El "no" de Grecia
Después de que Grecia tomó otro paso hacia el abismo con el referendo del domingo, cada lado de la disputa se encuentra entre la espada y la pared, en pos de resultados mutuamente exclusivos.
Los representantes de los acreedores —el llamado Troika, que es el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo— quieren mantener los términos de grave austeridad, por un lado, pero quieren que Grecia prospere dentro de la zona del euro, por el otro. La Troika y sus apoyadores —léase Alemania— están comprometidos con la idea de una Europa unida y democrática, pero sus maniobras recientes están calculadas y diseñadas para que caiga el gobierno de Grecia. Es decir, no ha sido un comportamiento fielmente democrático.
La posición de los griegos está igualmente torcida. El electorado griego está harto de las medidas de austeridad que han recortado el gasto público y que han ayudado a minar su calidad de vida de manera importante. Después de la crisis de 2008, su deseo es comprensible. Según el Banco Mundial, el PIB del país ha registrado las siguientes cifras de crecimiento desde aquel año: -0.4% en 2008, -4.4 en 2009, -5.4 en 2010, -8.9 en 2011, -6.6 en 2012, -3.9 en 2013, 0.8 en 2014. Es decir, un solo año de muy escaso crecimiento positivo durante siete años: una depresión verdadera.
Al mismo tiempo, si bien no quieren una austeridad que sigue limitando su crecimiento, los griegos tampoco aceptan que su país deba salir de la zona euro y están jugando con un resultado que les puede resultar peor. Es decir, para el griego típico ¿la austeridad impuesta por el colapso del sistema financiero es preferible que la austeridad como condición de los alemanes? El primer ministro del país, Alexis Tsipras, fue electo en enero gracias a sus promesas de acabar con la austeridad, pero está enfrentando la presión de su electorado y los negocios griegos que no quieren arrancar el proceso complicadísimo de instalar una nueva moneda.
En fin, sobra la hipocresía.
El análisis más común busca fijar culpables, y hay argumentos muy sólidos de ambos lados. Ha sido una sinfonía de estupidez. Pero el error fundamental lo comparten todos: Grecia no tiene por qué estar en una unión monetaria con Alemania, Francia, Holanda y las demás economías fuertes de Europa. Repartir culpa ahora es como buscar el responsable por el fracaso de un matrimonio entre un autoritario cuadrado y una adicta infiel: la unión estaba condenada desde el principio.
Una unión monetaria sana y duradera —es decir, la que une a Nueva York y Mississippi, o la que ata a Chiapas y Nuevo León— tiene muchos elementos que están ausentes en Europa. Por ejemplo, contribuyentes que tienen una identidad común —no importa que sea la de mexicano, estadounidense o europeo— y por lo tanto se tienen empatía mutua. Así, no importa tanto si una parte de la unión tiene que apoyar a la otra a través de sus impuestos por un periodo infinito. Otro elemento importante es el traslado completamente libre de la mano de obra —libre de restricciones legales, claro, pero también libre de barreras culturales o lingüísticas. Así pues, si una zona entra en depresión, el movimiento libre de los trabajadores funciona como una válvula de escape para la unión entera. Estas dos características no existen en Europa.
Ahora que el electorado griego ha dado un rotundo “no”, el futuro se ve borroso, pero es difícil imaginar una salida ordenada. Es decir, habrá incertidumbre y dolor económico en Grecia por el futuro previsible. En su propaganda electoral, los dos lados del referendo prometían catástrofe si su lado perdía. El problema es que los dos tenían razón.