la nota de Luis Rubio. No lo baja de acólito de Margaret Thatcher o, al menos, de su “publicista”. Como la desigualdad no es lo importante, nos dice Silva-Herzog Márquez, “debemos ver con alegría y sin rencor la recompensa que reciben los campeones del mercado. Se trata del trofeo que merece su esfuerzo, su imaginación, su arrojo. Los reparos a la desigualdad son expresiones de la envidia que sirven solamente para alimentar burócratas”. Es claro que toda su diatriba radica en otra dimensión a la argumentación conceptual que propone Frankfurt. Ya no se trata de presentar argumentos y razones sino, más bien, de producir una retórica tendiente a mover nuestros corazones.
Rubio, por su parte, simpatiza con la tesis de Frankfurt, a quien cita con aprobación cuando escribe: “Los pobres sufren porque no tienen lo necesario, no porque otros tengan más y algunos demasiado”, pero hasta ahí llega el apoyo que encuentra en la tesis del filósofo. A partir de ese momento su compañero de viaje es William Watson, autor de The Inequality Trap, para quien la desigualdad es una consecuencia de recompensar lo mejor del capitalismo, léase, la creación de riqueza, la innovación, el ahorro y la creatividad, de manera que si la desigualdad no es el verdadero problema moral, ¿por qué obsesionarnos con atacarla, sobre todo ahora que caemos en la cuenta de que ella no es sino una consecuencia de lo mejor del capitalismo? En otras palabas, si el problema, en esencia, es la pobreza y no la desigualdad, “¿por qué entonces no preocuparnos más por los pobres que por los ricos?”.
Es claro que esta manera de entender la desigualdad es una tesis sustantiva de economía política que rebasa con mucho el análisis conceptual que Frankfurt propone. Por otro lado, es claro que para el filósofo los ricos deben ser también objeto de análisis, y no se le escapa que su alarmante situación de concentración de la riqueza pida también a gritos una respuesta. Al extraer más, mucho más, de la economía de una nación que lo que realmente necesitan para vivir bien, los verdaderamente ricos pecan de una suerte de “glotonería económica”, nos dice Frankfurt, y el cuadro que nos presentan ofrece un espectáculo a la vez “ridículo y repugnante”. Y si lo aunamos al hecho de que una buena cantidad de personas carece de lo más indispensable, es claro que el paisaje moral de nuestras sociedades es a la vez “feo y moralmente ofensivo”.
Hemos visto que, para Frankfurt, el verdadero reto es la pobreza, pero eso no significa que deje de reconocer que debemos intentar reducir tanto la pobreza en una nación como la afluencia excesiva de sus círculos más privilegiados. A nadie escapa que estos últimos tienen una enorme ventaja al disponer de una influencia que va aparejada con la desmedida concentración de fortunas muy —pero muy— por encima de lo suficiente. Y la tentación de aprovechar esa ventaja y ejercer una influencia desmedida en procesos electorales y regulatorios ha probado ser difícil de resistir. Los efectos “potencialmente antidemocráticos” —como los llama Frankfurt— de esa ventaja deben enfrentarse a través de legislación y regulaciones diseñadas para proteger a estos procesos de distorsiones y abusos.
Para Silva-Herzog Márquez “los libertarios” no reconocen nada de lo que dijimos en el párrafo anterior. Ellos “no se percatan del efecto pernicioso que la disparidad tiene en la mecánica democrática. Tal vez lo celebran”. Creo que con lo dicho hasta aquí está claro que los filósofos, al menos, simpatizamos con lo dicho por Silva-Herzog Márquez respecto al efecto pernicioso de la concentración de riqueza. Rubio, por su parte, tiende a culpar al Gobierno de estos vicios, no a los ricos, aunque difícilmente puede escapársele que existe un área de intersección entre estos dos estratos sociales. En todo caso, la razón que aduce para explicar por qué en nuestro país la desigualdad no ha tenido las consecuencias deseables del capitalismo —innovación, ahorro, creatividad— es que se debe al “uso político que en México se ha dado al sistema educativo”, o bien por las “concesiones gubernamentales que favorecen la concentración sobre la competencia o los sistemas de permisos (como los de importación) que son fuente interminable de corrupción”, y detrás, debajo o por encima de todo ello está la impunidad, todo lo cual hace que “[…] los ingredientes de pobreza y desigualdad acaben siendo incontenibles”.
Rubio sostiene que si nos empecinamos en nuestra lucha por abatir la desigualdad, todo lo que estaríamos haciendo es “[…] minar el capitalismo y acumular más fondos para uso de la burocracia”, mientras que Silva-Herzog Márquez no deja de quejarse de que a los liberales, o a los thatcherianos, como él los llama, poco les importe que “unas cuantas familias tengan la mitad de lo que tiene todo un país” o “que un empresario tenga en su cuenta más de lo que podrían sumar a lo largo de sus vidas millones de personas”. Rubio no puede negar que si nos proponemos abatir la pobreza y, a la vez, combatir la excesiva concentración de la riqueza, estaríamos disminuyendo la desigualdad en una sociedad. No obstante, mi impresión es que él insistiría en que no es posible lograr las dos cosas a la vez, ya que, si combatimos la concentración de la riqueza estamos afectando a alguno o algunos de los motores del capitalismo que traen aparejada dicha concentración como una de sus consecuencias, y son esos motores los que, conjuntamente, pueden hacer crecer la economía de un país y, en última instancia, son los que permitirían abatir la pobreza e impulsar el crecimiento integral.
Por todo ello, Rubio piensa que al hablar de la desigualdad debe decidirse si estamos hablando de ella como problema o como instrumento. Como instrumento resulta útil en campañas políticas que, como lo demuestran las preguntas retóricas que abundan en la nota de Silva-Herzog Márquez, son bastante efectivas para remover los ánimos. A guisa de ejemplo, considérese la siguiente interrogante retórica: “¿Qué importa que mueras diez años antes de aquel que nació en el barrio contiguo?”, y la moraleja que el autor infiere de ahí: “Si vives por encima de la marca de la pobreza, no te quejes. Acepta que tus hijos no tendrán acceso a los juegos que tienen los hijos de tu patrón y que no serán capaces de elegir su profesión. No seas envidioso, no sueñes con esos horribles gobiernos opresivos que dan educación de calidad, cuidan las ciudades, garantizan seguridad”. Sí, los corolarios de ver la desigualdad como instrumento pueden ser efectivos en su carga emocional, pero nada resuelven de fondo.
En opinión de Rubio, vista como problema la desigualdad tiene un origen complejo y no se resuelve “meramente con política fiscal”. El intento de elevar impuestos a unos para redistribuirlos a los que menos tienen siempre ha fracasado: bloquea el crecimiento al desincentivar la inversión, y la burocracia nunca ha probado ser eficiente en la redistribución de los beneficios. La conclusión es, por lo tanto, olvidarnos de la desigualdad, como problema y como instrumento, y dirigir la mirada hacia el enorme reto de abatir la pobreza. Rubio concluye su nota con la mención de una serie de tesis sustantivas que configuran un programa neoliberal, o al menos los esbozos del mismo. ¿Qué hay que hacer para eliminar la pobreza? Pues crecer más, promover la competencia y preparar mejor a nuestros jóvenes. Para lograrlo debemos liberalizar más, contar con un sistema impositivo más competitivo, crear mejores condiciones para la inversión productiva y eliminar sesgos y privilegios de ciertas personas, burocracias, empresas o grupos. Sí, nos dice Rubio, es cierto que preservaremos la desigualdad, pero habremos disminuido drásticamente la pobreza.
Si con este programa realmente se logra abatir la pobreza en nuestro país, es decir, si logramos en verdad sacar de la pobreza a 50 millones de mexicanos, entonces yo no tendría nada que objetar, incluso si los Slim y los Azcárraga, los González y los Baillères, los Salinas Pliego y los Larrea, así como muchos otros, permaneciesen en nuestro país y las condiciones de desigualdad prevaleciesen como hasta hoy. Pero estoy consciente de que al decir eso he dejado atrás el análisis conceptual y he entrado de lleno a la discusión sustantiva de la política y el modelo de desarrollo económico más idóneo para nuestro país.
El pensamiento de Silva-Herzog Márquez, reflejado en la nota de marras, es un tanto inestable. Como vimos, no vacila en dar la razón a Frankfurt, pero quiere restringir la validez de su argumentación a un cierto plano, al de lo abstracto de la razón que hace caso omiso de “la tela que nos envuelve”. Por no tener eso en cuenta, por dejar de reconocer que “no vivimos en aislamiento”, el argumento de Frankfurt adolece de problemas. Y, al final del día, esos problemas aconsejan abandonar la postura toda vez que, de otra manera, la tesis puede prestarse a ser explotada en beneficio de las peores causas humanitarias, tales como las políticas de corte neoliberal impulsadas por Margaret Thatcher. ¡Cómo habrá sido de monstruosa la “Dama de hierro” que llegó a afirmar, como nos lo recuerda Silva-Herzog Márquez, que “la sociedad no existe”! Esta es la razón por la cual, según el autor, los thatcherianos celebran (sic) la desigualdad y nos piden en consonancia que “cancelemos el juicio de la comparación: si tienes lo suficiente, está bien”.
Ahora resulta que el reconocimiento de que Frankfurt tenía razón, en el plano que fuese, fue pura pose. Argumentar que la desigualdad no tiene tracking moral es “la culminación del discurso privatizador”; es “matar la ilusión misma”, nos dice Silva-Herzog Márquez, “de un espacio compartido”. Más aún, se trata de todo un “programa segregacionista”, algo así como una defensa del apartheid, la desvergonzada defensa de un gueto. No le faltaba razón a Rubio al afirmar, al inicio de su nota, que la desigualdad es el asunto más divisivo y politizado de la agenda, un asunto que ha inyectado gasolina retórica a políticos y activistas, y que ha desatado “innumerables movimientos de ‘ocupación’ en el mundo”. Quizá Rubio tenga razón cuando escribe: “Lo que no es obvio es que el énfasis en la desigualdad resuelva el problema”. Espero que esta nota pueda contribuir en algo a la obviedad de que el énfasis en la desigualdad no lo resuelve.
(Leer la Respuesta a Álvaro Rodríguez Tirado, de Jesús Silva-Herzog Márquez)
1 Luis Rubio publicó su nota “La desigualdad no es el problema” el domingo 20 de marzo de 2016. Jesús Silva-Herzog Márquez publicó la suya, “El nuevo segregacionismo”, el lunes 28 de marzo de 2016.
2 Harry G. Frankfurt, On Truth, Alfred A. Knopf, Nueva York, 2006.
3 Frankfurt, On Bullshit, Princeton University Press, Princeton, NJ, 2005.
4 Frankfurt, On Inequality, Princeton University Press, Princeton, NJ, 2015.
__________
Álvaro Rodríguez Tirado, doctor en Filosofía por la Universidad de Oxford, se desempeña como consultor y es investigador en la Universidad Iberoamericana.